Выбрать главу

– Este viene conmigo. Es un explorador.

– No tiene el uniforme, mi coronel.

– Lo tendrá.

Vincent Paradis se preguntó a qué podía parecerse un uniforme de explorador.

Con las mejillas azuladas por una barba de tres días, sucios y enfundados en andrajosos uniformes claros, dieciséis austríacos sin graduación estaban en pie en medio del calvero, torpes, apre tados unos contra otros como aves de corral, asombrados de estar todavía con vida. Respondieron dócilmente a las preguntas de Lejeune, el cual, muy cómodo en su papel, iba transmitiendo sus informaciones a Berthier.

– Pertenecen al 6.° cuerpo de ejército del barón Hiller.

– ¿Hay otros puestos avanzados? -preguntó el jefe de estado mayor.

– No saben nada. Dicen que el grueso de las tropas acampa ahí arriba, en el Bisamberg.

– Ya lo sabemos. ¿Cuántos hombres?

– Dicen que por lo menos doscientos mil.

– Una exageración. Dejémoslo en la mitad.

– Hablan de quinientos cañones.

– Pongamos trescientos.

– Hay otra cosa más interesante, afirman que el ejército del archiduque Carlos ha sido reforzado recientemente con destacamentos llegados de Bohemia y dos regimientos de húsares húngaros.

– ¿Cómo lo saben?

– Esos húngaros han hecho llegar grupos de reconocimiento hasta el Danubio. Han identificado sus uniformes, incluso han hablado con ellos.

– Bien -dijo Berthier-. Que los envíen a Viena. Servirán en nuestros hospitales.

Poco después, incluso antes de que Lejeune preguntara por un nuevo uniforme para Vincent Paradis, suponiendo que tal cosa fuese posible, llegó un mensajero para informarle de que habían tendido el puente pequeño. La caballería de Lasalle y los coraceros de Espagne lo franquearían en seguida para ocupar los pueblos de la orilla izquierda, seguidos por el resto de la división Molitor. Lejeune fue a llevar estas órdenes.

Ahora estaba en la entrada del puente pequeño construido a toda prisa y agitado por el oleaje. Habían duplicado las tablas y la mayor parte de los pontones de apoyo estaban unidos a la orilla mediante gruesos cabos, pero el agua seguía subiendo y tanta improvisación molestaba a Lejeune, pero no importaba, la obra daba la impresión de que resistiría. Los cazadores de Lasalle pasaron por detrás del general, con su eterna pipa curva en la boca y el mostacho enmarañado, y una vez llegados a la otra orilla obligaron a sus caballos a saltar el talud para desaparecer entre los árboles. Allí estaba Espagne, corpulento, de cara cuadrada, muy pálido, los carrillos comidos por unas patillas negras y tupidas, contemplando a sus coraceros que trotaban sobre el puente bamboleante. Tenía una expresión de inquietud en el semblante, pero no se produjo ningún incidente. Uno de los jinetes cruzó intencionadamente su mirada con la de Lejeune. Aquel tipo fornido, de casco adornado con crines y manto pardo, era Fayolle, a quien Lejeune había golpeado en la cara la otra noche, cuando saqueaba la casa de Anna Krauss. Atrapado en el movimiento de las tropas, Fayolle tuvo que contentarse con fruncir las cejas, y franqueó a su vez el puente pequeño para desaparecer con el escuadrón detrás de la profunda espesura en la otra orilla. A continuación, según el plan previsto por el emperador y llevado a cabo por Berthier, siguió la división Molitor en pleno, excepto Paradis, quien se sentía feliz y veía a sus compañeros de la víspera que transportaban las piezas de artillería con la fuerza de sus brazos. El tirador se pegaba a los faldones de Lejeune, temeroso de que le olvidara, y se arriesgó a preguntarle:

– ¿Qué hago, mi coronel?

– ¿Tú? -respondió Lejeune, pero no tuvo tiempo para proseguir, pues se oía un fragor de disparos en la orilla izquierda.

– ¡Ah! Ya empieza… -dijo el coracero Fayolle a su caballo, dándole unos golpecitos en el cuello.

