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En el vivaque le esperaba un oficial con uniforme de gala. Era Marbot, el edecán favorito del mariscal Lannes, el cual le anunció con cierto embarazo:

– El señor mariscal Lannes me ha encargado que diga a Vuestra Excelencia que le ordena cargar a fondo…

Bessiéres se sintió insultado. Su semblante adquirió el color de la ceniza, y replicó en un tono despectivo. Jamás lo hago de otro modo.

La antigua enemistad entre los dos mariscales volvía a surgir a la menor ocasión. Los dos eran gascones, cada uno tenía celos del otro y se oponían desde hacía nueve años, cuando Lannes es peraba esposar a Caroline, la frívola hermana del primer cónsul. Acusaba a Bessiéres de haber apoyado a Murat contra éclass="underline" ¿acaso no había sido el testigo de ese matrimonio?

Berthier había instalado su cuartel general en los toscos edificios del tejar de Essling, que parecía un reducto con vigías en los tejados, tiradores en las ventanas e incluso cañones en la planta baja. Lannes entró furioso en la sala donde Berthier había desplegado sus mapas sobre caballetes, unos mapas que iba modificando según las noticias que le llegaban del frente o las órdenes del emperador.

– ¡La caballería es incapaz de liberarnos rompiendo el cerco! -dijo Lannes.

– A la larga lo conseguirá.

– ¿Y Masséna? ¡En su lado todo arde! ¿Cuántos ejércitos tendremos encima cuando Hiller haya terminado con él?

– Aspern no ha caído todavía.

– ¿Hasta cuándo? ¿Por qué no enviamos ahí el refuerzo de la Guardia?

– ¡La Guardia se quedará delante del puente pequeño para garantizar el paso a la isla!

El emperador acababa de entrar en la estancia, y había pronunciado esta última frase en un tono de disgusto. Apartó con rudeza a Berthier para consultar los mapas. Inquieto ante el cur so de los acontecimientos, no había podido soportar durante mucho tiempo permanecer al margen bajo los abetos de la isla Lobau. Napoleón comprendía que si el archiduque hubiera atacado antes, por la mañana, le habría vencido, pero la suerte aún podía dar un giro. La victoria de Austerlitz se había ventilado en quince minutos. El sol se pondría al cabo de hora y media, y había llegado el momento de replicar. Berthier explicó:

– Una parte del cuerpo de Liechtenstein ha reforzado las tropas de Rosenberg, Sire, pero Essling resistirá hasta la noche. Nuestros parapetos son sólidos.

– Por desgracia -añadió Lannes-, nuestros jinetes multiplican las cargas inoperantes que apenas nos alivian.

– ¡Deben derrotar a los austríacos en la planicie! -exclamó el emperador-. ¡Lannes, reunid a toda la caballería y lanzadla en bloque! ¡Atacad! ¡Llevad los cañones de Hohenzollern! ¡Volvedlos contra él! ¡Quiero que lo arraséis todo bajo un diluvio de fuego y hierro!

Lannes inclinó la cabeza y salió con sus oficiales. El gran puente flotante seguía sin estar consolidado, los soldados de Oudinot y Saint-Hilaire no podían acudir en su rescate. ¿Y si la caballería se perdía en ese asalto masivo? Los austriacos, estimulados, sin nadie que les cerrase el paso, se lanzarían en gran número y por todas partes contra los dos pueblos.

– ¿Qué opinas, Pouzet? -preguntó Lannes tomando el brazo de su viejo amigo, un general de brigada que le seguía de campaña en campaña y que no hacía mucho le había dado lecciones de estrategia.

– Su Majestad razona sin cesar de la misma manera. Sigue basando su acción en la rapidez y la sorpresa, como lo hiciera antes en Italia, pero en estas grandes planicies del norte de Europa el terreno se presta mal, y luego el movimiento, la ofensiva, requiere ejércitos ligeros y muy móviles, motivados, que viven en el país como bandas de condotieros. Pues bien, nuestros ejércitos se han vuelto demasiado pesados, lentos, fatigados, jóvenes, desmoralizados…

– ¡Cállate, Pouzet, cállate!

– Su Majestad ha leído a Puységur, Maillebois, Folard, y luego a Guibert y Carnot, quien quena restituir a la guerra su salvajismo. Lo que preconizaban Carnot y Saint Just era válido para su época. ¡Por supuesto, un ejército que tiene alma debe prevalecer sobre los mercenarios! ¿Dónde están hoy los mercenarios? ¿Y de qué lado están los patriotas? ¿No lo sabes? Te lo voy a decir: los patriotas toman las armas contra nosotros, en el Tirol, en Andalucía, en Austria, en Bohemia, y pronto en Alemania, en Rusia…

– Ves las cosas con precisión, pero cállate, Pouzet…

– No tengo inconveniente en callarme, pero sé sincero: ¿todavía crees en esto?

