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Los oficiales tradujeron la situación: más puente practicable significaba más contacto con la orilla derecha, el revituallamiento, las municiones, las tropas que llegarían de Viena y el ejército de Davout. Lejeune saludó, montó en el primer caballo a mano, el de Périgord, quien ante la urgencia no osó protestar, y se alejó, apretando el paso de la montura. El emperador deslizó una mirada circular y aviesa a los presentes y dijo en un tono helado:

– ¿Por qué os quedáis clavados en el suelo como espantapájaros? ¡Este contratiempo no cambia nada! ¡Volved a vuestros puestos, massa d i cretíni! ¡No servís para nada!

Luego conversó en privado con Berthier, súbitamente aplacado, como si hubiera fingido su cólera, y le dijo:

– Si han advertido al archiduque del accidente, y deben de haberlo hecho, querrá aprovecharse. Va a precipitar el movimiento y atacarnos en masa, porque imagina que estamos bloqueados en la orilla izquierda.

– Le recibiremos, Sire.

– ¡Los muy idiotas! ¡El Danubio está de nuestra parte!

– Ojalá pudiera oíros, Síre -masculló el jefe de estado mayor.

– ¡Périgord! -llamó el emperador-. Avisad al señor duque de Rivoli que los austriacos pueden aparecer a lo largo de ese meandro del Danubio que termina en Aspern…

Périgord también tomó prestado el primer caballo disponible, que por suerte estaba más fresco que el suyo, y partió para comunicar la orden al mariscal Masséna. El emperador le vio alejarse entre los bosquecillos, sonrió y murmuró a Berthier:

– Si lanzan embarcaciones para destrozar nuestro puente grande, Alexandre, es que ya se han instalado junto al Danubio. -Por lo menos una vanguardia…

– ¡No! Venid.

Napoleón empujó a su jefe de estado mayor hacia la mesa, dio la vuelta al mapa y, en el reverso, garabateó un plano a lápiz. Berthier miraba y escuchaba.

– Carlos envía tropas a través de la planicie, es la flecha A. -Sólo se les ve a ellos.

– ¡Exactamente! Entretanto, desde el Bisamberg, ahí, arriba y a la izquierda de mi plano, donde sabemos que los austriacos acampan desde hace días, envía otro ejército, sin duda más imponente, con cañones, que avanza a lo largo del Danubio: es la flecha B. Esperan llegar detrás de Aspern, atacar por sorpresa cuando les esperamos en otra parte, precipitarse detrás de nuestras líneas, rodearnos…

El emperador siguió garabateando con el lápiz y su plano se iba convirtiendo en un embrollo indescifrable, pero Berthier había comprendido.

Cuando cabalgaba rodeando un bosquecillo, Lejeune reconoció por sus penachos a los tiradores de Molitor. No quería retrasarse, pues en primer lugar no tenía tiempo que perder, y luego no quena encontrarse cara a cara, por un azar desagradable, con el soldado Paradis, quien tanto había esperado permanecer al lado del estado mayor y lejos del fuego. ¿Cómo explicarle que Berthier se había mostrado muy firme?: «Nada de favoritismos, Lejeme, y cada uno en su puesto. Enviad a su regimiento a vuestro cazador de conejos. ¡Nada de malos ejemplos!». Lejeune no había sabido responderle. En aquella fase de los acontecimientos, ¿para qué diablos podía servir un explorador? Había necesidad de artilleros y tiradores. Cierto que obedecer no borraba los remordimientos, pero la acción iba a barrerlo todo.

El coronel franqueó al paso el puente pequeño batido por el oleaje. El Danubio había crecido mucho, los tablones vacilaban y su caballo metía los cascos en los charcos. En la isla pudo seguir de nuevo el curso del río, y descubrió la catástrofe en el otro lado. El gran puente flotante estaba abierto por el medio y las fuertes olas que penetraban por la brecha seguían arrancando vigas. Las amarras se rompían una tras otra, demasiado tensas, y una parte de la obra corría el riesgo de ir a la deriva, pese a los esfuerzos de los pontoneros y los zapadores requeridos. Por medio de varas, bicheros, hachas y mangos de piqueta intentaban apartar las barcas lastradas con cascotes que los austríacos lanzaban a la corriente. Una de esas embarcaciones había encallado en la ribera de la isla y Lejeune la examinó. Era una barca pequeña, triangular y de bastante calado, que habían llenado de voluminosos pedruscos. Debido a su forma, había navegado dando vueltas y chocó a gran velocidad, por todos sus ángulos, con las embarcaciones encadenadas que sostenían el puente grande en la superficie del Danubio. Lejeune se dijo que había sido una locura tender a toda prisa un puente flotante sobre un río en crecida. Ahora el enemigo se aprovechaba, y con razón, pues era fácil. Echó pestes contra aquella chapuza por falta de tiempo, pero jamás se habría atrevido a decírselo a alguien. Habrían debido esperar a que el Danubio se apaciguara y volviera a encontrar su curso, dos semanas, un mes como mucho, y tender un puente sólido con postes clavados en el fondo. Estas especulaciones no servían para nada. Tenía que dirigir los trabajos de reparación, encontrar el medio de dispersar en las riberas las barcas y los troncos de árbol que enviaban los austríacos para destruir el frágil puente.

