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Señaló con la mano una fuente, un inmueble estrecho, la luz amarilla que destacaba las fachadas de una placita. Lejeune fingía no ver nada más. No era un oficial ordinario. De sus guarnicio nes y sus campañas se había traído una multitud de croquis y cuadros muy bien logrados. Cuando Napoleón era primer cónsul le había comprado su cuadro de la batalla de Marengo. En Lodi, en Somosierra, partía a la guerra como si estuviera delante de su modelo. Sus personajes, representados en movimiento, servían de apoyo, como en el asalto al monasterio de Santa Engracia de Zaragoza, donde en primer plano la gente se mataba ante una Virgen de piedra blanca. Lo que atraía de esa composición era el monumento arabizado, el cincelado del claustro, la torre cuadrada, el cielo. Y lo que destacaba en Aboukir era la luz cruda sobre la península, un calor que hacía vibrar los grises y amarillos. Así pues, Louis-François no miraba a los soldados achispados, sino que admiraba el aspecto del palacio Pallavicini, y el frontón del palacio Trautson le evocaba a Palladio. Este amor permanente por los objetos bellos había aproximado no hacía mucho a Louis-François y Henri Beyle, y de ahí nació una amistad que no quebraron ni las guerras ni las ausencias.

– Ya llegamos -dijo Lejeune cuando entraban en el barrio bastante elegante de la jordangasse.

De repente, al doblar una esquina, su caballo se encabrita.

Allá abajo, unos dragones entran y salen de una casa rosada con los brazos cargados de telas, vajillas, frascos y jamones ahumados que amontonan en un carricoche militar. «¡Ah, los muy cochinos!», exclama Lejeune, espoleando a su montura para irrumpir en medio del enjambre de ladrones. Estos, sorprendidos, dejan caer un cofre, que se parte. Uno de ellos pierde su casco en el bullicio, otro gira sobre sus talones y acaba chocando con el muro. Henri se aproxima. Sin bajar del caballo, pero dentro del vestíbulo, su amigo distribuye golpes de fusta y puntapiés.

– ¡La ciudad es nuestra, mi oficial! -dice un alto coracero cuyo capote es el sayal de un monje español cortado al efecto. Lleva espuelas en las alpargatas y parece decidido a proseguir con la mudanza.

– ¡Esta casa no! -grita Lejeune. -¡Toda la ciudad, mi oficial! -¡Fuera de aquí o te vuelo la cabeza!

Lejeune arma su pistola de arzón y apunta a la frente del insolente, el cual sonríe.

– ¡Muy bien, disparad, mi coronel!

Lejeune le golpea violentamente con el cañón de su arma. El otro, alcanzado en un carrillo, escupe tres dientes y sangre. Entonces desenvaina el sable, pero sus compañeros le retienen y le sujetan los puños.

– ¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí! -grita Lejeune con la voz quebrada.

– ¡Si vas al combate, mi oficial, no me des nunca la espalda! -gruñe el hombre con el maxilar sangrante.

– ¡Fuera! ¡Fuera! -ordena Lejeune, golpeando al azar espaldas y cabezas.

Los soldadotes abandonan la plaza devastada. Dejan gran parte de su botín y montan a caballo o se sujetan a los lados del carricoche, que se pone en marcha. El alto coracero con capote pardo muestra el puño y dice bramando que se llama Fayolle y que siempre da en el blanco.

Lejeune tiembla de rabia. Finalmente desmonta, sube la pequeña escalinata de la entrada y ata el caballo en la argolla de la puerta. Un teniente sin sombrero ni guerrera, desplomado en la única banqueta, respira de un modo entrecortado y estertoroso. Es su ordenanza, y no ha podido intervenir contra los saqueadores. Henri se ha unido a ellos en el fondo del vestíbulo, interminable y austero.

– ¿Han subido a los pisos?

– Sí, mi coronel.

– ¿La señorita Krauss? -Con sus hermanas y -¿Estabas solo? -Casi, mi coronel. -¿Périgord está ahí? -En su aposento del primer piso, mi coronel.

Seguido por Henri, Lejeune sube a toda prisa la empinada escalera principal, mientras el ordenanza recoge las vituallas olvidadas por los dragones.

– ¡Périgord!

– Entrad, amigo mío -responde una voz que resuena en los pasillos vacíos.

Lejeune y Henri pisándole los talones entran en un amplio salón sin muebles donde, ante un espejo con marco de caoba, Edmond de Périgord, en pantalón rojo y con el torso desnudo, se aplica cera al mostacho para mantener las guías erguidas, ayudado por su criado personal, un regordete mofletudo, con peluca y librea que luce galones plateados.

