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Lannes pasaba con rapidez de la cólera al afecto. Un día escribió a su mujer diciéndole que el emperador era su peor enemigo: «Sólo ama por arranques, cuando te necesita». Luego Napoleón le había colmado de favores y los dos hombres se habían fundido en un abrazo. La suerte de cada uno estaba ligada a la del otro. Hacía poco, en las difíciles escarpaduras de una sierra española, el emperador se había aferrado a su brazo. A pie, bajo la tormenta de nieve que les azotaba, calzados con altas botas de cuero, resbalaban. Juntos habían asido la bolada de un cañón, y los granaderos les habían izado como en un trineo hasta lo alto del puerto de Guadarrama. Los recuerdos emocionados se mezclaban con las pesadillas. A veces Lannes lamentaba no haberse hecho tintorero. Se había enrolado pronto, y había destacado por sus temeridades en el ejército de los Alpes, a las órdenes de Augereau, cuando comenzaba la aventura… Tendido en la paja, pensaba en esos episodios contradictorios de su vida cuando Berthier entró en la estancia.

– Cuando hay alboroto, eres tú.

– ¡Tienes razón, Alexandre, arréstame para que pueda dormir en paz!

– Su Majestad te confía la caballería.

– ¿Y Bessiéres?

– Ahora es tu subordinado.

Lannes y Bessiéres se detestaban tanto como Berthier y Davout. El mariscal sonrió y cambió de humor.

– ¡Que el archiduque ataque! ¡Vamos a recibirle con el sable a punto!

En aquel momento llegaron Périgord y Lejeune, sin aliento, para anunciar al mayor generaclass="underline"

– ¡El puente pequeño acaba de romperse!

– Estamos separados de la orilla izquierda. Las tres cuartas partes de las tropas están bloqueadas en la isla.

La luna, en cuarto menguante, iluminaba débilmente la larga calle de Essling, pero bajo los árboles del camino que conducía al pósito, en la plaza o en la linde de los campos, el emperador había autorizado las fogatas de los vivaques: el enemigo debía de saber que el gran ejército había franqueado el Danubio, lo cual debía incitarle a atacar según el plan previsto, aunque fuese bien conocida la timidez del archiduque Carlos en la ofensiva. En realidad, la situación ardía por los cuatro costados. Las cantineras llenaban los vasos de aguardiente hasta el borde y recibían palmadas en sus nalgas redondas, se cantaban coplas vulgares, se devoraban las raciones y los hombres bromeaban a fin de darse ánimos para la batalla segura del día siguiente. Se habían desembarazado de las corazas y los cascos con crines que reflejaban el rojo de las fogatas. Se disponían a dormir bajo las estrellas, como sus caballos, protegidos por algunos centinelas que escrutaban la llanura sin ver nada, a menudo un poco borrachos. Algunos habían encontrado harina, una botella, un pato, muy poca cosa, ya que los aldeanos se lo habían llevado casi todo, las aves de corral, los barriles, el grano. Los coraceros ocupaban el pueblo ellos solos. Masséna había llegado a Aspern antes de que anocheciera, cerca del puente pequeño derribado por la corriente y que los zapadores reparaban a la luz de las antorchas, en el agua helada y agitada que les mojaba y les helaba los dedos.

Los oficiales, alrededor del general Espagne, se habían refugiado en la iglesia de Essling para pasar la noche. La balaustrada de madera pintada que dividía la nave servía para alimentar braseros que emitían humo y trazaban siluetas infernales en los muros. Espagne, en pie, envuelto en su manto, permanecía apartado, apoyado en el altar, y las formas que temblaban al capricho de las llamas no le tranquilizaban. Desde hacía varias semanas tenía presentimientos. Aquella campaña no le gustaba nada. Sin temor pero como si la sentencia estuviera en suspenso, callaba y pensaba en la muerte. Los coraceros conocían las supersticiones que turbaban a su general, aun cuando éste, con su semblante serio, nunca dejaba traslucir nada. Todos respetaban su silencio, cada uno se repetía su extraña historia…

Los soldados Fayolle y Pacotte habían tomado en la misma escudilla una sopa espesa y mal definida, pero que llenaba el estómago. Precisamente hablaban de su general. Pacotte, integrado desde hacía muy poco tiempo en el regimiento, no sabía nada de él, mientras que Fayolle estaba al corriente.

– Era en el castillo de Bayreuth. Llegamos tarde, él está fatigado y se acuesta. Yo no estoy lejos, en la gran escalera, con los demás, y he aquí que en plena noche oímos gritos.

– ¿Han tratado de matar al general?

– ¡Espera! El grito procede de su habitación, en efecto, y los oficiales de ordenanza corren, mientras que yo los sigo con los centinelas. La puerta está cerrada por dentro. La rompemos sirviéndonos de un canapé como ariete, entramos…

– ¿Y entonces?

