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Había más muertos sobre las tumbas del cementerio de Aspern que en los panteones. Los tiradores, allí sumidos, luchaban a pedradas contra las tropas del barón Hiller. Paradis tuvo la satisfacción de alcanzar a varios con su honda, pero retrocedió con el resto de su batallón diezmado, y todos esperaban dispersarse por los campos donde los arbustos y las hierbas altas podrían camuflarlos. Los austríacos subidos a los muros fanfarroneaban agitando sus banderas con la negra águila bicéfala estampada o una virgen con túnica azul celeste que parecía desplazada en aquellos lugares infernales. Los tambores redoblaban con arrogancia. Los franceses eran abatidos como presas de caza. Un cañón situado en uno de los montones de escombros del recinto tomó puntería. Paradis y Rondelet huyeron sin poder replicar. Se agacharon para recuperar el aliento detrás del cadáver de un suboficial llenito, caído sobre una cruz de la que había quedado colgado, como un espantapájaros. Rodelet se levantó a cierta distancia del cadáver para constatar el avance del enemigo.

– ¡Mira por dónde, es el brigada!

Cogió al muerto por los sobacos para mostrárselo a Paradis. El brigada Roussillon tenía los ojos abiertos y fijos, y una sonrisa inmóvil en los labios azulados. Rondelet se pinchó un dedo al desprender la Legión de Honor de los harapos que habían sido un uniforme.

– Como recuerdo -dijo.

Ésa fue su última frase, que no pudo terminar porque una bala de cañón rasante le arrancó el hombro. Aturdido, pues estaba cerca de su amigo, Vincent Paradis cayó sobre una losa cubierta de ortigas y musgo. Le zumbaban los oídos y los sonidos le llegaban amortiguados. Se llevó una mano a la cara y tuvo un acceso de hipo. Su mano no había encontrado más que una papilla de carne. También la tenía en el cabello y en la boca, y la escupió en trozos blandos, sosos y tibios. ¿Estaba desfigurado? ¡Un espejo! ¿Nadie tenía un espejo? ¿No había ni siquiera un charco? ¿No? ¿Nada? ¿Estaba casi muerto? ¿Aún se hallaba sobre la tierra? ¿Acaso dormía? ¿Se despertaría? ¿Y en ese caso, dónde? Notó que unas fuertes manos le cogían y le alzaban como si fuese un paquete, y se encontró junto a una barrera de madera que dividía un campo. Unos tiradores tendidos boca arriba farfullaban palabras incomprensibles, estaban ensangrentados, vendados con pañuelos y trapos, uno con un brazo en cabestrillo, el otro aferrado a una rama como una muleta, el pie envuelto en un trozo de guerrera. Unos jóvenes con largos delantales inspeccionaban a los heridos y decidían la gravedad de su estado, pues no transportarían a los más graves. Sostenían a los traumatizados para ayudarles a amontonarse en la plataforma de una carreta de heno de la que tiraban dos percherones con los ojos vendados. Paradis dejó que se ocuparan de él y no respondió a los aprendices de enfermero que le interrogaban y se admiraban de que con la cara hecha picadillo no se hubiera desmayado todavía. La ambulancia improvisada tardó mucho tiempo en llegar al puente pequeño de la isla Lobau. Era preciso zigzaguear continuamente en los prados cercados y ondulados, romper una empalizada para evitar un rodeo. Los ayudantes de cirujano seguían a pie, examinando su cargamento, y de vez en cuando señalaban a un herido: Ese de ahí, ya no merece la pena…

Entonces alzaban al moribundo de la plataforma y lo depositaban sobre la hierba, mientras seguían avanzando al paso lento de los percherones. Paradis permanecía en pie, alelado, sujetán dose a los montantes del carro de heno como si fuesen los barrotes de una celda. Reconoció a lo lejos el vivaque de la Guardia, y luego llegaron cerca del puente pequeño. Eran las siete, anochecía, el resplandor de los incendios iluminaba una multitud de por lo menos cuatrocientos heridos a los que habían tendido sobre haces de paja o incluso en el suelo. Dejaron a Paradis cerca de un húsar que se arrastraba como una serpiente, con una pierna hecha trizas, y arañaba el suelo mientras maldecía al emperador y el archiduque. En una choza, el doctor Percy y sus ayudantes, empapados en sudor, no cesaban de amputar piernas y brazos con sierras de carpintero. No se oían más que aullidos y maldiciones.