Con cierto cansancio, Lejeune se quitó los adornos del uniforme que podían ser un estorbo, y los dejó caer sobre la hierba: el sable, el casco, el portapliegos. Divisó a un oficial de ingenieros que se afanaba en desviar una de aquellas terribles barcas triangulares, con diez hombres que sostenían un grueso madero para detenerla, y aguardaban el choque. La veloz embarcación chocó con aquella especie de ariete improvisado, los hombres soltaron su presa, cuatro de ellos cayeron tumultuosamente al agua, pero lograron aferrarse a los postes y pontones todavía sujetos, golpeándose, gritando, tragando el agua fangosa, pero el proyectil derivó y volcó en la isla.

– ¡Capitán!

El oficial de ingenieros, empapado, con el mostacho goteante, tomó la mano que Lejeune le tendía y se alzó sobre el puente. No pidió nada y se puso a las órdenes del enviado del estado mayor con pantalones rojos. Eso le aliviaba.

– ¿Cuántas de nuestras barcas de sostén se han llevado, capitán?

– Una decena, mi coronel, y no hay manera de encontrar otras.

– Lo sé. Vamos a construir balsas.

– ¿Balsas? ¡Para eso se necesitan horas!

– ¿Tenéis otra solución?

– No.

– Reunid a vuestros hombres.

– ¿Todos?

– Todos. Van a cortar esos árboles, prepararlos, unirlos, clavarles tablas, asegurarlos con cuerdas, lo que os plazca, pero debemos disponer de las balsas lo antes posible, tantas como barcas desaparecidas.

– De acuerdo.

– Mirad, no todas las tablas del suelo se han perdido. Desde aquí veo que han quedado en la orilla de la isla. Que vayan a buscarlas.

– No hay tantas…

– ¡Son suficientes! ¡Restablezcamos el enlace con la orilla derecha a toda costa, y rápido!

– Rápido, lo que se dice rápido, mi coronel…

– Capitán -replicó Lejeune, manteniendo la calma-, los austríacos van a atacar de un momento a otro. Espero que alrededor de Ebersdorf, ahí delante, lo sepan y actúen.

Los soldados de Molitor se apretaban en un largo camino encajonado que enlazaba la zona trasera de Aspern con uno de los numerosos brazos muertos del Danubio. Habían cargado los fusiles y aguardaban en cierto modo como si estuvieran en una trinchera, al abrigo de aquel parapeto natural coronado de maleza. Creían que estaban en reserva, ya que los austríacos marchaban por la planicie, ante los pueblos, y tropezarían primero con la caballería o los cañones de Masséna. Inquietos, pero seguros de que no iban a sufrir el primer choque, algunos escuchaban para distraerse los relatos del brigada Roussillon, aunque se los sabían de memoria. Se había batido en todas partes, y haber sobrevivido le llenaba de orgullo, de modo que por enésima vez hablaba de sus heridas o de horrores que ponían los pelos de punta, por ejemplo, que en El Cairo un solo verdugo había decapitado a dos mil rebeldes turcos en cinco horas sin torcerse la muñeca. Vincent Paradis estaba separado de ese grupo. Temía estar viviendo su última jornada, y para no pensar en nada más que en lo inmediato, importunaba con una caña a una voluminosa tortuga, la cual se debatía con el caparazón en el fango y las patas al aire.

– Tu bicho nunca logrará volver a su posición normal -comentó otro tirador-. Tiene las patas demasiado cortas, como nosotros. ¡Si tuviera unas piernas más largas y que no me flaquearan, te juro que me largaría, y a toda prisa!

– ¿Y adónde irías, Rondelet?

– A meterme en un agujero, naturalmente, y esperar que pase todo esto. Envidio a los topos.

– Calla…

Paradis aguzó el oído. -¿Oyes, Rondelet? -Oigo los cuentos del brigada, pero no le escucho. -Los pájaros…

– ¿Qué? ¿Los pájaros?

– Han dejado de cantar.

Al tirador Rondelet lo mismo le daba. Mordió una galleta tan dura que estuvo a punto de romperse los dientes, y canturreó con la boca llena:

Viva, viva, Napoleón,

que nos da pato y pollo asado,

pan y vino a discreción.