Lannes puso la bota en el estribo y montó en el caballo que le habían presentado. Pouzet hizo lo mismo, pero suspirando lo bastante fuerte como para que su amigo le oyera.

Unos pensamientos horrorosos nublaban el rostro de Anna Krauss. Imaginaba soldados bloqueados en una granja incendiada o tendidos en el suelo con el vientre abierto; seguía oyendo el estruendo de los cañones, la crepitación de las llamas, gritos diabólicos. No llegaba ninguna noticia fidedigna de la batalla, y los vieneses obtenían sus informaciones de los cotilleos, con la única certeza de que allá abajo, en la planicie, los hombres se mataban sin método desde hacía horas. La mirada de Anna se perdía en la luz rosada de un sol declinante que iluminaba los cristales. Había desatado, distraída, las tiras de sus sandalias romanas, y estaba acurrucada en un ángulo del sofá, silenciosa, las rodillas apretadas con los brazos. Le caía un mechón de cabello sobre la frente y no se lo alzaba. Sentado cerca de ella en un taburete acolchado, Henri se esforzaba por hablarle en voz suave, tanto para tranquilizarla como para serenarse, y si ella no comprendía el sentido exacto del francés, sus tonalidades calmantes reconfortaban un poco a la joven, no demasiado, porque a la voz de Henri le faltaba ese acento de sinceridad que no es posible simular. Había tomado las pociones repugnantes del doctor Carino y la fiebre le había dado un respiro. Contemplaba a Anna postrada, envuelta en su chal, mientras ensartaba las frases con una convicción fingida, hasta que se calló. Anna había cerrado los ojos. Henri se dijo que las vienesas tenían una fidelidad mística: cuando su amado estaba ausente, ellas se recluían. Anna no tenía de italiano más que la cara, era demasiado natural tanto en sus humores como en sus gestos, carecía por completo de coquetería y tenía un entusiasmo atemperado por la ternura. Henri habría querido anotar esas observaciones, pero ¿qué le habría parecido a Anna si se despertaba?

La joven dormía con un sueño sombrío y turbado, movía los labios y murmuraba algo. Para conjurar la posible muerte de Lejeune, Henri siguió diciéndole en voz muy baja:

– A Louis-François no le ocurrirá nada, os lo prometo…

En el otro extremo de la sala aparecieron las dos hermanas menores de Anna, dando saltitos, muy delgadas, ruidosas, y Henri se volvió hacia ellas, indicándoles por señas que Anna estaba descansando.

– Quiet, please!

Las chiquillas se acercaron con unas precauciones desmesuradas, como si fuese un juego. Tenían el cabello más claro que el de Anna, las caritas más aguzadas y atuendos más formales. Henri se levantó en silencio para alejarlas del sofá, y ellas se pusieron a hablar con una mímica y una gesticulación incomprensible, las mejillas hinchadas por la risa contenida cada vez que se miraban, y entonces le tiraron de la levita y él tuvo que seguirlas. Le llevaron a la escalera que ascendía al sobradillo, procurando que no crujieran los escalones de madera, como gatas, y Henri se dejaba manejar. ¿Qué querían enseñarle? Una de ellas abrió lentamente una puerta y se encontraron en una habitación minúscula bajo los tejados, muy desordenada, que servía de desván. Las pequeñas se abalanzaron sobre una caja y, discutiendo, aplicaron un ojo a una ranura bastante ancha entre dos traviesas. Invitaron a Henri a que hiciera lo mismo y él miró a su vez el interior de la habitacióncontigua, sorprendiendo al señor Staps. En una franja de luz solar en la que revoloteaba el polvo, el joven estaba arrodillado ante una estatuilla dorada y sostenía un cuchillo de cortar carne, con la punta hacia el suelo, a la manera de un caballero la víspera de su armadura solemne. Vestía una camisa de tela gruesa, tenía los párpados cerrados y salmodiaba una especie de plegaria.

Henri se sumió en divagaciones. «Está loco -pensaba-, estoy seguro de que está loco, pero ¿qué clase de locura es la suya? ¿Quién se cree que es este pobre chico? ¿Qué representa esa es tatuilla? ¿Qué objeto tiene ese cuchillo? ¿Qué urde en su cerebro sobrecalentado? ¿A qué brujería quiere encomendarnos? ¿Es peligroso? Todos somos peligrosos, y en primer lugar el emperador. Todos estamos locos. También yo estoy loco, pero por Anna, y ella está loca por Louis-François, quien está loco como un soldado…»›