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Esta vez la obedeció.

Napoleón fue al encuentro de Masséna, que vigilaba en el campanario de Aspern.

– Se aprestan, Sire -dijo el mariscal.

El emperador no respondió nada, tomó el anteojo de manos de Masséna y miró, apoyado en la espalda de un dragón: los vivaques salpicaban el horizonte de puntos rojos y vacilantes. Imaginaba la batalla en los campos, oía los cañonazos, los gritos, aquel estruendo que aterraba a Europa. «Una gran reputación es un gran ruido -pensaba-. Cuanto más ruido haces, más lejos te lleva. Las leyes, las instituciones, los monumentos, las naciones, los hombres, todo desaparece, pero el ruido sigue resonando a lo largo de los siglos…» Napoleón sabía que en aquella planicie de Marchfeld que se extendía ante él, Marco Aurelio había aplastado a los marcomanos del rey Vadomar como él iba a aplastar a los austríacos del archiduque. La evocación le satisfacía. En la época de los romanos no había trigales sino pantanos, cañizares, garzas, taludes cubiertos de brezo. Las legiones bajaban de los bosques de Bohemia donde se habían abierto una vía a hachazos, aniquilando de ordinario osos y bisontes. Ya no se trataba de aquel famoso ejército de campesinos del Lacio, pesado, ordenado, sino de centurias heteróclitas que avanzaban detrás de los hombres que tocaban trompas, con el torso semicubierto por pieles de fieras, jinetes marroquíes, ballesteros galos, bretones, iberos dispuestos a elegir entre sus prisioneros a los que enviarían a cavar en sus minas de plata de Asturias, griegos, árabes, sirios malos como hienas, getas con greñas color de paja y llenas de piojos, tracios con faldas de cáñamo. Y Marco Aurelio en esa riada, sin armas, sin coraza, reconocible de lejos por su manto púrpura…

Capítulo tercero . PRIMERA JORNADA

Al amanecer, una bruma de calor velaba la planicie. Ni un soplo de aire agitaba los trigales. Delante de los pueblos donde su ejército se preparaba, encor vado sobre su caballo de color claro, Napoleón, rodeado por sus mariscales, oficiales, ordenanzas y caballerizos, contemplaba aquel paisaje demasiado tranquilo. Los jefes reagrupados formaban un buen blanco, Berthier, Masséna, Lannes, Bessiéres, llegado de Viena, y los generales engalanados como para una revista, Espagne con la mandíbula apretada, Lasalle, de mostacho retorcido y mascando su pipa apagada, Boudet, Claparéde, Mouton, Saint-Hilaire, con el cuello de la guerrera subido, Oudinot, su expresión porfiada, el cabello cortado al rape pero las cejas pobladas, Molitor, de pelo áspero incluso en las mejillas y con la nariz delgada como una hoja de cuchillo, el imponente Marulaz, el vientre embutido en una faja de color amapola. La fuerte tensión impedía los gestos y las palabras. Inmóviles sobre los caballos de patas rectas que agitaban suavemente las crines, todo plumas y colores, festoneados, bordados, dorados hasta las botas cuya cera brillaba, aquellos héroes componían un cuadro anacrónico que Lejeune lamentaba no estar en condiciones de representar, aunque fuese a lápiz, a toda prisa, tanto le excitaba el desfase tan vivo que percibía entre la naturaleza y los soldados, la serenidad de una y la impaciencia de los otros. No ocurría nada. Lejeune meditaba sobre el poderío del decorado, capaz de modificar el sentido y el juego de los personajes que se le incorporaban. Pasó por su mente una de sus amantes provisionales, una alemana rosada que se bañaba en un torrente en Baviera: natural en la naturaleza, era hermosa, pero por la noche, cuando se quitaba de nuevo la falda en un salón cargado de colgaduras, fruslerías, muebles oscuros, también desnuda pero más seria, resultaba inquietante. Su abandono, su ligereza, sus trapos sobre la alfombra contrastaban con la decoración severa. «Es curioso -se dijo Lejeune-, pienso en el amor mientras espero la guerra…» Sonrió. La voz del emperador le trajo a esta última realidad.

– ¡Pero están dormidos! ¡Mierda de austríacos! Mascalzoni!

Nadie hizo ningún comentario ni mostró su aprobación. No era momento para servilismos, y probablemente, antes de que finalizara el día, algunos de aquellos príncipes, barones, condes y generales estarían muertos. La bruma se disipaba, ya sólo flotaba en franjas por encima de los campos. El azul del cielo era más profundo, los trigales más verdes. En el horizonte, sobre las pendientes de Gerasdorf, los austríacos habían formado pirámides de fusiles apoyándolos unos contra otros.

– ¿Qué es lo que esperan? -gritó el emperador.

– La sopa-dijo Berthier, mirando a través del anteojo de largo alcance.

– No es más que una retaguardia, Síre -refunfuñó Lannes-. ¡Vamos a derrotarlos!

– Mis jinetes no han encontrado nada en esos lugares -observó Bessiéres.

