– ¡Por todos los diablos!
Marbot no estaba lejos, había presenciado el accidente y llegó tan rápido como pudo, renqueando a causa de la herida en el muslo.
– ¡Marbot! ¡Ayudadme a ponerme en pie!
El ayudante de campo levantó al mariscal, pero éste se desplomó de nuevo. La rodilla rota ya no podía sostenerle. A las voces de Marbot, varios granaderos y coraceros acudieron corrien do, y entre varios lograron llevarse al mariscal, unos sujetándole por las axilas, otros por la cintura, y las piernas, desarticuladas, le pendían. El herido no se quejaba, pero la palidez de su rostro era extrema. La bala extraviada había golpeado la rótula izquierda y dañado la pierna derecha cruzada detrás. Al cabo de unos metros, los hombres que le llevaban tuvieron que detenerse con tiento, porque el menor movimiento provocaba un dolor muy intenso. Marbot se adelantó para hacerse con una carreta, unas parihuelas, lo que encontrara, y se encontró con los granaderos que transportaban el cuerpo del general Pouzet.
– ¡Dadme su manto, rápido! ¡Él ya no lo necesita!
Pero cuando volvió al encuentro del mariscal con el manto cubierto de sangre, Lannes lo reconoció y rechazó con voz todavía firme.
– ¡Es el manto de mi amigo! ¡Devolvédselo! ¡Que me lleven como puedan!
– ¡Id a cortar ramas y recoger hojas para hacer unas parihuelas! -ordenó Marbot.
Los hombres partieron hacia un bosquecillo para cortar ramas con los sables, y confeccionaron una tosca camilla. De esta manera transportaron al mariscal Lannes con más comodidad hasta la ambulancia de la Guardia, cerca del tejar, donde el doctor Larrey oficiaba con dos de sus eminentes colegas, Yvan y Berthet. Primero vendaron el muslo derecho del mariscal, mientras que éste solicitaba:
– Larrey, examinad también la herida de Marbot…
– Sí, Vuestra Excelencia.
– Han cuidado mal de ese muchacho y estoy preocupado.
– Voy a ocuparme de ello, Vuestra Excelencia.
Tras haber examinado juntos las heridas del mariscal Lannes, los tres médicos hicieron un aparte para establecer el diagnóstico y la manera más conveniente de tratar el caso.
– Apenas se le nota el pulso.
– Observad que la articulación de la rodilla derecha no está afectada.
– Pero la izquierda está quebrada hasta el hueso…
– Y la arteria se ha roto.
– A mi modo de ver, señores, hay que cortar la pierna izquierda-dijo Larrey.
– ¿Con este calor? -protestó Yvan-. ¡Eso no es razonable!
– Por desgracia -añadió Berthet-, nuestro excelente colega tiene razón. Y por mi parte, como medida de precaución, preconizo que se amputen ambas piernas.
– ¡Estáis locos!
– ¡Cortemos!
– ¡Estáis locos! ¡Conozco bien al mariscal, y tiene energía para curarse sin necesidad de la amputación!
– Nosotros también conocemos al mariscal, querido. ¿Habéis visto sus ojos?
– ¿Qué les pasa?
– Están tristes. Este hombre pierde las fuerzas.
– Señores -concluyó el doctor Larrey-, os advierto que la ambulancia se halla bajo mi mando y que la decisión me compete. Cortaremos la pierna izquierda.
Cuando Edmond de Périgord se presentó en el vivaque de la Vieja Guardia, entre el puente pequeño y el tejar, el general Dorsenne estaba pasando revista a sus granaderos por enésima vez. Quería que estuvieran impecables y limpios. Su experta mirada se fijaba en una manga polvorienta, un defecto en el color blanco del tahalí, unas guías del mostacho desviadas, las lazadas de unas polainas demasiado flojas. En el cuartel alzaba los chalecos a fin de comprobar la limpieza de las camisas. Para él, uno iba a la guerra como a un baile, con elegancia, y era no menos maniático con respecto a su propio atuendo. Se cuidaba como si evolucionara sin cesar ante unos espejos. Las mujeres le consideraban guapo, con el cabello negro rizado, la tez pálida, las facciones armoniosas. La corte chachareaba acerca de él, se conocían de memoria sus amores con la provocadora Madame d'Orsay, la esposa del famoso dandy, de la que el ministro Fouché repetía anécdotas escabrosas. Périgord, que tenía un carácter similar, aunque era más joven, se había encontrado a menudo con Dorsenne en el teatro o los conciertos de las Tullerías. Ambos, a diferencia de la mayoría de los demás militares, llevaban con naturalidad las medias de seda y los zapatos con hebilla, o bien unos uniformes extravagantes para llamar la atención de las duquesas. Los dos tenían un valor auténtico, pero les gustaba mostrarlo. La gente tomaba sus posturas como desprecio, eran irritantes.
