– Me voy a toda prisa, mi general, pero ¿y vos?
– Yo evacúo el pueblo.
– ¿Hasta dónde?
– Hasta el pósito, un poco hacia atrás, en el extremo del paseo de los olmos. Hay gruesos muros, buhardillas, puertas de chapa reforzadas. Ya he ordenado que lleven ahí las municiones y la pólvora que nos queda, y trataremos de resistir cuanto sea posible. Es una fortaleza.
Un obús estalló a pocos metros de donde estaban, luego otro. Un muro se vino abajo. Un tejado se incendió. El general Boudet se pasó la mano por el rostro de facciones marcadas:
– Daos prisa, Lejeune, esto ya empieza.
El coronel montó de nuevo a caballo, pero Boudet le retuvo.
– Le diréis a Su Majestad…
– ¿Sí?
– Lo que habéis constatado.
Lejeune lanzó su caballo a galope tendido y bajó por la calle principal. Boudet le contempló mientras se alejaba y refunfuñó:
– Le diréis a Su Majestad que me cago en él…
El general convocó a sus oficiales y ordenó a los tambores que tocaran la retirada inmediata. Esta música hizo que los tiradores salieran de sus puestos, de la iglesia, las casas, detrás de los terraplenes, y se reunieron formando una multitud confusa. El cañoneo era intenso.
Quinientos hombres ocuparon el pósito para resistir el asedio. Los fusiles apuntaban a las buhardillas, a las ventanas obstruidas a medias por los postigos. Las puertas se entreabrieron para permi tir que pasaran las bocas de los cañones alzados durante la mañana hasta las salas de la planta baja. Una escuadra de infantería se apostó alrededor, en las zanjas cubiertas de hierba, los pliegues del terreno, detrás de los olmos. El pueblo ardía, y los cañones ya debían de haber destruido las barricadas. No esperaron mucho. Apenas había transcurrido una media hora cuando los primeros uniformes blancos aparecieron en el extremo del paseo y en los campos vecinos. Corrían, doblados por la cintura bajo las mochilas. Boudet reconoció el banderín del barón de Aspre y dio la orden de abrir fuego. La artillería puso en desbandada a la primera oleada de asalto, pero acudían por todas partes, en filas cerradas, numerosos, y ni siquiera había tiempo de volver a entrar los cañones quemantes para recargarlos, disparaban desde cada ventana, detrás de las rejas, a las buhardillas; los austríacos caían, otros los reemplazaban y topaban con los gruesos muros del pósito. Boudet tomó un fusil y abatió a un oficial con manto gris que chillaba alzando su sable curvo. El hombre se desplomó, pero nada detenía a los soldados uniformados de blanco, algunos de los cuales se acercaban a lo largo de los muros, provistos de hachas que hincaban en los postigos y las puertas cerradas. En el interior los soldados tosían a causa de la humareda y la falta de aire. Las balas hirieron de rebote a algunos tiradores. Se agachaban, recargaban, se asomaban a una ventana, apoyaban el fusil en el hombro, apuntaban a ojo de buen cubero hacia aquella masa, como si fuese una bandada de estorninos. Era evidente que mataban, pero no lo veían, volvían a agacharse, cargaban, se levantaban, disparaban, se ponían a cubierto y así sucesivamente durante una eternidad.
A la larga los combates se debilitaron. Desde el tercer piso, en la abertura de un postigo de chapa, Boudet observó que las oleadas austriacas se espaciaban. Ordenó alto el fuego y oyeron el redoble familiar de los tambores. Boudet sonrió, sacudió a un joven soldado muy pálido y rugió con su acento bordelés:
– ¡Aún saldremos de ésta, muchachos!
Aliviados, abrieron las ventanas para asomarse con cautela, y divisaron los penachos verdes y rojos de los fusileros de la joven Guardia. Los ulanos arrojaban sus lanzas para empuñar el sable, más útil en el cuerpo a cuerpo. La batalla se desplazaba en el pueblo. Boudet salía fusil en mano cuando un oficial empenachado llegó a la plaza con una tropa a caballo.
