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– ¿Con la tarea que os ha encomendado Su Majestad y encontráis todavía tiempo para disfrazaros?

– Sin duda tengo el gusto de hacerlo, señor Beyle, y además esta manía es muy cómoda.

– ¿De qué os sirve alquilar anteojos en los bastiones?

– Escucho los rumores, me acuerdo de las conversaciones deshonestas, recojo informaciones. En tiempo de guerra, las malas intenciones pueden causar estragos.

– ¿Decís eso por mí?

– No, no, señor Beyle.

– ¿Soy entonces tan importante para recibir vuestra visita? ¿Queréis reclutarme para vuestros servicios?

– En absoluto, señor Beyle. ¿Sabéis que el padre de las señoritas Krauss es pariente del archiduque?

– Perdéis el tiempo.

– Jamás, señor Beyle.

– La señorita Anna Krauss sólo piensa en el coronel Lejeune…

Henri lamentó al instante haberse ido de la lengua, pero acabó de meter la pata cuando quiso atenuar sus palabras-:

– Lejeune, mi amigo Lejeune, es el ayudante de campo del mariscal Berthier.

– Lo sé. Nació en Estrasburgo, como el general Kapp, como yo mismo. Habla perfectamente la lengua de nuestros adversarios.

– ¿Y bien?

– Nada…

Schulmeister se había acercado a la mesa y examinaba el cuaderno gris, del que leyó en voz alta una o dos frases:

«Escribir por prudencia upan myself. Nada de política.» Cerró el cuaderno y se volvió hacia Henri.

– ¿Por qué escribís por prudencía, señor Beyle?

– Porque no quiero dar la menor información militar a quienes, por azar, pudieran leer mi diario.

– ¡Naturalmente! -replicó Schulmeister, mientras leía las últimas notas que Henri había garabateado al dorso de la proclamación imperial-: ¿Quién es este Staps cuyo comportamiento calificáis de extraño?

– Un inquilino de esta casa.

Henri tuvo que contarle cómo había sorprendido al joven, sus hechizos ante una estatuilla, el cuchillo de cortar carne que había sostenido como una espada.

– Poneos la levita, señor Beyle, y acompañadme a la habitación de ese energúmeno.

– ¿A estas horas?

– Sí.

– Debe de estar durmiendo.

– Pues bien, le despertaremos.

– Creo que ante todo está chiflado…

– Tomad la bujía.

Henri cedió. Condujo a Schulmeister al último piso e indicó la puerta del alemán. El policía entró sin anunciarse, tomó la bujía de manos de Henri y vio que la pequeña habitación estaba vacía.

– ¿Vive de noche, vuestro Staps? -preguntó a Henri.

– ¡No es mi Staps, y no le espío! -Si os intriga, a mí también.

La estatuilla estaba en su lugar y los dos hombres la contemplaron de cerca. Representaba a Juana de Arco con armadura.

– Pero ¿qué significa esto?-dijo Schulmeister-.Juana de Arco! ¿Y esto a qué viene?

Finalizaba el cuarto menguante de la luna y la humareda de los incendios ocultaba las estrellas. En la hierba, tendido boca arriba, el coracero Fayolle no dormía. Había comido sin apetito, por deber, en la escudilla que compartía con Brunel y otros dos, y luego se había tendido, atento a todos los ruidos, un relincho, una conversación sorda, la crepitación de la leña en la fogata del vivaque, el sonido metálico de una coraza arrojada al suelo. Fayolle se interrogaba, algo a lo que no estaba acostumbrado. La acción le convenía, puesto que uno se lanzaba a ella sin pensar, pero luego, aquel pretendido reposo… ¡qué fastidio! Había experimentado la mayor parte de las sensaciones de la guerra. Sabía cómo, con una sacudida del puño, uno hunde su acero en un pecho, el crujido de las costillas rotas, el chorro de sangre al extraer la espada con un movimiento brusco, cómo evitar la mirada de un enemigo al que uno destripa, como, en el suelo, acuchillar los corvejones de un caballo, cómo soportar la visión de un compañero destrozado por un proyectil incandescente, cómo protegerse y parar los golpes, cómo desconfiar, cómo olvidar la fatiga para cargar cien veces entre un tropel de jinetes. Sin embargo, la muerte de su general le atormentaba. El fantasma de Bayreuth había dado cuenta de Espagne, aun cuando el casco de metralla que le había destrozado el corazón fuese real. ¿Está escrito lo que le ocurre a uno? ¿Podía creer en eso un descreído? Y en cuanto a él, Fayolle, ¿cuál iba a ser su suerte? ¿Podía modificarla y en qué sentido? ¿Viviría aún la próxima noche? ¿Y Brunel, que dormía gruñendo á su lado? ¿Y Verzieux? ¿Dónde estaba a aquella hora y en qué estado? Fayolle se burlaba de los aparecidos, pero no soltaba su carabina cargada. Pensaba en la joven campesina a la que habían matado por accidente en la pequeña casa de Essling. Se había divertido con su cadáver todavía flexible, pero su compañero, el soldado Pacotte, había sido degollado por los guerrilleros de la Landwehr, y no había habido más testigos de los hechos. ¡Pamplinas!, se dijo el coracero. El homicidio, ése era su oficio. Mataba bien y suciamente, como se lo habían enseñado. Tenía talento para ello. ¿A cuántos austríacos había pasado por la hoja de su sable durante la jornada? No los había contado. ¿Diez? ¿Treinta? ¿Más? ¿Menos? Esos no le impedían dormir, ni siquiera tenían rostros, pero aquella muchacha le obsesionaba. Había hecho mal en mirarla a los ojos para aquilatar su temor. ¡Pero no era la primera vez que se enfrentaba al temor ajeno! Eso le gustaba. Le excitaba el pavor que precede a la muerte inevitable. ¡Qué poder! No había otro igual. El mismo Fayolle lo había experimentado en Nuestra Señora del Pilar, ante un monje furioso que le había acuchillado, pero sin que sufriera más que un chirlo. A pesar de la herida, había logrado estrangular al religioso, con cuyo sayal se había quedado para hacerse un manto. Luego había arrojado el cuerpo al Ebro, donde flotaban a centenares los cadáveres de españoles en sacos. La muchacha de Essling se había quedado sobre el colchón. ¿La habría descubierto alguien? ¿Un tirador que intentaba emboscarse y se había llevado una buena sorpresa? 0 quizá nadie. Tal vez un obús había incendiado la casa. Fayolle habría debido enterrarla, y este pensamiento le atormentaba. La veía, ella hacía muecas, su mirada atemorizada se volvía amenazante, y él no lograba disipar esta imagen.

