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– Ya veis, mis colegas de la intendencia se ocupan también de mi salud.

– Y la de estas señoritas.

Henri miró a Staps, con su aire angélico, su sonrisa ambigua. Aquel muchacho demasiado cortés le irritaba. Cabía dar un doble sentido a cada una de sus palabras. ¿Debía desconfiar? ¿Por qué? Henri olvidó sus sospechas al oír a Anna Krauss que bromeaba con sus hermanas menores, sin que él comprendiera a propósito de qué o de quién. Staps no tardó en intervenir en la conversación, en alemán, lo cual acabó por hacerle odioso a Henri. Éste, en el extremo de la mesa, los veía reír sin poder participar del jolgorio. Palideció y apretó los dientes, intentó levantarse y sintió malestar, un escalofrío. Inquieta de repente, Anna se apresuró a sostenerle. Como le tomaba del brazo y él notaba el calor de su cuerpo, Henri enrojeció como un tomate.

– ¡Le vuelven los colores! -exclamó Friedrich Staps en francés.

Henri habría querido morder a aquel pequeño imbécil.

Con la chaqueta desabrochada y las perneras del pantalón remangadas sobre los zuecos embarrados, Vincent Paradis no parecía un tirador y menos todavía un explorador. Se habría dicho que era un civil disfrazado. El ordenanza del coronel Lejeune había tenido que sacudirle para que se despertara. Bostezó, estirándose ante el Danubio amarillento, un río como no había visto otro jamás, ancho como un brazo de mar e inestable como un torrente, con caprichos y súbitas violencias. El sol empezaba a caldear y Paradis recogió su casco, se lo puso y ajustó el barboquejo de cuero bajo el mentón. ¿Quién habría inventado unos sombreros tan altos? Protegido por un oficial del estado mayor, se creía al abrigo en la isla de Lobau, y le divertía el trajín que distinguía a lo lejos, en la otra orilla, hacia las casas apretujadas y las granjas de Ebersdorf. Entonces oyó una música. Los clarinetes de la Guardia Imperial, en cabeza de las tropas que avanzaban ahora por el puente grande lleno de baches, tocaban una marcha de Cherubini compuesta para ellos. Seguían las banderas a rombos tricolores coronadas por un águila con las alas desplegadas y, a continuación, los impecables granaderos. A éstos no los soportaba nadie en el ejército, pues tenían todos los derechos y lo demostraban. El emperador los mimaba, por lo que eran arrogantes. Sólo montaban en primera linea al final de las batallas, para desfilar entre los cadáveres de hombres y caballos, comían en escudillas personales y, en general, viajaban en coches guarnecidos de paja o en simón, para reducir al mínimo las molestias. En Schónbrunn, donde habían acampado, la intendencia les había ofrecido calderadas de vino azucarado. Al igual que el emperador, usaban calzones de casimir debajo de las polainas de tela blanca. Dorsenne, su jefe, elegante hasta el exceso, con el cabello negro rizado con tenacillas y el semblante altivo de un habitual de los salones, comprobaba los botones de los uniformes, los pliegues falsos, la limpieza de las bayonetas por las que pasaba un dedo enguantado.

Los granaderos de la Guardia se aproximaban en tres filas, atravesando aquel interminable puente de tablones que descansaba sobre barcas de tamaños y formas desiguales y balanceadas por la corriente. A medida que avanzaban de una manera lenta y compasada, arrojaban al agua sus bicornios, y cada uno desanudaba de la mochila de quien le precedía aquel famoso gorro de piel de oso, metido en un estuche, antes de ponérselo.

– ¡Qué espectáculo! -exclamó el ordenanza de Lejeune, que presenciaba la escena detrás de Paradis.

– Sí, mi teniente.

– ¡Eso reconforta el corazón!

– Sí, mi teniente -repitió el tirador Paradis para no contradecir a sus bienhechores que le alejaban del frente, pero aquel ceremonial afectado le irritaba.

Tenían menos miramientos con los soldados de infantería, siempre en marcha, siempre encorvados bajo el peso de las armas, las piernas y los brazos destrozados, que dormían en el sue lo incluso bajo la lluvia, que reñían por ocupar un sitio cálido no demasiado lejos del fuego de los vivaques.

Llegó Lejeune, con las manos a la espalda y un aspecto huraño, lo cual no presagiaba nada agradable. Cogió a Paradis del hombro, con demasiado afecto, y se lo llevó hacia los ribazos. De repente Lejeune saltó hacia atrás, pues acababa de pisar una serpiente que se escurría entre las matas de hierba.

– No temáis -le dijo Paradis, sonriente-, es una culebra de agua y sólo come ranas y tritones.

– Sabes muchas cosas.

– Vos también, mi coronel, pero no son las mismas.

