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– La chaqueta tampoco, un poco corta quizá, ¡pero este cerdo la ha ensuciado!

– Me quedo con los tirantes, de terciopelo, nada menos…

Y se agachó para quitárselos al moribundo, pero los dos hombres se sobresaltaron. Alguien a sus espaldas acababa de ahogar un grito. Era una campesina joven con refajo plisado, encajada en un ángulo, detrás de un montante de la cama. Se había llevado ambas manos a la boca y abría unos ojos inmensos y negros. El coracero Pacotte apuntó a la muchacha, pero Fayolle le bajó el brazo.

– ¡Quieto, idiota! No vale la pena matarla, por lo menos no en seguida.

Se le acerca. Su espada gotea sangre. La austríaca se acurruca. Fayolle le coloca la punta del sable bajo el mentón y le ordena que se levante. Ella no se mueve. Está temblando.

– Sólo entiende su jerga, Fayolle. Hay que ayudarla.

Pacotte le coge el brazo para alzarla contra la pared, en la que ella se apoya con las piernas temblorosas. Los dos soldados la contemplan. Pacotte silba de admiración porque la joven está metida en carnes, como a él le gusta. Fayolle da la vuelta al sable, enjuga el reverso en el corsé azul de la joven campesina y entonces hace saltar con el filo los botones plateados y rasga el camisolín de encaje. Seguidamente, con un gesto rápido, le quita el gorro de paño. El cabello de la austríaca le cae sobre los hombros; tiene reflejos dorados como de seda india y son muy lisos y brillantes.

– ¿La llevamos a los oficiales?

– ¡Estás loco!

– Puede que haya otros puñeteros labriegos con cuchillas u hoces que nos vigilan.

– Vamos a reflexionar-dijo Fayolle, arrancando el refajo de la muchacha y lo que quedaba del camisolín-. ¿Ya has conocido a las austríacas?

– Todavía no. Nada más que alemanas. -Esas no saben decir que no. -Tienes razón.

– Pero ¿y las austríacas?

– Por su cara, ésta nos dice que no o algo peor.

– ¿Tú crees? (A la muchacha.) ¿No nos encuentras guapos? -¿Te asustamos?

– Date cuenta-dijo Fayolle, cloqueando-, ¡si yo estuviera en su lugar, tu jeta me daría miedo!

En el exterior, el tercer coracero les llamaba y Fayolle se acercó a la ventana.

– ¡No berrees así! Hay francotiradores…

Se interrumpió a media frase. Abajo, el coracero no estaba solo. Sonidos metálicos, polvo, ruido de cascos de caballo… la caballería acababa de cercar Essling y el general Espagne en persona esperaba ante la casa.

– ¿Habéis localizado alguno? -preguntó.

– Desde luego, mi general -dijo Fayolle-. Hay un gordo que quería despedazarme vivo.

El coracero Pacotte arrastró hacia la ventana el cuerpo del campesino y lo colocó en equilibrio sobre el borde antes de voltearlo. El cadáver se estrelló contra el suelo como un fardo blando y el caballo de Espagne se hizo a un lado.

– ¿Hay más?

– Sólo hemos puesto a éste fuera de combate, mi general…

Entonces Fayolle dijo entre dientes a su compañero:

– ¿Eres tonto o qué? Podríamos habernos quedado con los zapatones, parecían buenos, en todo caso más que mis alpargatas…

– ¡Eh, los de ahí arriba! -gritó una vez más el general-. ¡Bajad! ¡Hay que visitar todas esas barracas y limpiar el pueblo!

– ¡A vuestras órdenes, mi general!

– ¿Y la muchacha? -preguntó Pacotte a Fayolle.

– La guardamos para luego.

Antes de regresar al batallón, Fayolle y el otro rasgaron a tiras el refajo azul y los encajes para atar a la campesina. Le metieron el gorro en la boca, anudándolo en la nuca con los tirantes de terciopelo quitados al muerto, y la arrojaron sobre un colchón relleno de crines. Antes de marcharse, Fayolle le dio un beso en la frente.

Sé juiciosa, mi niña, y no te inquietes. Eres tan guapa que uno no puede olvidarte. ¡Vaya! A nuestro botín de guerra le arde la frente…

– Debe de tener fiebre.

Los dos rompieron a reír y se reunieron con sus camaradas.

Vincent Paradis removía los leños calcinados.

– Bastaría con soplar encima para que vuelva a encenderse el fuego, mi coronel.

– Nos han visto, se han largado…

– No lo creo. Sólo somos dos. Ellos eran más. Observad el monte bajo pisoteado por sus caballos.

Con su nuevo explorador, Lejeune había examinado el terreno mucho más allá de los pueblos, sospechando la presencia de espías en cualquier bosquecillo.

– Debían de ser los ulanos de hace un momento que se han ido a toda prisa -sugirió.

– O bien otros que no están lejos. Por aquí es fácil ocultarse. Un rumor de hojas les alertó y Lejeune amartilló su pistola. -No temáis, mi coronel -dijo Paradis-. Era un animal que ha saltado a ese haya. Está más asustado que nosotros.

– ¿Tienes miedo?

– Todavía no.

– Sin embargo, no pareces muy tranquilo.

– No me gusta destrozar los campos galopando por ellos.

A Lejeune le habían prestado un caballo de artillería para que montara su protegido con uniforme de tirador. Le miró y dijo:

– Mañana, en esta llanura verde, vamos a matarnos mutuamente a cañonazos. Habrá mucho rojo, y no serán precisamente flores. Cuando la guerra haya terminado…

– Habrá otra, mi coronel. Con el emperador, la guerra no terminará jamás.

– Tienes razón.