Capítulo cuarto . PRIMERA NOCHE

A la luz de la vela, Henri hurgó en su baúl metálico con un águila estampada y sacó un cuaderno gris que puso sobre la mesa. La cubierta demasiado manoseada

mostraba un título en tinta negra: Campaña de 1809 de Estrasburgo a Viena. Recorrió las últimas páginas. Su diario se detenía el 14 de mayo y no lo había proseguido. Las últimas palabras que había escrito eran: «Añado aquí un ejemplar de la proclamación. Tiempo soberbio y muy cálido». En esta página estaba plegada una famosa proclamación que el emperador hizo imprimir la víspera de la capitulación de Viena. Henri la desplegó para releerla: «¡Soldados! Sed buenos con los pobres campesinos, con el pueblo que tanto derecho tiene a vuestra estima. No conservemos ningún orgullo por nuestro éxito, y veamos en él una prueba de la justicia divina que castiga al ingrato y el perjuro…». Se interrumpió. Como no creía una sola palabra de esta declaración rimbombante, Henri sacudió la cabeza e hizo una mueca de disgusto. Unos días antes, en un villorrio, al no encontrar ni un huevo tan siquiera, había anotado: «Lo que los soldados no se habían llevado, lo habían destrozado…». Dio la vuelta a esta proclamación sin efecto para escribir a lápiz en el reverso:

22 de mayo por la noche. Viena.

Al crepúsculo hemos vuelto a las murallas. El horizonte estaba enrojecido y temblaba todavía a causa de los incendios causados por la batalla, de la que no teníamos ninguna noticia cierta. Un boletín oficial tranquilizador no me tranquilizó, y la señorita K. todavía menos. La veo debilitarse a medida que transcurre el tiempo y que, allá abajo, aumenta el peligro. ¿Cuántos muertos? Soy yo, el enfermo, quien debe sostenerla. Tiene la cara de Julieta ante el cuerpo presuntamente sin vida de su Romeo: «0 happy dagger, this is thy sheath! There rust, and let me die…».'

Henri garabateó en el margen «comprobar la cita», suspiró, como en el teatro, y reanudó su anotación para consignar el extraño comportamiento del joven señor Staps. Al oír pasos en la escalera, creyó que éste subía hacia el sobradillo, pero llamaron a su puerta, por lo que cerró el cuaderno con un gesto de irritación y masculló: «¿Qué quiere ahora ese iluminado?». Pero no era el alemán. En el pasillo, con una palmatoria en la mano, la vieja aya con turbante precedía a un hombre al que Henri no reconoció en seguida, tan insólita podía parecer su presencia. Una vez en la habitación, Henri no tuvo ya dudas: se trataba del óptico que alquilaba anteojos en las murallas, un poco jorobado, con el cabello blanco que formaba una corona alrededor del cráneo liso y unas antiparras redondas que cabalgaban en medio de la nariz. El hombre chapurreaba un francés aproximado.

– Tseñor, os traigo fuestro dinerro.

Avanzó contoneándose hasta la mesa, sobre la que arrojó una bolsa de cuero gastado cerrada con un cordón.

– ¿Mi dinero? -dijo Henri, y se apresuró a volver del revés los bolsillos de la levita y el chaleco para constatar que sus florines habían desaparecido.

– La habéis perdido en el camino de ronda.

– ¡Vaya!

– Como soy honesto…

– ¡Un momento! ¿Cómo conocéis mi dirección?

– Oh, mi joven señor, eso no es muy difícil.

De repente el intruso hablaba en voz baja y timbrada, sin acento. Henri se quedó boquiabierto. El aya les había dejado solos. El hombre se quitó la levita, desanudó las tiras que retenían su joroba ficticia y se desprendió de la peluca, diciendo con marcado júbilo:

– Soy Karl Schulmeister, señor Beyle.

Henri le observó con detalle a la luz débil de la bujía. El falso óptico que alquilaba anteojos era rechoncho, de talla mediana y piel rojiza, con profundas cicatrices que le cruzaban la frente. ¡Schulmeister! Todo el mundo le conocía, pero ¿cuántos podían reconocerle? A fuerza de espiar para el emperador había llevado el arte del disfraz a tal grado de perfección que los austríacos, que le acosaban, le habían dejado escapar cada vez. ¡Schulmeister! Se contaban mil anécdotas de él. Un día se introdujo en el campamento del archiduque maquillado como mercader de tabaco. Otro día abandonó una ciudad asediada sustituyendo al difunto en un ataúd. En otra ocasión, disfrazado de príncipe alemán, pasó revista a los batallones austríacos e incluso asistió a un consejo de guerra al lado de Francisco 11. Napoleón le había confiado la policía de Viena, como en 1805, y Henri estaba asombrado.