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– ¡Vaya, ahora se pone a llover! -dijo Paradis.

Gruesas gotas tamborileaban en las pecheras de hierro amontonadas en la carreta.

A las tres de la madrugada, un brusco viento abrió la ventana y Henri se levantó en seguida. Los dientes le castañeteaban y, tras encasquetarse el gorro de dormir hasta las orejas, se puso un sobretodo sobre la camisa. Llovía intensamente. Se disponía a cerrar la ventana cuando oyó un ruido sordo y se asomó para inspeccionar la calle. La berlina policial estaba como siempre, estacionada ante la casa, pero otra, tirada por caballos empapados, se había situado junto a ella y le bloqueaba las portezuelas. ¿Quién había disparado? ¿Y había sido, por otra parte, un disparo? Henri ya no tenía frío, su curiosidad le impedía quejarse. Oyó pasos apresurados en la escalera, chirrido de puertas, cuchicheos: ardía en deseos de saber lo que se tramaba y se apresuró a vestirse en la oscuridad. Cuando se asomó de nuevo a la calle, distinguió unas formas que se metían en el segundo coche, y creyó reconocer la silueta de Anna bajo una capucha y las más débiles de sus hermanas y el ama de llaves. Unos hombres con sombrero de ala ancha cuyos bordes chorreaban las ayudaron a subir, y luego uno de ellos se encaramó al asiento del cochero e hizo restallar el látigo. El coche partió bajo la tromba de agua. Henri abandonó su habitación a toda prisa, bajó corriendo la escalera principal y llegó a la planta baja. Tuvo un acceso de pavor al cruzarse con un individuo que le miraba en la negrura, pero no era más que su propia imagen reflejada en un espejo. Vestido de aquella manera apresurada se sentía grotesco, la levita, el sobretodo encima, los calzoncillos largos dentro de las botas, y en especial el gorro de dormir que se quitó de un manotazo para metérselo en un bolsillo. Abrió de par en par los batientes de la puerta cochera, pero no se atrevió a salir con aquel diluvio. Entre los adoquines corrían arroyuelos, y el agua que caía en cascadas de los tejados le salpicaba. Pensó en los soldados que estaban en la planicie transformada en un lodazal, luego en la escena que acababa de sorprender, y estornudó. Regresó a la cocina y consultó el reloj, llamó, subió a los pisos, empujó las puertas. Las camas ni siquiera estaban deshechas. La huida de Anna y su familia había sido premeditada, pero ¿a quién había seguido y para ir adónde?

Abajo, en el vestíbulo, había movimiento. Voces y pisadas de botas llenaban la escalera. Henri no tuvo tiempo de encerrarse en el primer salón y le rodeó una nube de gendarmes.

– ¿Quién sois? -le preguntó un oficial con el uniforme mojado.

– Os hago la misma pregunta.

– ¡Vaya, el señor se las da de astuto!

– Dejad tranquilo al comisario señor Beyle, no tiene nada que ver.

Schulmeister subía la escalera y sus gendarmes se empujaban unos a otros para cederle el paso. Se sacudió y entregó su capa a un guindilla que le seguía, uno de aquellos a los que Henri había observado delante de la berlina parada en la Jordangasse. También reconoció al segundo, que se apretaba contra un brazo una especie de compresa, pues una bala disparada por la ventanilla del coche le había desgarrado la levita y la piel.

– ¿Podéis explicarme todo esto, señor Schulmeister?

– ¿No hay nadie más en esta casa?

– Está desierta.

El jefe de policía despidió a los gendarmes y acompañó a Henri a su habitación. Uno de sus confidentes encendió la bujía mientras el otro, el herido, iba a cerrar la ventana con la mano indemne.

– La señorita Krauss ha ido a reunirse con su amante, señor Beyle.

– ¿Lejeune?

– Otro coronel.

– ¿Périgord? ¡No puedo creerlo!

– Yo tampoco.

– ¡Decidme quién es, por el amor de Dios!

– Un oficial austríaco, señor Beyle, una especie de mariscal de campo del príncipe de Hohenzollern.