– Señor general de la Guardia -dijo Périgord-, Su Majestad os ruega que vayáis al frente.
– ¡De maravilla! -respondió Dorsenne mientras se ponía los guantes.
– Opondréis al enemigo un muro de tropas a lo ancho del glacis, a la derecha de los coraceros del mariscal Bessiéres. -¡Muy bien! Considerad que ya estamos ahí.
Con un movimiento flexible, Dorsenne subió al caballo que le habían presentado, dio una orden breve y la Guardia Imperial se puso en movimiento al mismo paso, como para desfilar en el Carrousel, con la música y las águilas en cabeza. Périgord admiró este conjunto y entonces regresó hacia el estado mayor para informar a Berthier.
La aparición en la cresta de los gorros de piel de la Guardia bastó para que cesara momentáneamente el cañoneo de los austríacos. El general Dorsenne determinó la posición de sus granaderos distribuidos en tres filas. Había dado la vuelta a su caballo para comprobar que se mantenían casi codo con codo, y para ello, sin preocuparse, daba la espalda a los cañones y a la infantería del archiduque. Al ver que un proyectil alcanzaba a uno de los soldados, ordenó, cruzado de brazos:
– ¡Estrechad filas!
Los granaderos, apartando con los pies el cuerpo de su camarada caído, obedecieron la orden. Esto sucedió veinte veces, tal vez cien, y ellos estrechaban filas. Cuando una bala de cañón arrancó de cuajo la cabeza de uno de los abanderados, una cantidad considerable de monedas de oro rodaron por el suelo. Al tipo se le había ocurrido esconder sus ahorros en la corbata, pero nadie se atrevió a agacharse para coger un puñado, por temor a las reprimendas. De todos modos, los más próximos no apartaban los ojos del suelo donde brillaban las monedas. Las balas seguían silbando y causando estragos en la Guardia.
– ¡Estrechad filas!
Irritado porque no podía copar al enemigo, el archiduque ordenó que se intensificara el fuego. Los tambores, en formación de cuadro bajo la metralla, tocaban al lado de los granaderos inmóvi les que presentaban armas. Decenas de ellos ya habían caído en los trigales y los demás estrechaban filas. Dorsenne acabó por constatar que su muralla humana estaba demasiado desparramada, y colocó de nuevo a sus hombres en una sola línea de cara al enemigo. Un incidente estuvo a punto de perturbar esa maniobra heroica destinada a impresionar a los austríacos. Cazadores a pie y fusileros, mandados hasta hacía poco por Lannes, se desbandaban en la planicie ante la infantería de Rosenberg. Corrían sosteniendo a sus heridos, y muchos se habían desembarazado de las mochilas a fin de huir con más celeridad. Cuando llegaron a la muralla de la Guardia, los fugitivos se interpusieron entre los granaderos y las baterías que los mataban, y entonces los veteranos los agarraron por el cuello o las mangas de la guerrera para lanzarlos detrás de ellos. Ante esta seguridad tranquilizadora, algunos cayeron de rodillas y otros, locos de terror, se revolcaron babeando como epilépticos en una crisis. Informado de esta derrota de varios batallones, con dos de sus capitanes, Bessiéres se apresuró a formar de nuevo a los que habían conservado sus fusiles.
– ¿Dónde están vuestros oficiales?
– ¡En la planicie, muertos!
– ¡Vamos juntos a buscar sus cuerpos! ¡Cargad vuestras armas! ¡Formad filas!