Informado de esta peripecia, el emperador consintió en recibir a Staps. Su juventud le causó asombro, y se echó a reír.
– ¡Pero si es un chiquillo!
– Tiene diecisiete años, Síre-dijo el general Rapp.
– ¡Pues parece tener doce! ¿Habla francés?
– Un poco -respondió el muchacho.
– Vos traduciréis, Rapp. (A Staps.) ¿Por qué queríais apuñalarme?
– Porque sois el causante de la desgracia de mi país.
– ¿Acaso vuestro padre ha muerto en la batalla?
– No.
– ¿Os he perjudicado personalmente?
– Como a todos los alemanes.
– ¡Sois un iluminado!
– Mi salud es perfecta.
– ¿Quién os ha adoctrinado?
– Nadie.
Berthier dijo el emperador, volviéndose hacia el mayor general-, que venga el bueno de Corvisart…
Llegó el médico, le pusieron al corriente de la situación, observó al joven, le tomó el pulso y dijo:
– No sufre una agitación intempestiva, el corazón late a su ritmo normal, vuestro asesino goza de buena salud…
– ¡Ya veis! -exclamó Staps en un tono de triunfo.
– Señor -dijo el emperador-, si me pedís perdón, podréis marcharos. Todo esto no es más que un juego infantil.
– No voy a excusarme.
– Inferno! Ibais a cometer un crimen.
– Mataron no es un crimen sino una buena acción.
– Si os perdono, ¿volveréis a vuestra casa?
– Lo intentaré de nuevo.
Napoleón daba golpecitos con la bota en el entarimado. El interrogatorio empezaba a enojarle. Bajó los ojos para no seguir viendo al joven Staps y, cambiando de tono, dijo en voz seca a los testigos de la escena:
– ¡Que se lleven a este cretino con cara de ángel!
Esto equivalía a una condena a muerte. Friedrich Staps se dejó atar. Los gendarmes le empujaron hacia una puerta mientras el emperador salía por otra.
La vida seguía en Viena igual o casi igual que antes de la batalla. Daru había recibido autorización para requisar varios palacios a fin de establecer en ellos hospitales en condiciones. Los heridos habían sido evacuados de la isla, y descansaban entre sábanas blancas, con una rama en la mano para abanicarse y espantar las moscas. Se había puesto tarifa a las heridas: cuarenta francos por dos miembros cortados, veinte francos por un miembro y diez por las demás heridas si provocaban alguna disminución fisica. El tesorero Peyrusse gratificó con este donativo, según su cálculo personal, a diez mil setecientos heridos.
Como al doctor Percy le faltaba personal, a pesar de sus continuas quejas, y el número de heridos requería cuadrillas de enfermeros, ayudantes, cantineros, lavanderas, planchadores, el general Molitor le había dado permiso para conservar al tirador Paradis a su servicio:
– Este hombre no es adecuado para el combate -había aducido el médico-, lo que ha sufrido le ha dañado un poco, pero tiene dos brazos, dos piernas, es robusto y le necesito. Me será más útil que a vos.
Así pues, Molitor había firmado el cambio de destino sin refunfuñar. Por otro lado, esperaba la llegada de reclutas para cubrir las vacantes de su división. Y de esta manera, cierta vez que acarreaba un cubo de agua sucia, Paradis vio por primera vez a su emperador tan cerca que hubiera podido tocarlo: visitaba el hotel del Príncipe Alberto, convertido en hospital, para condecorar a los valientes lisiados sin piernas que lloraban de emoción.