Unos ulanos se habían dejado tirotear por los soldados de infantería franceses en el linde de un bosque, y se les veía huir al galope por los verdes campos. El general Espagne envió a Fayolle y dos de sus compañeros a examinar el terreno. Los lugareños habían huido de Aspern y Essling, su éxodo había sido observado a través del catalejo, sus carros sobrecargados, los animales y los niños, pero tal vez quedaban francotiradores capaces de hostigar y matar por la espalda. Fayolle y los otros dos avanzaban al paso en aquel paisaje interrumpido por praderas, grupos de árboles y charcas, protegidos por los oquedales, casi nunca al descubierto. Llegaron primero a Aspern, a orillas del río. Dos largas calles convergían hasta desembocar en una placita ante el campanario cuadrado de la iglesia. Los exploradores desconfiaban sobre todo de las callejas transversales, en los recodos de las casas bajas de mampostería, idénticas, con un patio delante y, en la parte posterior, un jardín cercado por un seto vivo. Un muro rodeaba la iglesia, donde podían refugiarse tiradores, pero no artillería. Una casa maciza, contigua al cementerio, con un jardín cerrado por un muro de tierra, debía de ser el presbiterio. Los hombres observaron estos detalles. Algunos pájaros emprendieron el vuelo ante la proximidad de los caballos. Por lo demás, no se oía ningún sonido humano. Los coraceros se volvieron un momento para examinar las ventanas, y entonces se cruzaron con una patrulla de los cazadores de Lasalle a quienes dejaron la inspección del pueblo para encaminarse al campanario vecino de Essling, que se atisbaba al este, a unos mil quinientos metros. Avanzaron hasta allí a través de los campos despejados, evitando los hoyos llenos de agua y barro.

Fayolle entró el primero en la desierta población de Essling. El pueblo se parecía al anterior, aunque era más pequeño, con una sola calle principal y casas no tan agrupadas pero similares. Era preciso mirar por todas partes, percibir el menor sonido anormal. Sin duda no había nada que temer, pero aquellos pueblos fantasmas causaban desazón. Fayolle trataba de imaginarlos vivos, con hombres y mujeres bajo los robles del paseo y, en los huertos, inclinados sobre sus verduras. Allí debía de haber un mercado, allá cuadras, más allá un granero. «¿Y si visitara los graneros? -se preguntó-. No han debido de llevárselo todo.» En aquel instante un rayo de sol incidió en el casco y en sus ojos. Alzó la cabeza hacia el segundo piso de una casa blanca. ¿Era un rayo reflejado por los adoquines o alguien escondido que habría empujado una ventana? Nada se movía. Confió su caballo a uno de sus acólitos y trató de abrir la puerta de madera con el otro. La puerta tenía echado el cerrojo. Dio en vano un fuerte puntapié en la cerradura, que resistió, y se volvió para sacar la pistola de la funda de arzón y reventar la tosca cerradura.

– Eso no es discreto -dijo el otro coracero, que se llamaba Pacotte.

– Si hay gente, ya nos han visto. Y si sólo hay un gato o una lechuza, qué más da.

– Claro, nos los comeremos encebollados.

Entraron en la casa con cautela, la pistola amartillada en una mano y el sable en la otra. Fayolle abrió los postigos con un hombro para ver bien. La sala estaba poco amueblada, sólo había una mesa ancha, dos sillas con asiento de paja, un cofre de madera abierto y vacío. Las cenizas de la chimenea estaban frías. Una empinada escalera daba acceso a los pisos superiores.

– ¿Subimos? -preguntó Fayolle al coracero Pacotte.

– Si eso te divierte…

– ¿Has oído?

– No.

Fayolle se quedó inmóvil. Había percibido el chirrido de una puerta o un crujido en el suelo de tablas.

– Es el viento -dijo Pacotte, pero en voz más baja-. No sé a quién se le ocurriría quedarse en esta ratonera.

– Tal vez una rata, precisamente. Vamos a echar un vistazo…

Puso el pie en el primer escalón y titubeó, el oído aguzado. Pacotte le empujó y ambos subieron. Arriba, en la oscuridad de la estancia, no se distinguía más que la vaga forma de una cama. Fayolle avanzó a tientas a lo largo del muro hasta que notó bajo los dedos el cristal de la ventana, que rompió de un codazo y cuyo postigo abrió sin soltar el sable. Se volvió. Su compañero se encontraba en lo alto de la escalera. Estaban solos. Pacotte abrió una puerta baja y Fayolle entró en la habitación contigua, donde algo o alguien le saltó encima. Se debatió y notó la hoja de un cuchillo rechinar contra su ventrera tras haber desgarrado el manto pardo. Estiró los brazos y lanzó a su agresor contra el muro. En la semioscuridad le traspasó de una violenta estocada a la altura del vientre. Veía mal, pero ahora notaba la sangre caliente embadurnándole la mano que sostenía el arma en un cuerpo sacudido por espasmos. Entonces extrajo el sable con un movimiento brusco y su enemigo cayó al suelo. El coracero Pacotte se había apresurado a abrir la ventana para iluminar la escena: un hombre gordo y calvo, con calzón de piel, estaba tendido y era presa de estertores agónicos. La sangre le afluía a borbotones a los labios, y sus ojos en blanco parecían huevos duros sin la cáscara.

– No están mal estos zapatones, ¿eh, Fayolle?