Volvieron grupas hacia Essling, sin apresurarse pero ojo avizor. Lejeune se habría rezagado de buena gana, para dibujar en su cuaderno de croquis un paisaje dulce y sin seres humanos. Las tropas seguían afluyendo al pueblo. En la plaza, delante de la iglesia, Lejeune reconoció a Sainte-Croix y unos oficiales de Masséna. El mariscal no debía de encontrarse lejos. En efecto, había visitado el pósito. Este granero, en el extremo de un paseo bordeado de robles, constaba de tres plantas de ladrillo y piedra tallada, y estaba unido a una granja de grandes dimensiones mediante un jardín rodeado por un muro. Tenía tragaluces en los tejados y aguilones con aberturas redondas y enrejadas donde podían emboscarse tiradores.

– He contado cuarenta y ocho ventanas -dijo Masséna a Lejeune-. Los muros tienen más de un metro de espesor, las puertas y los postigos están revestidas de chapa y son sólidos. Si es necesario, podremos parapetarnos ahí y resistir. Tomad, Lejeune, he pedido que anotaran las medidas exactas. Llevad estos datos al mayor general…

Masséna puso el papel en la mano del coronel, el cual le echó un vistazo: el edificio tenía treinta y seis metros de largo por diez de ancho, y las ventanas de la planta baja se abrían a un metro sesenta y cinco por encima del suelo…

– ¿Os quedáis en Essling, señor duque?

– No tengo la menor idea -dijo Masséna-, pero sí, me quedaré en esta orilla. ¿Hasta dónde habéis avanzado?

– Ese grupo de hayas que hay ahí abajo.

– ¿Y bien? ¿Habéis vuelto con las manos vacías?

– Hay rastros, pero no se ve a nadie.

– Ya, Lasalle dijo lo mismo, y Espagne también. Sus coraceros sólo han matado a un malintencionado, pero ¿por qué se había quedado ese imbécil? ¡Huelo a los austriacos a nuestro alrededor, y tengo buen olfato!

Masséna se acercó más para murmurar al oído de Lejeune:

– ¿Tenéis mi información?

– ¿Cuál, señor duque?

– ¡Seréis memo! ¡Los millones de los genoveses, naturalmente!

– Daru afirma que no existen.

– ¡Daru! ¡Claro! ¡Ese embustero se apodera de todo lo que brilla! ¡Como una urraca! ¡No teníais que preguntarle a Daru! Podéis retiraros.

Masséna entró refunfuñando en el pósito.

En el patio principal de Schónbrunn, encaramado a un eje, Daru desató al azar uno de los sacos de la primera carreta del convoy y exclamó enfurecido:

– ¡Cebada!

– No hay más avena, señor conde -dijo un adjunto, en un tono de voz que revelaba su fastidio.

– ¡Cebada! ¡Imposible! ¡La caballería necesita avena!

– La nueva cosecha todavía no está bastante alta, sólo hemos encontrado cebada…

– ¿Dónde se ha quedado el señor Beyle? ¡Ésa era su misión, por todos los diablos!

– Yo le sustituyo, señor conde.

– ¿Y ese perezoso?

– Sin duda está en cama, señor conde.

– ¿Con quién, queréis decírmelo por favor?

– Su fiebre habitual, señor conde. Tomad, tengo una nota que lo atestigua y que debía remitiros…

Daru le arrebató la nota, en la que leyó una baja por enfermedad en toda regla, firmada por Carino, un médico alemán, y refrendada por el cirujano jefe De la Garde. Como no podía criticarla, Daru fue incapaz de reprimirse y tomó un puñado de cebada que arrojó al rostro del adjunto.

– ¡Muy bien, nuestros caballos comerán cebada! ¡Marchaos! E hizo una seña al convoy para que se pusiera en marcha hacia la isla Lobau.

Una vez más, Henri sufría terribles jaquecas que trataba con belladona, pero más bien padecía una afección venérea, pues no había otra manera de nombrar esas enfermedades galantes, dolo rosas pero no demasiado graves, sobre las que uno sonreía entre amigos pero que le azoraban en compañía de las damas. Esta desventaja, a la que había terminado por acostumbrarse, no le impedía sin embargo librar por su cuenta otras batallas, pues no estaba en cama, a pesar de su auténtica fatiga y de unos sudores desagradables: se encontraba en el fondo del Prater, en un pabellón de caza en ruinas, no lejos de unas extravagantes construcciones que imitaban el estilo gótico. Unos meses antes, en París, se había prendado de una actriz fácil, llamada Valentine, cuyo nombre civil era sencillamente Louise, y como tantas de sus congéneres había seguido a las tropas hasta Viena. Henri le había dado aquella cita para romper con ella, porque no hacía más que soñar con Anna Krauss, y sus fiebres llevaban ese nuevo amor a la incandescencia. ¿Cómo dejar de lado a Valentine? Esta se había convertido en un obstáculo. Henri quería una libertad total. ¿Cómo anunciar la ruptura? ¿Con brutalidad? Henri no sabría desenvolverse de esa manera. ¿Con un hastío fingido? ¿Con frialdad? Sonrió para sí mismo. ¡Qué celoso había estado de Valentine! Se preguntaba cómo se había arriesgado a batirse en duelo con el amante oficial de la actriz, un coriáceo capitán de artillería a caballo. En ese caso sus jaquecas le habían librado de la herida o del ridículo. Valentina se retrasaba. ¿Tal vez se había olvidado de la cita? Se había fijado en ella aquel invierno en París, en el teatro Feydeau. La mujer cantaba en L'Auberge de Bagniéres una ópera cómica fresca y sin pretensiones de los señores Jalabert y Cateclass="underline"