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– ¡Estrechad filas! -seguía ordenando Dorsenne a cien metros de allí.

Un granadero que había recibido un fragmento de metralla en una pantorrilla se arrastró a un lado. Al caer había cogido algunas de las piezas que el abanderado, su ex compañero de línea, ocultaba en la enmarañada corbata blanca. Abrió la mano con disimulo, examinó su tesoro de cerca y murmuró que ya no valía nada. En efecto, el 1.° de enero de I8o9 el emperador había hecho borrar de las monedas la divisa que figuraba todavía en aquellas piezas: UNIDAD, INDIVISIBILIDAD DE LA REPÚBLICA.

La noche se cernió pronto sobre una batalla sin vencedor. Napoleón y los oficiales de su Casa abandonaron el tejar y la comitiva se dirigió a la tienda imperial montada la víspera en el césped de la isla. Avanzaban al paso por una senda atestada de arcones vacíos, piezas de artillería desmontadas, caballos solitarios y enloquecidos, lentas columnas de heridos guiadas por el personal de las ambulancias. En el estribo del puente pequeño, el emperador palideció. Primero había visto a un comandante de coraceros que lloraba en silencio. Luego había reconocido al doctor Yvan y, seguidamente, a Larrey, inclinados sobre un paciente al que instalaban en un lecho de ramas de roble y mantos. Era Lannes, cuya cabeza Marbot sostenía semialzada. Tenía el rostro lívido, deformado por el dolor, y sudaba copiosamente. Un lienzo rojo le ceñía el muslo izquierdo. El emperador pidió que le bajaran del caballo y llegó al lado del mariscal en unas pocas zancadas. Se acuclilló a su cabecera.

– Lannes, amigo mío, ¿me reconoces?

El mariscal abrió los ojos pero permaneció en silencio.

– Está muy debilitado, Síre-susurró Larrey.

– Pero me reconoce, ¿no?

– Sí, te reconozco -murmuró el mariscal-, pero dentro de una hora habrás perdido a tu mejor apoyo…

– Stupiditá! No te vamos a perder. ¿No es cierto, señores?

– Lo es, Sire-respondió Larrey con unción.

– Puesto que Vuestra Majestad así lo quiere -añadió Yvan. -¿Les oyes?

– Les oigo…

– Un médico de Viena ha ideado una pierna artificial para un general austríaco…

– Mesler-dijo Yvan.

– Eso es, Bessler, ¡y te hará una pierna y la semana que viene nos iremos de caza!

El emperador abrazó al mariscal. Éste le confió al oído, de manera que nadie más pudiese oírle:

– Detén esta guerra cuanto antes, ése es el deseo general. No escuches a quienes te rodean. Te halagan, se inclinan ante ti, pero no te quieren. Te traicionarán. Por otra parte, ya te traicionan al ocultarte siempre la verdad…

El doctor Yvan intervino entonces:

– Síre, Su Excelencia el señor duque de Montebello está agotado, debe ahorrar fuerzas, no ha de hablar demasiado.

El emperador se puso en pie, frunció las cejas y permaneció un momento en pie mirando al mariscal Lannes allí tendido. Se había manchado de sangre el chaleco. Se volvió hacia Caulaincourt.

– Pasemos a la isla.

El puente pequeño no es muy practicable, Sire.

– Su presto, sbrigatevi! ¡Rápido! ¡Daos prisa! ¡Imaginad una solución!

El emperador no podía servirse sin inconvenientes de un pequeño puente que los carpinteros de armar consolidaban, obstaculizados en su tarea por el flujo incesante de los mutilados. Estos desdichados temblaban de fiebre y de furor, atropellándose, pasando por encima de los que caían al suelo, dándose empujones, sujetándose a los cordajes y las amarras que a veces se rompían, se peleaban e insultaban. Algunos saltaban a las olas, o penetraban sin vacilar con sus caballos en el tumulto de las aguas. Caulaincourt hizo liberar uno de los pontones, se aseguró de que era estanco y sólido, eligió diez remeros entre los marinos del cuerpo de ingenieros más robustos, y el emperador, en el crepúsculo, erguido en medio de aquella embarcación a la deriva, varó en la isla Lobau a doscientos metros más arriba del punto de desembarco.