– ¡Périgord! ¡Habéis dejado que esos militarotes invadieran la casa!

– Es preciso que los brutos se diviertan antes de entrar en combate…

– ¡Divertirse!

– Una diversión querido mío, tienen de bruto, desde luego. Tienen hambre, sed, no son ricos y se saben condenados a morir.

– ¿Han subido a los aposentos de la señorita Krauss?

– Tranquilizaos, Louis-François -dijo Périgord, mientras encaminaba a su colega a las antecámaras del primer piso.

Dos dragones estaban tendidos sobre los escalones de una segunda escalera que conducía a los pisos.

su ama de llaves, mi coronel.

– Estos imbéciles querían saquear un poco por ahí arriba -dijo Périgord en voz cansada-. Se lo he prohibido y han tratado de abrirse paso a la fuerza…

– ¿Los habéis matado?

– Oh, no, no lo creo. Han recibido al vuelo una silletazo en plena cara. Os ruego que me creáis, querido mío, esas sillas son endiabladamente pesadas. Dicho esto, es posible que al caer se hayan torcido el cuello, no los he mirado de más cerca. De todos modos, haré que se los lleven.

– Gracias.

– De nada, querido mío, por algo soy naturalmente galante. Henri, un poco atónito por la escena que acababa de presenciar, siguió de nuevo a su amigo, quien ahora corría por la escalera y los pasillos hasta una puerta maciza, a la que llamó al tiempo que decía:

– Soy yo, el coronel Lejeune…

Périgord, tras ponerse una bata llena de adornos y brocados, se había reunido con ellos. Sólo tenía erguido la mitad del mostacho. Mientras Lejeune llamaba a la puerta, su colega hablaba con Henri como si se tratara de una velada en el Trianon.

– El pillaje forma parte de la guerra, ¿no os parece?

– Me gustaría no creerlo así -dijo Henri.

– Recordad la historia de aquel veterano de Antonio que había intervenido en la campaña de Armenia. Había mutilado la estatua de la diosa Anaitis para llevarse un muslo. Al volver a casa, revendió la pierna de la diosa, se compró una casa en la región de Bolonia, tierras, esclavos… ¿Cuántos legionarios romanos, querido mío, volvieron con el oro robado en Oriente? Eso sirvió para el desarrollo de la industria y la agricultura en la llanura del Po. Veinte años después de Actium, la región era floreciente…

– Basta, Périgord -dijo Lejeune-. ¡Interrumpid un poco vuestras lecciones de historia!

– Lo cuenta Plinio.

Por fin se abrió la puerta y apareció una mujer mayor con un turbante de crepé blanco. Lejeune, que había nacido en Estrasburgo, le habló en alemán y ella le respondió en la misma lengua.

Sólo entonces el coronel se tranquilizó. Hizo una seña a Henri para que le siguiera al interior de la habitación.

– Yo me voy -dijo Périgord-. Con este atuendo descuidado apenas estoy presentable.

Anna Krauss tenía diecisiete años, el cabello muy negro y los ojos verdes. Cerró el libro que fingía leer, se levantó cuando los hombres avanzaron hacia ella, tomó asiento en el borde del sofa para calzarse unas sandalias romanas y se levantó con una ágil lentitud. Su larga falda de percal de las Indias, muy fina, lucía un bordado de flores de jazmín. La imitación de un broche antiguo sujetaba una túnica de encaje sobre los hombros redondeados. Sus manos sin joyas, su actitud de fragilidad y firmeza al mismo tiempo, la estrecha cintura pero las caderas rotundas, así, a contraluz, con la luz que atravesaba las prendas ligeras para dibujar mejor el cuerpo, toda ella surgía como una alegoría contradictoria en medio de la guerra. Lejeune la miraba con los ojos humedecidos. Había tenido tanto miedo… Ambos se pusieron a hablar en alemán, en voz casi baja. Henri, apartado, tenía las sienes sudorosas, las mejillas enrojecidas, la mirada fija. Sentía calor y frío al mismo tiempo, no osaba moverse y contemplaba a Anna Krauss. El óvalo italiano del rostro de la muchacha se parecía a un cuadro, al pastel de Rosalba Carriera que él había apreciado hacía poco en casa de un coleccionista de Hamburgo, pero no, el terciopelo de aquella piel, que la luz solar filtrada a través de las ventanas suavizaba todavía más, era real.