Había tomado mi sombrerito, mi vestido de crepé amaranto, mi chal y mis zapatos punzó. Mi aspecto era encantador…
Ella llegó en calesa, vestida casi como en su canción, es decir, con la misma ligereza, pero su vestido de crepé era de color hortensia y llevaba botines de satén, una blusa muy bordada y un bonete de terciopelo negro con dos largas plumas. Su cabello moreno formaba tirabuzones en las sienes. Pálida, como lo exigía la moda, pero metida en carnes, arrugaba la nariz, imprimía un movimiento de vaivén a sus caderas y reía enseñando ex profeso los dientes impecables.
– Amore mío! -exclamó en un italiano cruzado con el acento de los arrabales.
– Valentine…
– ¡Ya está! ¡El teatro de la puerta de Carintia abrirá de nuevo, y el de Viena también!
– Valentine…
– ¡Voy a actuar ahí, Henri! ¡Es un sueño! ¡Yo en el escenario, aquí, en la capital del teatro! ¿Te das cuenta, pichoncito mío?
Sí, claro, el pichoncito se daba cuenta, pero no lograba articular una frase, apenas tenía el valor de disipar la exaltación de la bonita comedianta.
– ¡Hay cuatro filas de palcos! ¡Y además los decorados cambian a la vista! ¡Sobre el escenario hasta el Vesubio entrará en erupción!
– ¿Una ópera sobre Pompeya?
– Nada de eso, es Don Juan.
– ¿De Mozart?
– ¡De Moliére, hombre!
– Pero, Valentine, tú eres ante todo una cantante.
– Es una obra cantada del principio al fin.
– ¿Don juan? ¿De Moliére?
– ¡Así es, gordísimo tonto de capirote!
Henri frunció el ceño. No se creía nada tonto y detestaba las alusiones a su peso. Se salvó mediante una evasión, pensando que la huida es a veces la más hábil de las soluciones, por lo me nos en el amor. Le castañeteaban los dientes, tenía escalofríos a pesar de la suavidad de aquel mes de mayo y eso iba a serle útil. Se enjugó la frente con el pañuelo, apenas forzando su expresión doliente.
– Estoy enfermo, Valentine.
– ¡Voy a cuidarte!
– No, no, tienes que repetir las canciones de Moliére.
– Ya me arreglaré. ¡Mira, me ayudarás a aprenderlas!
– No quiero que me lleves a cuestas como una cruz.
– No te preocupes, pichoncito mío, soy lo bastante animosa para simultanearlo todo, mi carrera y tú, ¡quiero decir tú y también mi carrera!
– Estoy persuadido, Valentine…
– ¿Aceptas?
– No.
– ¿Debes abandonar Viena?
– Es probable.
– ¡Entonces te seguiré!
– Sé razonable…
Qué manera de meter la pata, pensó Henri al pronunciar esas palabras, ¿cómo podía uno apelar a la razón de Valentine? Ella lo tenía todo excepto eso. Se estaba embrollando. Cuanto más lastimoso se mostraba, tanto más atenta y cariñosa se volvía ella. Sonaron las campanas de todas las iglesias.
– ¡Ya son las cinco! -dijo Valentine.
– Las seis -mintió Henri-, las he contado…
– ¡Oh, me estoy retrasando terriblemente!
– Anda, date prisa y ve a probarte tus vestidos y aprender tu papel.
– ¡Te llevo en la calesa!
– Soy yo quien te lleva.
Henri dejó a la actriz en Viena, ante el teatro donde esperaba presentarse. Antes de abandonarle, le besó como una posesa. Él cerró los ojos y sólo respondió al beso imaginando los labios de otra a la que amaba en exceso y desde demasiado lejos. Valentine corrió hacia la entrada del teatro y, bajo el peristilo, se volvió muy rápido para hacer un último gesto con la mano enguantada. Henri suspiró. «¡Qué cobarde soy!», se dijo, y entonces dio al cochero la dirección de la casa rosa de la Jordangasse donde se alojaba desde hacía tres noches. Olvidados la guerra, su dolencia y sus amigos, sólo soñaba en la señorita Krauss, poseedora a la perfección de todas las cualidades. Henri la inventaba a cada instante. Él, que la semana anterior ponía a Cimarosa por encima de todos los músicos, ahora tarareaba a Mozart. Por la noche, Anna y sus hermanas lo tocaban al violín sólo para él en su gran salón vacío.