Henri se dejó caer en la única silla, estornudó de nuevo y se quedó atónito, los ojos lagrimeantes a causa de la fiebre.

– ¿No habéis visto nada?

– Nada, señor Schulmeister.

– Ya sé que vos nunca veis nada…

– ¿Quién se ha llevado a Anna?

– ¡Guerrilleros, según dicen, agitadores como el señor Staps, que nos causan tantas dificultades! ¿Qué es eso?

– Las campanas de San Esteban -respondió Henri, aspirando por la nariz.

– Se diría que tocan a rebato… ¿Me permitís? Schulmeister indicó con la mano la ventana.

– De todos modos, ya estoy enfermo -respondió Henri-. Abrid, abrid…

Y se sonó con tanta fuerza que hizo vibrar los vidrios. Las campanas de Viena tocaban a vuelo, se respondían de una iglesia a otra y, más allá de las murallas, se unían a las de los suburbios, tal vez incluso las de los pueblos a diez leguas a la redonda. A pesar de la lluvia, la gente salía a las calles y gritaba.

– ¿Qué dicen esos vieneses, señor Schulmeister?

– «Hemos ganado», señor Beyle, eso es lo que dicen.

– ¿Hemos? ¿Quiénes, nosotros?

– Vamos a informarnos.

Volvieron a ponerse sombreros, capas y abrigos y salieron a las calles como si se dispusieran a merodear. Pequeños grupos de ciudadanos conversaban animadamente. Schulmeister pidió a Henri que se quitara la escarapela de su goteante sombrero de copa, y se mezclaron con los paisanos muy agitados que difundían noticias calamitosas:

– ¡Los franceses están encerrados en la isla Lobau!

– ¡El archiduque los somete a una lluvia de metralla!

– ¡El emperador ha sido hecho prisionero!

– ¡No, no, le han matado!

– ¡Bonaparte ha muerto!

Schulmeister tomó una lista que circulaba y la consultó bajo un porche iluminado por un farol.

– ¿Qué dice este papel?

– Que han muerto cincuenta mil franceses, señor Beyle. Aquí están sus nombres, en fin, algunos…

Sonaban las campanas, ensordecedoras.

Los rumores que corrían por Viena no eran ciertos. El emperador se encontraba en Schónbrunn y sostenía una entrevista con Davout. Antes de que empezara a llover, se había reunido con el ejército del Rhin, bajo las aclamaciones de las tropas, y luego el mariscal le había acompañado en su calesa y con la escolta de un escuadrón de cazadores a caballo. Durante el trayecto había mantenido los dientes apretados, pero una vez en el castillo, en el salón de las Lacas, trató de analizar la situación en voz alta:

– ¡Esta noche no amo los ríos!

Napoleón cogió una sillita dorada por el respaldo y la estrelló contra un velador, al tiempo que atronaba:

– ¡Odio el Danubio, Davout, como los soldados os odian a vos!

– En tal caso, Síre, compadezco al Danubio.

El mariscal Davout, duque de Auerstaedt, era calvo pero lucía grandes patillas que se rizaban en las mejillas, y en el extremo de la nariz le cabalgaban unos anteojos redondos, porque era muy miope. Sabía que le detestaban por su extrema severidad y su indecente manera de hablar. Trataba a sus oficiales como si fuesen criados, pero jamás le habían vencido y era riguroso. Aquel aristócrata borgoñón, ferviente republicano al comienzo de la Revolución, mostraba una fidelidad excepcional al Imperio. El hecho de que mantuviera la calma no hacía más que aumentar el furor de Napoleón:

– ¡Hemos estado en un tris! ¡Si hubierais salido por la derecha de Lannes habríamos vencido!

– Sin duda.

– ¡Como en Austerlitz! -Todo estaba dispuesto.

– ¡Si ese asno de Bertrand hubiera podido reparar el puente grande por la noche, mañana por la mañana habríamos derrotado a los ejércitos alelados de Carlos!

– Sin ningún problema, Sire, los austríacos están extenuados. Yo habría cruzado el Danubio con mis divisiones frescas y los habríamos aplastado como a chinches.