– Señor, el general Mouton y cuatro batallones de la Guardia imperial están limpiando Essling.
– Gracias.
A pie, entre charcos de sangre y por un camino sembrado de cuerpos, Boudet se dirigió a la iglesia en ruinas. Gritos abominables ascendían desde el cementerio. Preguntó qué era aquello y un teniente de la Guardia le respondió que eran húngaros a los que degollaban con arma blanca sobre las tumbas.
– Ya no podemos cargarnos de prisioneros.
– Pero ¿cuántos son?
– Setecientos, mi general.
Las municiones se agotaban en todas partes. Los disparos, al amainar, daban una falsa impresión de calma momentánea, pues las escaramuzas seguían siendo numerosas y sangrientas, con sable, bayoneta o lanza, pero tenían menos vigor. Disparaban para mantener la batalla, atacaban con cierta desidia, como para defenderse o mantener la línea del frente. Los granaderos que rodeaban a Lannes ya no tenían cartuchos. El mariscal se sentía traicionado por la crecida del río. Se paseaba a pie con su amigo Pouzet, en un pequeño valle situado más abajo de la planicie. Las vallas de los cercados les protegían de las posibles incursiones de la caballería austríaca, cuyas monturas se romperían las patas. Lannes se desabrochó la guerrera, pues el día avanzaba pero aún hacía mucho calor, y se enjugó el sudor con la vuelta de la manga.
– ¿Cuándo empezará a oscurecer?
– Dentro de dos o tres horas -respondió Pouzet, consultando su reloj de bolsillo.
– No podemos cambiar por completo la situación.
– El archiduque tampoco.
– Seguimos muriendo, pero ¿por qué? ¡Nos estamos batiendo desde hace treinta horas, Pouzet, y ya tengo bastante! El ruido de la guerra me asquea.
– ¿A ti? ¿No has sufrido una sola herida y te quejas? Casi todos tus oficiales están inutilizables, Marbot cojea como un pato con el muslo perforado, Viry ha recibido un balazo en un hom bro, a Labédoyére le ha alcanzado en un pie un casco de metralla, Watteville se ha roto un pie al caer del caballo…
– Los aturdimos para llevarlos mejor a la muerte. ¡Ese cabrón de Bonaparte acabará con todos nosotros!
– No es la primera vez que dices eso. ¿Fue en Arcole?
– Esta vez me temo que…
– Esta noche cruzamos el Danubio, mañana estamos en Viena.
– ¡Pouzet! -gritó el mariscal.
Pouzet acababa de recibir una bala en plena frente, y se quedó rígido. Dos granaderos corrieron para constatar que el general no había tenido suerte y había muerto en el acto.
– Una bala perdida -dijo uno de ellos.
– ¡Perdida! -exclamó el mariscal, y se alejó del cadáver de su amigo.
La estupidez de esta batalla le hacía temblar de cólera. Se encaminó al tejar y entonces, al divisar una zanja, se dejó caer en la hierba y contempló el cielo. Permaneció allí tendido durante lar gos minutos. Pasaron ante él cuatro soldados que transportaban en un manto a un oficial muerto. Los hombres hicieron un alto para descansar, pues el cadáver pesaba y tenían un largo camino por delante. Dejaron su fardo en el suelo. Una ráfaga de viento alzó el manto y, al reconocer a Pouzet, Lannes se levantó de un salto.
– ¿Es que este espectáculo va a perseguirme por todas partes?
Uno de los soldados cubrió de nuevo el rostro del general con el manto. Lannes desprendió su espada del cinto y la arrojó al suelo.
– ¡Aaaaaah!
Tras haber gritado hasta quebrarse la voz, jadeó, avanzó unos pasos más y se sentó en la falda de un talud, cruzado de piernas y con la cabeza entre las manos para no ver nada más. Los soldados se llevaron a Pouzet hacia las ambulancias y el mariscal se quedó solo. Aún se oían las descargas de los cañones.
Un pequeño proyectil rebotó y alcanzó a Lannes en una rodilla. Se estremeció bajo el dolor e intentó levantarse, pero perdió el equilibrio y se desplomó en la hierba, maldiciendo: