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En aquel mismo instante, el coronel Lejeune se batía forzosamente al lado de Masséna. Había ido una vez más a Aspern para confirmarle la orden de resistir hasta el crepúsculo y advertirle de las intenciones que tenía el emperador de lanzar toda la caballería contra las baterías del archiduque, y no había podido salir del pueblo ahora asediado. Tan sólo les quedaba a los tiradores el cementerio y la iglesia. Por múltiples brechas abiertas en las ruinas, los austríacos habían conseguido establecerse por doquier de un modo firme. Masséna había ordenado que levantaran defensas con los objetos voluminosos que pudieran agenciarse, rastrillos, arados y muebles, a fin de llegar a los cañones inútiles a causa de la falta de pólvora. Los granaderos amontonaban cadáveres, formando con ellos una barricada que protegía la plaza hasta el recinto del cementerio que defendían los hombres sin cartuchos, con lo que tenían a mano, una cruz de bronce, un madero, cuchillos… Paradis había sacado su honda, Rondelet blandía su espetón como si fuese un estoque.

En medio del caos, Masséna demostraba lo que era capaz de hacer.

Al darse cuenta de que los artilleros de Hiller hacen rodar una pieza por una calleja, a fin de derribar la fachada de la iglesia, hace que carguen de paja y hojas una carreta de mano, luego recoge una rama cortada, entra en la sacristía abierta por un obús, en la que ronronean las brasas, prende fuego a la rama, sale y la arroja contra la carreta, la cual arde en el acto, y entonces divisa a Lejeune, desconcertado en medio de tanto desorden: «¡Conmigo!», le grita. Cada uno aferra un brazo de la carreta ardiente y la empujan con todas sus fuerzas hacia la callejuela. Cuando el vehículo en llamas ha adquirido suficiente velocidad, se arrojan al suelo y oyen los silbidos de las balas que les pasan rozando, pero la carreta choca de frente con la boca del cañón y se rompe en pedazos. Los barrihtos de pólvora, que están abiertos, estallan y todo vuela en pedazos, la caja de la carreta, los miembros arrancados. Unos granaderos cargan a la bayoneta para rescatar a Masséna y Lejeune, que se levantan a medias, pero es imposible penetrar en la callejuela cuyas casas han sido pasto de las llamas, que es un auténtico horno, y los hombres vuelven corriendo hacia los olmos destrozados de la iglesia. Los austríacos intentan impedirles el paso, pero otros granaderos armados con vigas que manejan como porras rompen unas cuantas crismas. Masséna se hace con una reja de arado y, de un empujón, trincha a dos buenos mozos y los arroja contra una escalinata. Lejeune ha parado el sable de un oficial con guerrera blanca, el cual le propina un rodillazo en el vientre que le obliga a doblarse, felizmente, pues la bala que volaba hacia su nuca se incrusta en la frente del austríaco, de la que brota la sangre.

Sentado en un banco de piedra unido a una casa de la que sólo quedaba un muro en pie, Masséna consultó su reloj y vio que se había parado. Lo sacudió, hizo girar en vano la corona, pues se había roto, y soltó un juramento.

– ¡Maldita sea! ¡Un recuerdo de Italia! ¡Perteneció a un monseñor del Vaticano! ¡Todo de oro y plata dorada! Un día u otro tenía que abandonarme… No sigáis a gatas, Lejeune, venid a sentaros un momento para recuperaros. Deberíais estar muerto pero, como no es así, respirad a fondo…

El coronel se sacudió el polvo y el mariscal siguió diciendo: -Si salimos de ésta, os encargaré mi retrato, pero en acción, ¿eh? Con la reja de arado como hace un momento, por ejemplo, ¡a punto de despachurrar a una jauría de austriacos! Al pie escribiríais Masséna en la batalla. ¿Veis el efecto que produciría eso? ¡Nadie osaría colgar ese cuadro! La realidad desagrada, Lejeune.

Una bala de cañón alcanzó una parte de la techumbre de la casa en la que reposaban los dos hombres, y Masséna se levantó de un salto.

– ¡Ahí tenéis la realidad! ¡Pero, por Dios, esos perros tratan de enterrarnos bajo los escombros!

Por el lado de la planicie llegó un jinete al galope, aminoró la velocidad de su caballo cerca de la iglesia, interrogó a un suboficial, advirtió a Masséna que encadenaba reniegos y se encaminó directamente hacia él. Era Périgord, siempre impecable.

– ¿Por dónde diablos ha pasado ése? -inquirió Masséna. -¡Señor duque! -Y Périgord tendió un pliego al mariscal-: Un despacho del emperador.

– Veamos todo el mal que me desea Su Majestad…

Masséna leyó el mensaje y alzó los ojos al sol que descendía por el oeste. Los dos edecanes de Berthier charlaban:

– ¿Estáis herido, Edmond? -preguntó Lejeune al otro. -¡No, señor!

– Pues cojeáis.