En la isla Lobau no había más que una casa de piedra, un antiguo lugar de cita donde los príncipes de Habsburgo iban a refugiarse de las tormentas repentinas. El señor Constant colocaba leños en la chimenea del piso superior. Los criados limpiaban, barrían, disponían los muebles traídos en furgones desde el vecino castillo de Ebensdorf, donde el emperador había pasado la noche. Los cocineros desembalaban sus cacerolas y espetones, el indispensable queso parmesano con que Su Majestad acompañaba toda comida, sus macarrones preferidos, su chambertin. Dos lacayos montaban el lecho metálico. Los chambelanes vigilaban y activaban los preparativos.
– ¡Daos prisa!
– ¡La vajilla! ¡Los candelabros!
– ¡El tapiz ahí, en lo alto de la escalera!
– ¡Lo siento mucho, señor mariscal, pero es la casa del emperador!
El mariscal Lannes tenía menos estilo y era bastante más corpulento y fuerte que aquel chambelán que le prohibía el paso. Le agarró por las vueltas plateadas de su uniforme y lo atrajo brusca mente hacia sí. Al oír los chillidos del criado y los gruñidos del mariscal, cuya fuerte voz conocía, Constant acudió. Fue preciso ceder ante aquel descarado, y Lannes se instaló en la planta baja, en una sala provista de paja. Se asignó incluso una palmatoria, una silla y un escritorio sobre el que depositó el sable y el bicornio cargado de plumas. Lannes era célebre por los accesos de cólera que contenía pero que le enrojecían el rostro; por lo demás tenía un semblante apacible, las facciones cuadradas, el cabello claro con los mechones cortos y ondulados. A los cuarenta años, todavía conservaba el vientre liso y se mantenía erguido, a causa de una rigidez en el cuello, una herida recibida en San Juan de Acre… de la que se acordaba aquella noche, cuando el dolor le hacía llevarse una mano a la nuca… Fue en el decimosegundo asalto a la ciudadela, y él había escalado los recintos amurallados a paso de carga con sus granaderos. Su amigo, el general Rambaud, casi había llegado al serrallo de Djezzar-Pacha, pero no había recibido los refuerzos deseados, y estaba parapetado en una mezquita con sus hombres. Lannes volvió a ver los fosos rebosantes de cadáveres de turcos. El general Rambaud había sido mortalmente herido. A él, alcanzado en la cabeza, le habían dado por muerto. Al día siguiente volvía a montar y adiestraba a sus soldados en las colinas de Galilea…
El mariscal estaba fatigado tras quince años de combates y peligros. Acababa de dirigir el espantoso sitio de Zaragoza. Rico, casado con la más bella y la más discreta de las duquesas de la corte, hija de un senador, habría podido retirarse con su familia en su Gascuña natal y ver crecer a sus dos hijos. Estaba cansado de partir sin saber jamás si regresaría de otra manera que metido en un ataúd. ¿Por qué le negaba el emperador esa tranquilidad? Al igual que él, la mayoría de los mariscales sólo aspiraba a la paz de los campos. Con el tiempo, aquellos aventureros se volvían burgueses. Davout construyó en Savigny unas chozas de mimbre para sus pollos de perdiz y, a gatas, les daba pan. A Ney y Marmont les encantaba la jardinería. MacDonald y Oudinot sólo estaban a gusto rodeados de sus lugareños. Bessiéres cazaba en sus tierras de Grignon, si no jugaba con sus hijos. En cuanto a Masséna, decía de su propiedad de Rueil, encarada hacia la cercana Malmaison, donde se retiraba el emperador: «¡Desde aquí puedo mearle encima!». Una orden les había obligado a trasladarse a Austria, al mando de unas tropas dispares y jóvenes, a las que ningún motivo poderoso impulsaba a matar. El imperio ya declinaba y no tenía más que cinco años. Ellos lo percibían, pero aún seguían adelante.