– Acabamos de recibir municiones y pólvora, señor duque -le dijo.
– Decid que las distribuyan, Sainte-Croix.
– Ya lo he hecho.
– Entonces ¿volvemos allá?
– El cuarto de infantería de línea y el vigesimocuarto ligero están cruzando el puente pequeño y marchan para reunirse con nosotros.
– Ataquemos primero, hay que aprovechar esta niebla para tomar de nuevo la iglesia. Que Molitor reúna a los supervivientes de su división.
Los tambores llamaron a concentración, los batallones volvieron a formar, llegaban caballos bien domados incluso sin sus jinetes. Masséna detuvo el caballo pardo de un húsar que debía de estar agonizando en la planicie, lo montó sin ayuda, ajustó la brida a su mano y le hizo caracolear en dirección a Aspern. A su alrededor los hombres se vestían, frioleros, entumecidos tras haber dormido muy poco y mal, y se deslizaban a tientas hacia los pabellones para recoger sus armas. Sumisos por la fatiga y la fatalidad, no hacían ningún ruido, no decían nada, y se habría dicho de ellos que eran sombras. Siguieron a Masséna, que avanzaba hacia el final de la larga calle. No se veía nada a diez metros de distancia. La iglesia, que albergaba desde la víspera una brigada del barón Hiller, al mando del general Vacquant, se había perdido en la humareda y la bruma. Sólo resonaban los sonidos de cascos y pisadas. Masséna desenvainó la espada e indicó con la punta, en silencio, el camino que debían seguir los supervivientes de la división Molitor. Éstos, en columnas, avanzaban ante las casas de ambos lados y se reagrupaban detrás de los árboles o las ruinas que rodeaban la plaza principal.
– ¿Veis lo mismo que veo, Sainte-Croix? -Sí, señor duque.
– ¡Esos canallas han demolido el muro del cementerio y del recinto! ¡Sólo se les puede atacar al descubierto! ¿Qué os parece?
– Que es preciso esperar a las tropas de Legrand y de CarraSaint-Cyr, para tener por lo menos la ventaja del número.
– ¡Y la niebla se levantará! ¡No! Esta niebla nos protege. ¡Que se emprenda el asalto!
Un millar de tiradores todavía con sueño se lanzaron a la carrera contra la iglesia transformada en ciudadela. En plena niebla, con las bayonetas de punta, a veces tropezaban con los cadá veres de la víspera o caían en los agujeros abiertos por los obuses. Los austríacos habían previsto el asalto y replicaban disparando desde todas partes, incluso desde el campanario a medias calcinado. Una y otra vez los soldados caían de bruces. En aquel momento, entre las tumbas del cementerio y el muro bajo, se divisó un comandante a caballo que alzaba una bandera con franjas doradas. Una tropa compacta le rodeó y, tras un grito, echaron a correr hacia los tiradores para ensartarlos. En el cuerpo a cuerpo todo está permitido, y unos sostenían sus fusiles como si fuesen mazas, otros como hoces o mechadores, y se destripaban rugiendo. Algunos esperaban un instante antes de abalanzarse. Los hombres caídos al suelo quedaban en seguida inmovilizados, los demás chapoteaban entre los intestinos, ya no escuchaban los estertores, mataban para que no les matasen, chocaban, se desgarraban con uñas y dientes, se cegaban arrojándose tierra y, debido a la niebla que los envolvía, los combatientes siempre se daban cuenta del peligro demasiado tarde.
Masséna consultaba un reloj y Sainte-Croix rabiaba de impaciencia:
– ¡Nuestros hombres pierden pie, señor duque!
– ¡Señor duque, señor duque! ¡Dejad de martirizarme el oído con vuestros señor duque! ¿Duque de qué, eh? ¿De un villorrio italiano, de un símbolo? (Y en un tono burlón.) ¡Yo no os llamo sin cesar señor marqués, mi querido Sainte-Croix!
Sainte-Croix apretaba con tanta fuerza la empuñadura de su espada que los dedos le palidecían. En efecto, su padre era marqués y había sido embajador de Luis XVI en Constantinopla, pero él, a quien su familia destinaba a la diplomacia, siempre se había sentido atraído por la vida militar. Muy joven había estado bajo las órdenes de Talleyrand, antes de enrolarse por recomendación en uno de aquellos regimientos que el emperador había formado con antiguos nobles y emigrados. Masséna se había fijado en él y lo había incorporado a su séquito.