– ¡Espera! ¿Qué es lo que vemos?

– ¿Qué veo?

– La cama está en medio de la habitación, volcada, con el general debajo.

– Y grita.

– No, está desmayado. Nuestro médico se apresura a sangrarle, le observamos, abre los ojos, aterrado, y se nos queda mirando. Está pálido, hay que darle unos polvos calmantes. Entonces dice, agárrate bien, Pacotte, dice: «¡He visto un espectro que quería degollarme!».

– ¿Ah, sí?

– No te rías, imbécil. La cama se ha volcado cuando luchaba contra ese espectro.

– ¿Te crees eso?

– Le piden que describa al fantasma, cosa que él hace con precisión, y ¿sabes quién era, eh? No, no lo sabes. Yo te lo diré. ¡Era la Dama Blanca de los Habsburgo!

– ¿Quién es ésa?

– Se aparece en los palacios vieneses cuando un príncipe de la casa de Habsburgo debe morir. Ya lo había hecho tres años antes, en Bayreuth. El príncipe Luis de Prusia se batió con ella como nuestro general.

– ¿Y murió?

– ¡Sí, señor! Cerca de Saalfeld, un húsar le cortó la garganta. El general, muy pálido, dijo en voz baja: «Su aparición anuncia mi muerte cercana», y se fue a dormir a otra parte.

– ¿Crees en esas pamplinas?

– Mañana veremos.

– ¡Pues tú, Fayolle, tú crees!

– ¡Muy bien! Te pido que esperes para estar seguros.

– ¿Y si matan al general? ¿Qué sería entonces de nosotros?

– Habríamos tenido la negra…

La desventura dejó al soldado Pacotte muy escéptico. En su villa de Ménilmontant no creían demasiado en esa clase de sandeces. Cuando le reclutaron era aprendiz de carpintero y tenía el hábito de las cosas concretas, tornear una pata de mesa, clavar tablas y derrochar su paga en los ventorrillos. Dio unas palmadas en la espalda de Fayolle, a quien impresionaba esa historia.

– Hay que cambiar de ideas, amigo mío. ¿Y si fuésemos a saludar a nuestra austríaca? Nos espera. ¡Atada como está, no creo que se transforme en fantasma!

– ¿Te acuerdas del sitio?

– Lo encontraremos. El pueblo no tiene más que una calle.

Descolgaron el farol de una carreta y se encaminaron a Essling, cuyas casas eran todas parecidas. Se equivocaron dos veces. «¡Maldita sea! -gruñó Fayolle-. ¡No la encontraremos nunca!» Más adelante, Pacotte reconoció a la luz del farol el cuerpo de su asaltante, al que nadie había enterrado. Los dos hombres se miraron sonrientes y empujaron la puerta. Pacotte dio un paso en falso y la vela del farol se apagó.

– ¡No fastidies, hombre! -exclamó Fayolle, y se envolvió una mano en la capa para extraer el vidrio quemante, mientras Pacotte golpeaba el eslabón. Por fin llegaron al piso y avanzaron hasta la habitación del fondo, donde la joven no se había movido.

– ¿Cómo se dice «buenos días, hermosa mia» en alemán? -preguntó Pacotte.

– No sé nada -replicó Fayolle.

– Duerme curiosamente bien…

Dejaron el farol sobre un taburete de tres patas y Fayolle, con el sable, cortó las ataduras. El coracero Pacotte, tras quitarle la mordaza, se guardó en el bolsillo los tirantes de terciopelo atados al cuello que la mantenían fija, y entonces se inclinó y besó a su prisionera en plena boca. Dio un salto atrás.

– ¡Diablo!

– ¿No sabes despertarla? -le preguntó Fayolle, divertido.

– ¡Está muerta!

Pacotte escupió en el suelo antes de limpiarse la boca con la manga.

– Sin embargo, nuestra muñeca no tiene los pies fríos -siguió diciendo Fayolle mientras palpaba a la joven.

– ¡No la toques, eso trae desgracia!

– ¿No crees en mis fantasmas pero ahora te castañetean los dientes? Sé fuerte, gallina.

– No me quedo aquí.

– ¡Pues vete! Déjame el farol.

– No me quedo aquí, Fayolle, eso no se hace, todo esto…

– ¡Y te crees un guerrero! -se burló Fayolle, desabrochándose el cinturón.

Pacotte bajó precipitadamente la escalera en la oscuridad. Una vez en el exterior, se apoyó en el muro de la casa y respiró a fondo varias veces. Se sentía mal, le flaqueaban las piernas. No se atrevía a imaginar a su cómplice, que se afanaba con aquella pobre campesina muerta, asfixiada por la mordaza, que él, Pacotte, había debido de apretar demasiado al anudarla. Tenía aspecto de fanfarrón, pero nunca había sentido deseos de matar. En combate, pase, porque no hay manera de sobrevivir si no es así, ¿pero allí?