Se levantó.

En la parte superior del pequeño valle donde estaban acantonados los escuadrones se discernían las primeras casas de Essling, cuyos tejados se perfilaban contra un fondo de luz rojiza. Sin cas co ni coraza, con la espada recta golpeándole la pierna, Fayolle caminó como un sonámbulo en esa dirección. En el linde de la planicie que recorría de uno a otro bosquecillo se cruzó con los carroñeros ordinarios que actuaban de noche tras la batalla, aquellos ojeadores civiles de las ambulancias a los que se encargaba del transporte de los heridos y que se aprovechaban para despojar a los muertos. Dos de ellos se afanaban con un húsar ya rígido al que le quitaban las botas. Sobre la pelliza y el dormán, en el suelo, habían amontonado un reloj, un cinturón, diez florines y un medallón. Un tercero, en cuclillas, acercó el medallón al farol que descansaba en el suelo.

– ¡Vaya! -exclamó-. ¡Es guapa de veras, la novia de éste!

– Y además ahora está libre -replicó su compinche, atareado en quitarle una bota al muerto.

– Lástima que no tenga nombre y dirección. -A lo mejor figuran en el dorso del retrato.

– Tienes razón, Gordo Louis…

El servidor de la ambulancia trató de separar el retrato del medallón con un cuchillo. Pasaron otros con los brazos cargados de prendas de vestir. Un tunante había fijado a un palo una serie de cascos y chacós, como hacen los cazadores de ratas en el campo, y los penachos, las crines y las borlas pendían como las colas de esos bichos. Más adelante Fayolle se encontró con un centinela que le puso el cañón de su fusil en el torso.

– ¿Adónde vas?

– Tengo necesidad de andar -respondió Fayolle.

– ¿No puedes pegar ojo? ¡Tienes chamba! ¡Yo me duermo de pie como los caballos!

– ¿Chamba?

– Y tendrás más si evitas pasar por la planicie. Los austríacos están a treinta pasos. ¿Ves ese fuego, allá abajo, a la izquierda del seto? Pues son ellos.

– Gracias.

– ¡Chambón! -masculló todavía el centinela mientras miraba a Fayolle que se alejaba hacia el pueblo.

Avanzó en la oscuridad, tropezó varias veces, se desgarró los pantalones con los cardos y metió las alpargatas en un charco. Cuando entró en Essling no supo diferenciar a los dormidos de los muertos. Los tiradores de Boudet, extenuados, estaban diseminados en las calles, contra los muros bajos, unos encima de los otros, y todos se confundían en un abandono similar. Fayolle tropezó con las polainas de un soldado que se incorporó a medias y le insultó. Ya no daba ninguna importancia a nada. Avanzaba hacia aquella casa que había visitado dos veces y que reconoció sin dificultad, pero la tropa se había establecido en ella y la había fortificado con montículos de sacos y muebles rotos. Así pues, la muchacha no se había quemado, su casa no había sido alcanzada por ningún obús, alguien la había encontrado muerta y atada. ¿Qué había sido de su cuerpo? Alzó los ojos hacia la ventana del piso. El vidrio estaba roto, el postigo colgaba, un tirador fumaba en pipa acodado en el alféizar. Fayolle tenía necesidad de entrar en aquella casa, pero su instinto le retenía. Inmóvil en la calle, ya no se atrevía a arriesgar un gesto.