– Porque mi criado no ha tenido tiempo de domarme las botas, y como el cuero está mal flexibilizado, padezco a cada paso. ¡En cuanto a vos, mi querido amigo, vuestro pantalón necesita una buena pasada de cepillo!

Masséna les interrumpió.

– Supongo, señor de Périgord, que no habéis atravesado las líneas austríacas.

– La pequeña planicie que linda con el pueblo por este lado estaba expedita, señor duque. Sólo me he cruzado con un batallón de nuestros voluntarios de Viena.

– Entonces podríamos replegarnos para pasar la noche, antes de dejar que destrocen la división de Molitor…

– Hay setos, cercados de matorrales, barreras de madera, bosquecillos, un montón de sitios donde abrigarnos…

– Bien, Périgord, bien. Por lo menos tenéis buena vista. Masséna pidió un caballo.

Uno de sus caballerizos se apresuró a traerle uno, pero no podía montarlo bien porque habían ajustado demasiado corto el estribo derecho. Entonces llamó de nuevo al caballerizo, sentado a la mujeriega tras haber pasado la pierna por encima de la cruz del caballo. Una bala de cañón decapitó al atareado caballerizo y arrancó de cuajo el estribo, el caballo se hizo a un lado y Masséna cayó en brazos de Lejeune.

– ¡Señor duque! ¿Estáis bien?

– ¡Otro caballo que sirva! -aulló Masséna.

Transfigurado por el combate, Lannes, junto con Espagne, Lasalle y Bessiéres, cargaron en cabeza de sus millares de jinetes para embestir al centro austríaco, trocearlo, separarlo de sus alas, socorrer a los dos pueblos sometidos al fuego y apoderarse de los cañones. Fayolle no gozaba de esa vista de conjunto. Presa de furor, se comportaba como un autómata, no temía a nada pero tampoco quería nada, ni detenerse ni proseguir, era una marioneta movida por los clarines y los gritos de guerra, vociferante, y golpeaba, se protegía, hundía su acero, abría pechos y atravesaba cuellos. Los coraceros habían exterminado a una escuadra de artilleros, y enganchaban las piezas de artillería capturadas a los caballos de tiro. Espagne dirigía la operación; su caballo babeaba mucho y movía los ollares de arriba abajo. Fayolle le observaba de reojo, mientras enganchaba los arneses a la parte curva de un obús: el general estaba gris de polvo, erguido sobre la piel de carnero de la silla, pero su mirada perdida desmentía las órdenes breves y precisas dictadas por el hábito. El soldado sabía qué era lo que atormentaba al oficial, pero, sin poder evitarlo, dudaba de los presagios. ¡No faltaba más! ¿El héroe de Hohenlinden, que ya había abierto a las tropas francesas la ruta de Viena años atrás, a pesar de la tormenta de nieve, temía a los fantasmas? Como hemos dicho, Fayolle había estado presente al final de aquella curiosa trifulca en el castillo de Bayreuth, cuando el general Espagne había llevado la peor parte en el encuentro con un espectro, pero ¿de qué se trataba en realidad? ¿De una alucinación? ¿De la fatiga? ¿De una fiebre maligna? Él, Fayolle, no había visto al fantasma con sus propios ojos. ¡La Dama Blanca de los Habsburgo! Conocía esas apariciones maléficas con las que amenazaban a los críos de su pueblo. Merodeaban cerca de los calvarios y daban miedo. Él no había creído jamás en esas cosas.

– ¿Creéis que estáis de veraneo, Fayolle? -le preguntó el capitán Saint-Didier, agitando la espada enrojecida y goteante.

El soldado apresuró la maniobra para llevarse sin tardanza los catorce cañones que habían tomado al enemigo.

El general Espagne alzó una mano enguantada y la comitiva se puso en marcha. Fayolle y Brunel azotaban a los caballos de tiro para que acompañasen el galope, pero a su derecha aparecie ron los gorros de unos granaderos, envueltos en la humareda que se había estancado en estratos, y a continuación uniformes blancos y polainas grises que llegaban a las rodillas…

– ¡Cuidado! -gritó Saint-Didier.

La mayoría de los coraceros lanzan sus caballos a todo galope para atacar a los soldados de infantería, cuando el general Espagne recibe una bala de metralla en pleno pecho que atraviesa la coraza. El herido se desliza del caballo, cae, con el pie metido en el estribo, y el animal se desboca y lo arrastra como un saco, haciéndole rebotar en el suelo socavado por las explosiones. Fayolle espolea a su caballo en la misma dirección, se inclina sobre el cuello de la montura y corta la correa del estribo con el filo de su espada. Los otros llegan tras él y levantan el cuerpo destrozado del general. Le quitan el peto y el espaldar y le envuelven en la capa blanca y larga de un oficial austríaco, que en seguida se tiñe de rojo vivo. Entonces depositan el cuerpo sobre una cureña, la cabeza y los brazos colgantes, como un fantasma.