– No -repitió Masséna-, el ejército austríaco está ahí, muy cerca.

– Sesenta mil hombres por lo menos -dijo Berthier-, si mis informes son exactos.

– ¡Tus informes! -gruñó Lannes-: ¡Los prisioneros te han contado sandeces! Estaban sacrificados en esta dichosa isla, ¿qué saben ellos de las intenciones del archiduque Carlos?

– Esta noche los francotiradores han degollado a uno de mis hombres -intervino Espagne en un tono inexpresivo.

– ¡Eso es! -siguió diciendo Lannes-. ¡Francotiradores, merodeadores, y el grueso de los regimientos descansan en Bohemia!

– Sin duda esperan el refuerzo de su ejército de Italia… -añadió Bessiéres.

– Basta!

El emperador había gritado con irritación. Estaba cansado de oírles cotorrear. No tenía ninguna necesidad de sus consejos. Hizo un ligero gesto con la mano a Berthier y se alejó en compañía de su caballerizo Caulaincourt, del joven conde Anatole de Montesquiou, su ordenanza de cara fofa, los inevitables mamelucos traídos de Egipto que se las daban de importantes, con turbantes encopetados, pantalones turcos escarlata y lujosos puñales bajo el cinto. Entonces Berthier tomó la palabra en voz recia, sin mirar siquiera a los mariscales.

– Su Majestad ha ideado un dispositivo que debéis poner en marcha al instante. No debe haber ningún fallo. Estamos de espaldas al río, de donde llegarán tropas de refresco, el revituallamiento y las municiones. Se trata de oponer al enemigo una línea continua de un pueblo al otro. Masséna se apoderará de Aspern, con Molitor, Legrand y Saint-Cyr. Lannes ocupará Essling con las divisiones Boudet y Saint-Hilaire. Hay que bloquear el terreno desguarnecido entre los pueblos: los coraceros de Espagne y la caballería ligera de Lasalle se desplegarán bajo el mando de Bessiéres. ¡Manos a la obra!

No había nada que discutir. El grupo se disgregó y cada uno fue a incorporarse al puesto previsto. Berthier, pensativo, se dirigió al campamento. Lejeune y Périgord le flanqueaban.

– ¿Qué opináis, Lejeune? -preguntó el jefe de estado mayor.

– Nada, monseñor, nada.

– Decídmelo de veras.

– Esta luz me da ganas de pintar.

– ¿Y vos, Périgord?

– ¿Yo? Yo obedezco.

– Todos nos vemos reducidos a obedecer, hijos míos -suspiró Berthier.

Cruzaron en fila el puente pequeño que oscilaba por encima de la corriente. En la isla, Périgord colocó su caballo a la altura del de Lejeune y le susurró en un tono confidenciaclass="underline"

– Qué sombrío es nuestro mayor general.

– Debe de ser por la incertidumbre. El emperador parece elegir la defensiva, nos parapetamos, aguardamos. ¿Atacarán los austríacos? El emperador así lo cree. Debe de tener sus razones.

– ¡Señor! -exclamó Périgord, alzando los ojos al cielo-. ¡Ojalá sepa adónde nos lleva! Sin embargo, mi querido amigo, estaríamos mejor en París, o en Viena, ¡y nuestro mayor general en sus tierras con sus dos mujeres! Mirad, estoy seguro de que piensa en la Visconti…

Lejeune no le respondió. Todo el mundo estaba enterado del triángulo amoroso de Berthier y los tormentos que éste sufría. Desde hacía trece años estaba locamente enamorado de una mi lanesa de ojos grises, casada por desgracia con el marqués Visconti, un diplomático bueno, anciano y muy discreto, poco afectado por las incesantes infidelidades de su esposa demasiado bella y ardiente. Cuando Berthier resolvió seguir a Bonaparte a Egipto, abandonando a su querida, lo hizo lleno de aflicción. En medio del desierto, bajo la tienda, levantó una especie de altar a su Giuseppa, a quien escribía sin cesar cartas alocadas y salaces. Y esto duró largo tiempo. A la larga, esta pasión interminable le pareció a Napoleón ridícula. Berthier, nombrado príncipe de Neuchátel, se vio entonces obligado a elegir una auténtica princesa para fundar una apariencia de dinastía. Dócil, desgraciado y entre lágrimas se decidió por Elisabeth de Baviera, quien tenía el morro picudo y carecía de mentón, por lo que Giuseppa Visconti no estaría celosa. ¿Y qué sucedió dos semanas después de esta ceremonia obligatoria? El marqués murió en su lecho y Berthier no podía casarse con la viuda. Tuvo accesos de fiebre, estuvo al borde de la crisis nerviosa y fue preciso consolarle, sostenerle, recompensarle, aunque sus dos mujeres tuvieran que tolerarse mutuamente, se viesen con frecuencia y jugasen juntas al whist. Aquel domingo, al de mayo de 18o9, cuando se oía el fuego de los cañones austríacos, ése era el motivo de los suspiros de Berthier.