– ¡Chinches! ¡Eso es! ¡Chinches!
El emperador tomó una pizca de tabaco y se lo introdujo en la nariz.
– ¿Qué proponéis, Davout?
– ¡Sopla! Podríamos cenar, Síre. ¡Me muero de hambre y una batería de capones austríacos no me espantaría!
La isla se poblaba. Millares de soldados se deslizaban como sombras al abrigo de los oquedales. Los más afortunados se apoyaban en un tronco, se dejaban caer sobre el musgo y se adormecían con los pies en los charcos. Aquel acantonamiento hacía ir de cabeza a la intendencia, que jamás lograría alimentar a semejante masa humana. En cuanto a las provisiones enviadas por Davout en pequeñas embarcaciones, cuando llegaban intactas a la ribera, eran devoradas tan pronto como las desembarcaban.
Ahora los heridos gemían bajo grandes toldos o apoyados en un muro de carretillas. Los servidores de la ambulancia habían utilizado los barriles para recoger el agua de lluvia y construido canalones de cañas para canalizar el agua retenida en bolsas sobre las telas tendidas en las ramas. Se afanaban por calentar a cubierto su infecto caldo de carne caballar, y colocaban en cubetas las cabezas y tripas que los prisioneros, encerrados en el extremo arenoso de la isla Lobau, se comerían crudas. De vez en cuando un enfermero, que hacía la ronda entre los cuerpos tendidos, recogía a un muerto, lo arrastraba en medio de la indiferencia de los demás hacia una playa y lo arrojaba al río.
Delante, en la pradera, hacía horas que la lluvia había extinguido los hachones, pero Masséna seguía en aquel lugar. Rígido, como una estatua que se alzara en medio del barro, chorreante, cuidaba de que el conjunto del ejército que le había confiado el emperador abandonara rápidamente la orilla izquierda para refugiarse en los bosques de la isla.
– No queda más que la Vieja Guardia, señor duque -dijo Sainte-Croix, las plumas de cuyo bicornio pendían de una manera lamentable.
– Está empezando a amanecer, lo hemos conseguido. -Ahí llegan los últimos…
En efecto, el general Dorsenne llegaba a la cabeza de un batallón de fantasmas grises, envueltos en capotes muy pesados a causa de la lluvia que los había empapado. Chapoteaban y resba laban al bajar por la colina, pero se esforzaban por marchar al paso y levantaban los terrones que se les pegaban a las suelas. Las banderas mojadas se enredaban en sus astas. Los clarinetes tocaban en sordina una marcha imperial. Los tambores ya no redoblaban, y estaban cubiertos de mandiles para que el agua no les distendiera la piel. Dorsenne se detuvo al lado de Masséna, y Sainte-Croix tuvo que ayudarle a bajar de la silla, pues había sufrido una herida en el cráneo y parecía muy débil. Sus guantes, atados alrededor de la frente, le servían como apósito.
– No es más que un rasguño -comentó.
– ¡Haceos examinar en seguida! -rugió Masséna-. ¡Lannes, Espagne, Saint-Hilaire, ya es suficiente!
– Cuando hayan pasado mis granaderos y cazadores.
– ¡Testarudo como un mulo!
– No tengo derecho a desaparecer antes del último acto, señor mariscal. Eso daría un mal ejemplo.
Masséna le tomó del brazo para presenciar el desfile de los granaderos que se internaban en el puente pequeño zarandeado por el Danubio.
– Traigo conmigo a más de la mitad -precisó Dorsenne.
– Sainte-Croix -dijo Masséna-, llevad vos mismo al general a que le vea el doctor Yvan.
– O Larrey -dijo Dorsenne, pálido como la cera.
– ¡Oh, no, desdichado! ¡Larrey sería capaz de amputaros la cabeza! Como el doctor Guillotin, corta todo lo que sobresale, ¿sabéis?
Tras esta chanza, se separaron. A continuación Masséna ordenó a sus oficiales:
– Adelante, señores. Os sigo.
Los oficiales se hallaban en la isla cuando resonó una andanada en las inmediaciones de Aspern. Masséna sonrió.
– ¡Los pícaros se despiertan!