– Me has sido útil.

– Digo lo que sé, eso es todo.

– Oye…

– Parecéis molesto.

– Lo estoy.

– ¡Bien, ya está, lo he comprendido!

– ¿Qué es lo que has comprendido?

– Ya no tenéis necesidad de mí.

– Sí, hombre…

– ¿Y entonces?

– Los austríacos van a atacar, ya que el emperador así lo cree, y a partir de ahora serás más útil en tu división.

– Eso es precisamente lo que había comprendido, mi coronel.

– No soy yo quien decide.

– Lo sé. Nadie decide.

– Coge tus cosas…

El tirador regresó al campamento de oficiales, recogió su equipo, examinó sus armas y cartuchos y partió hacia el puente pequeño que unía la isla a la orilla izquierda, sin volverse. Lejeune habría querido gritarle que él no tenía nada que ver con aquello, pero eso no era del todo cierto, por lo que se calló, desolado, como si hubiera traicionado la confianza de un buen muchacho. Sin embargo, tanto allí como en la espesura de Aspern, donde Paradis iba a reunirse con la división Molitor, todos arriesgaban la piel.

– ¡Ah, se mueven! ¡Por fin! ¡Id terminando!

Inquieto y satisfecho a la vez, con esa excitación que precede a los combates antes de que corra la sangre, Berthier prestó su anteojo a Lejeune para asegurarse de que no tenía telarañas en los ojos. Estaban en lo alto del campanario de Essling, desde donde se abarcaba toda la planicie. Lejeune lo constató: el ejército austriaco recorría la planicie al paso, en una línea de arco de círculo.

– ¡Avisad de inmediato a Su Majestad!

Lejeune bajó corriendo los peldaños de madera de la escalera de caracol, corriendo el riesgo de golpearse contra una viga y engancharse los pies con las espuelas, cruzó la iglesia corriendo, salió por el gran pórtico abierto y encontró al emperador en la plaza, sentado en un sillón, los codos sobre una mesa en la que había desplegado un mapa preciso de la región que indicaba el menor relieve y casi los senderos ocultos por las mieses demasiado altas.

– Síre!-gritó Lejeune-.

– ¿Qué hora es?

– Mediodía.

– ¿Dónde están?

– ¡En las colinas!-¡Bravo! No estarán ahí antes de una hora.

El emperador se levantó frotándose las manos y, de buen humor, pidió su sopa con macarrones proporcionada por una cantina ambulante. Los marmitones avivaron el fuego de los braseros para recalentar el caldo y echaron la pasta ya cocida, aguijoneados por el emperador porque la comida no estaba lista. Berthier se presentó a su vez para confirmar la noticia.

¡Los austríacos avanzan!

– ¿Todo está en su lugar? -preguntó Napoleón.

– Sí, Síre.

Entonces se tomó la sopa, soltó un juramento porque quemaba, se vertió un poco en el mentón, reclamó a gritos el parmesano que se habían olvidado de servirle y entrecerró los ojos para saborear mejor, no el plato, sino sus pensamientos. A su alrededor, los oficiales le contemplaban, de repente tan tranquilo, y la sangre fría de su señor les devolvía la confianza, aunque tuvieran un nudo en la garganta antes de entrar en combate. Habían recibido unas órdenes claras, y tenían que cumplirlas al pie de la letra porque todo parecía previsto, incluso la victoria. El emperador conocía la habilidad estratégica del archiduque Carlos, su talento de organizador y sus vacilaciones, y por lo tanto sabría aprovecharse de todo ello. Obedeciendo a una señal, Berthier vertió chambertin en el vaso. En aquel momento Périgord llegó a la plaza, extenuado, saltó del caballo humeante y anunció: -Síre, el puente grande acaba de soltarse.

El emperador barrió con la manga la sopa y el vino, y se levantó enfurecido.

– ¿Quién me ha endilgado semejantes majaderos? ¡A esos pontoneros hay que fusilarlos por deserción delante del enemigo, eso es lo que se merecen!

– Sed más preciso -pidió Berthier a su edecán.

– Veréis -dijo Périgord, recobrando el aliento-, ha habido una crecida repentina, el agua ha subido demasiado rápido…

– ¿Y eso no estaba previsto? -rugió el emperador.

– Sí, Majestad, pero lo que no estaba previsto es que los austríacos, apostados lejos, corriente arriba, en un meandro del río, lanzaran contra nuestro puente barcas cargadas de piedras que han destrozado los maderos, roto las amarras…

– Incapaci! ¡Incapaces!

El emperador iba de un lado a otro, vociferando. Se detuvo y agarró a Lejeune por el dormán de piel.

– ¡Vos habéis pertenecido al cuerpo de ingenieros! ¡Id a colocar de nuevo ese puente!