Como no había sido posible llevar a Viena a los heridos más graves, los habitantes de Ebersdorf, delante de la isla Lobau, los albergaban. Al mariscal le habían amputado ambas piernas. Se alojaba en casa de un cervecero, en el primer piso, en una habitación encima de la cuadra. Durante cuatro días creyeron que iba a restablecerse, hablaba de prótesis, soñaba con el porvenir, imaginaba el modo de dirigir un ejército cuando uno carece de piernas, en un tonel, decía, como el almirante Nelson. El calor era extremo y llegó a los treinta grados. Las heridas se infectaban, la habitación apestaba. Un criado abandonó al mariscal a causa de los miasmas que no podía soportar, el otro cayó enfermo y Marbot, el fiel Marbot, se quedó solo a la cabecera de su mariscal. Se olvidaba de cuidarse la pierna, la cual se hinchaba e inflamaba. Velaba noche y día, recogía confidencias y esperanzas, ayudaba lo mejor que podía a los doctores Yvan y Franck, este último un cirujano de la corte austríaca que se había puesto a disposición de sus colegas franceses. Pero todo era inútil. El mariscal Lannes divagaba, ya no dormía, creía de veras que estaba en la llanura de Marchfeld, daba órdenes imaginarias, veía avanzar batallones en la niebla, oía los cañonazos. No tardó en dejar de reconocer a quienes le rodeaban, confundía a Marbot con su amigo Pouzet, a quien habían enterrado. Napoleón y Berthier le visitaban a diario, tapándose la boca con un pañuelo para no respirar aquel espantoso olor de carne en descomposición. El emperador había renunciado a hablar. Lannes le miraba como si fuese un desconocido. En toda una semana no pronunció más que una sola frase lúcida ante Napoleón:
– Nunca serás más poderoso de lo que eres, pero podrías ser más querido…
Los vieneses no pueden estar demasiado tiempo sin música. Una semana después de la batalla, el Teatro de Viena estaba lleno a rebosar. Los oficiales franceses ocupaban las cuatro hileras de palcos, a menudo acompañados de hermosas austríacas con vestidos de volantes, muy escotados, que agitaban ante sus gargantas desnudas y redondeadas abanicos de plumas. Aquella noche representaban el Don Juan de Moliére modificado para la ópera. Sganarelle salía a escena cantando y los decorados cambiaban a la vista. Los árboles del jardín, que parecían auténticos, giraban para transformarse en columnas de mármol rosa, un matorral revelaba al girar unas cariátides, la hierba se enrollaba para convertirse en una alfombra oriental, el cielo se decoloraba, monumentales arañas de luces pendían de las cimbras, las paredes se deslizaban, una escalera se desplegaba. Una multitud de coristas vestidas con dominós invadía el inmenso escenario para representar un baile de máscaras, y doña Elvira cantaba la invitación que había recibido de don Juan. Los espectadores participaban, llevaban el compás, se levantaban, lanzaban vivas, ovacionaban, exigían que se cantara de nuevo un aria que les había complacido. A Henri Beyle y LouisFrançois Lejeune, este último con uniforme de gala, les gustaba aquel espectáculo tan vienés. Mientras hacía una cura de aguas en Baden, el coronel no había olvidado a Anna, pero su rencor era menos vivo, y unas jóvenes rubias habían logrado distraerle. En el palco, los dos amigos intercambiaban rápidos comentarios sobre los cantos y los decorados. Madame Campi, quien interpretaba a la hija del comendador, les parecía demasiado delgada y muy fea, pero su voz les encantaba.
– Dame el anteojo -pidió Henri a su amigo.
Lejeune le prestó el anteojo de larga vista que había utilizado en Essling para estudiar los movimientos de la artillería austríaca. Henri aplicó el ojo y tendió el instrumento al coronel.
– Mira, es la tercera corista empezando por la izquierda.
– Es mona -comentó Lejeune mientras miraba-. Tienes gusto.
– Decir de Valentine que es mona quizá no sea el término preciso. Bonita, sí, chispeante, también, juguetona, a menudo divertida.
– ¿Me la presentarás?
– Por supuesto, Louis-François. La veremos entre bastidores. Henri no se atrevió a precisar que Valentine era charlatana como una cotorra, pesada y excesiva, pero a pesar de todos sus defectos, ¿no era la clase de mujer que le convenía a LouisFrançois? Era todo lo contrario de Anna Krauss, le aturdía a uno. El Don Juan proseguía alejándose de Moliére. En el último acto, cuando la estatua del comendador se sumía bajo tierra, una nube de demonios cornudos atrapaba a Don Juan. En el escenario el Vesubio entraba en erupción y unos ríos de lava bien imitada fluían hasta el proscenio. Los demonios, riéndose sarcásticamente, hacían desaparecer al gentilhombre por el cráter, y caía el telón. Henri llevó a Lejeune hacia los camerinos, y en los pasillos se cruzaron con actrices semivestidas que se extasiaban bajo los cumplidos de sus admiradores.