Pero tan sólo se trataba de un incidente sin consecuencias. Los soldados austríacos habían descargado sus armas sobre un vivaque abandonado. El archiduque desconocía la realidad de los daños causados al puente grande, temía que los zapadores lo reparasen con rapidez y que los refuerzos franceses pasaran a la orilla derecha, como la víspera. Inquieto, inseguro, había llevado al grueso de sus tropas a las posiciones anteriores. Ni siquiera pensaba en atacar. Su ejército se había desangrado.
Solo, a pie, lentamente y sin volverse, el mariscal Masséna fue el último en franquear el puente pequeño. Ya los marinos y los zapadores se disponían a desmontarlo. Unas carretas sin adra les, estrechas y largas, aguardaban los pontones que transportarían al otro lado de la isla Lobau para restaurar el puente flotante: faltaban quince embarcaciones. A las seis de la mañana finalizaba la batalla de Essling. Había más de cuarenta mil muertos en los campos.
Capítulo séptimo . DESPUÉS DE LA HECATOMBE
El coronel Lejeune pasó dos jornadas conflictivas en la isla Lobau. Le impacientaba la tardanza en reparar el puente, y esperaba un bombardeo desde que los austría cos de Hiller habían tomado posiciones en los pueblos abandonados. El enemigo intentaba fortificar el río y sin duda iba a traer cañones. Lejeune bebía agua de lluvia, tomaba el caldo de carne de caballo (que a Masséna le parecía delicioso) y no pensaba más que en la señorita Krauss, cuya huida ignoraba. Una vez reconstruido el puente grande, el coronel obtuvo permiso para ir a Viena. Compró demasiado caro un caballo de húsar y galopó hacia la casa de la Jordangasse, donde no encontró más que decepción y amargura. Primero se encolerizó y sufrió una crisis de locura furiosa, a pesar de las frases que Henri había preparado para contener la rabia y la pena previsibles de su amigo. Lejeune entró en la habitación de la infiel, la embustera, la remilgada, la diablesa, porque le achacaba todos los defectos, descolgó sus vestidos, los desgarró y pisoteó, la llamó traidora a gritos… La idea de que se había burlado de él, le había puesto en ridículo, era insoportable. Cuando hubo destrozado tres baúles y varios armarios, prendió fuego a sus croquis, sin que Henri pudiera salvar uno solo, y entonces se acostó vestido, sin aliento, los ojos fijos en el techo de madera pintada. Permaneció así durante varias horas. Henri, inquieto, aprovechó la visita diaria del doctor Carino para rogarle que cuidara al coronel. Lejeune envió al médico a paseo:
– ¡Lo que tengo, señor, no se cura con vuestras pociones! Henri seguía tomando sus medicinas, y la experiencia de la turbación de Lejeune le hacia recuperar las fuerzas. Una dolencia más grave de otra persona cercana consigue a veces que uno olvide la suya, y a menudo el cuerpo fisico se recupera mejor que el espíritu. Périgord le aportaba su ayuda, ya que había regresado a sus aposentos de la casa rosada, con su grueso criado y su cartuchera revestida de corladura que contenía un estuche de aseo. Périgord buscaba con Henri los medios para devolver a su amigo el buen humor, trataban de llevarle a la Opera, descubrieron en una librería ediciones excepcionales sobre los pintores venecianos. Périgord incluso había sobornado a uno de los cocineros de Schónbrunn, el cual acudía por la noche para preparar unos guisados irresistibles a los que Lejeune se resistía. Había perdido el apetito, y ya no quería escuchar música ni asistir a espectáculos ni leer. Se negaba a ir al cabaret, a tomar el aire en los jardines del Prater, a visitar la casa de fieras, a comerse un helado en el café del Bastión. Una mañana, Périgord y Henri entraron en su habitación con semblante resuelto.
– Vamos a llevaros a Baden, querido amigo -le dijo Périgord.
– ¿Para qué?
– Para refrescaros la cabeza, para ofreceros nuevas ideas y una pizca de alegría.
– Eso me trae sin cuidado, Edmond. Pero ¿qué es ese perfume que usáis?
– ¿No os gusta? Este perfume agrada a las damas, creedme. Tiene la virtud de atraerlas como por arte de magia. Deberíais utilizarlo.