Cruzó a pie el monte bajo y las franjas arenosas donde se amontonaban millares de moribundos, muchos de los cuales le tendían los brazos como si tuviera el poder de curar, pero el em perador miraba con fijeza al frente y sus oficiales le protegían rodeándole. Llegó a su tienda, un gran pabellón de cutí rayado azul celeste y blanco. Constant, que le esperaba allí, le ayudó a quitarse la levita y la guerrera verde. Mientras se cambiaba el chaleco de casimir manchado por la sangre de Lannes, el emperador masculló:

– ¡Escribid!

El secretario, que estaba sentado sobre un cojín en la antecámara, mojó la pluma en el tintero.

– Las últimas palabras del mariscal Lannes. Me ha dicho: «Deseo vivir si puedo para servirss…».

– Serviros -repitió el secretario, que escribía deprisa y corriendo sobre su escritorio portátil.

– Añadid: «Así como a nuestra Francia»… -Añadido.

– «Pero creo que antes de una hora habréis perdido a quien ha sido vuestro mejor amigo…»

Y Napoleón se interrumpió y aspiró por la nariz. El secretario permaneció con la pluma en el aire.

– ¡Berthier!

– Todavía no está en la isla -le dijo un ayudante de campo en la entrada de la tienda.

– ¿Y Masséna? ¿Ha muerto?

– No sé nada, Síre.

– No, con Masséna no acabarán así como así. ¡Que venga en seguida!

Capítulo sexto . SEGUNDA NOCHE

Era una noche sin luna. Los últimos incendios bañaban la ribera izquierda con una luminosidad pálida y rojiza que deformaba el paisaje. Había empezado a soplar un viento que agitaba el follaje de los olmos, sacudía los arbustos e impulsaba unos nubarrones negros y cargados de lluvia. En la ribera arenosa de la isla Lobau, entre los agrupamientos de carrizos inclinados, el emperador avanzaba con Masséna. El mariscal se había alzado el cuello de su largo manto gris y metido las manos en los bolsillos. Con el cabello corto que revoloteaba como pequeñas plumas en las sienes, de perfil se parecía a un buitre. A pesar del estruendo del río, los dos hombres percibían como un eco el rumor amortiguado de la planicie, el chirrido de las ruedas, las llamadas, los ruidos de zuecos y cascos de caballos que golpeaban la madera del cercano puente pequeño. Napoleón habló en un tono alicaído:

– Todo el mundo me miente.

– No representes tu comedia conmigo, que estamos solos. -Se tuteaban como en el tiempo de las expediciones italianas del Directorio.

– Nadie se atreve jamás a decirme la verdad -se lamentó el emperador.

– ¡No es cierto! -replicó Masséna-. Somos unos cuantos quienes podemos hablarte cara a cara. ¡Ahora, que nos escuches es otra cuestión!

– Unos cuantos. Augereau, tú…

– El duque de Montebello.

Jean, claro. Nunca he conseguido asustarle. Una noche, antes de no recuerdo qué combate, empuja al centinela, entra en mi tienda y me saca de la cama para gritarme al oído: «¿Es que te burlas de mí?». Discutía mis órdenes.

– Deja de hablar en pretérito imperfecto. Todavía no ha muerto y ya le entierras.

– Su gravedad es extrema, Larrey me lo ha confesado.

– Uno no se muere por perder una pierna. A mí me falta un ojo por tu culpa, ¿y he sufrido alguna disminución por eso?

El emperador fingió que no había comprendido la alusión a aquella cacería en la que dejó tuerto a Masséna y acusó de torpeza a Berthier. Se quedó pensativo un momento, y al cabo dijo en un tono más desabrido:

– Estoy seguro de que todo el ejército se ha enterado antes que yo de la desgracia de Lannes.

– Los soldados le aprecian y se preocupan por él.

– ¿Tus hombres? ¿Se han desmoralizado al conocer la noticia?

– No se han desmoralizado, pero les ha afectado. Son valientes.

– ¡Ah, si fuese posible cuidar a ese pobre Lannes en Viena, en unas condiciones mejores!

– Hazle cruzar el río en una embarcación.