– Vigilad esos nervios, Sainte-Croix, si os gusta mandar. ¿Habéis visto retroceder a cien tiradores? Yo también.
– ¡Yo podría hacer que volvieran a la batalla, si Me diérais la orden!
– También yo podría, Sainte-Croix.
Y Masséna explicó al joven coronel que se trataba de utilizar a los austríacos igualmente agotados por una jornada de combates, mientras aguardaban a los regimientos frescos. Sainte-Croix tenía veintisiete años, y más impetuosidad que experiencia, pero comprendió en seguida. Poseía un verdadero talento para la gloria. Los relatos de la Ilíada le habían conmovido en su infancia. Durante largo tiempo había querido igualar a Héctor, Príamo, Aquiles, había imaginado sus luchas con jabalina bajo las murallas ocres de Troya, cuando los dioses se hacían cómplices de aquellos gigantes feroces, magníficos y ágiles por pesado que fuese el metal de sus cotas y grebas. Esa mañana creía divisar a Aquiles, con su manto de piel de lobo, su casco adornado con colmillos de jabalí, aquel glorioso tunante cuyas mentiras admiraba la diosa Atenea. Entonces Sainte-Croix oyó el redoble de los tambores y volvió la cabeza. Los penachos rojos salían de la bruma. Eran los fusileros de Carra-Saint-Cyr que llegaban.
Lejeune tenía la desagradable impresión de que se hundía en una nube gris. Ya no reconocía el camino recorrido cien veces la víspera entre la isla Lobau y Essling. Arboles y setos surgían ante su caballo en el último momento y había perdido sus puntos de referencia. Avanzaba al paso y se guiaba por los ruidos más próximos. Alertado por un rumor a su izquierda, sin duda por el lado de la planicie cubierto de niebla, desenvainó la espada y se mantuvo inmóvil. Una masa borrosa se movía cerca de él. La interpeló en francés y en alemán, pero, como no obtuvo respuesta alguna, imaginó un peligro y se abalanzó contra aquella forma indecisa dando sablazos en todas direcciones. No había más que un voluminoso matorral azotado por el viento. Cubierto por las hojas y las ramitas que había cortado, Lejeune se sentía aliviado y ridículo. Finalmente vio un resplandor, hacia el que se encaminó con prudencia, sin soltar la espada. El resplandor desapareció cuando se aproximaba. En la bruma que empezaba a convertirse en jirones de vapor, se encontró con un grupo de coraceros que extinguían, pisoteándola, la fogata que les había calentado por la noche.
– ¡Soldados! -les dijo Lejeune-. ¡He de ir a Essling por orden del emperador! Señaladme el camino más corto.
– Habéis avanzado demasiado por la planicie -replicó un capitán con las mejillas oscurecidas por una barba de varios días-. Os daré una escolta para guiaros. Por aquí mis hombres se orientan incluso con los ojos vendados.
El capitán Saint-Didier gruñó mientras se abrochaba el cinturón. A un centenar de metros los vivaques todavía brillaban, a pesar de la consigna.
– ¡Brunel! ¡Fayolle! ¡Y tú, y vosotros dos de ahí! ¡Id a confirmar a esos imbéciles que es preciso apagar todos los fuegos!
– Yo les acompaño -dijo Lejeune.
– Como gustéis, mi coronel. Después os llevarán a Essling… ¡Fayolle! ¡Poneos la coraza!
– Se cree invulnerable, mi capitán -dijo el coracero Brunel, subiendo de un salto a su caballo.
– ¡Basta de pamplinas! -gruñó Saint-Didier y, en un tono más bajo, se dirigió a Lejeune-: No puedo tomármelo a mal, la muerte de nuestro general los ha trastornado…
Mientras Fayolle cerraba su coraza, Lejeune le miraba. Había tenido unas palabras con aquel mozo que esperaba saquear la casa de Anna, incluso le había golpeado. El soldado, que no le había reconocido, tomó la carabina con un gesto maquinal y montó a caballo. Los seis jinetes partieron hacia los vivaques iluminados. Cuando estaban bastante cerca y las siluetas se dibujaban mejor, identificaron los uniformes pardos de la Landwehr. Un grupo comía alubias directamente del caldero, otros bruñían los fusiles con manojos de hojas. Los austriacos no se percataron a tiempo de que estaban rodeados de jinetes franceses y, como los creían más numerosos, se levantaron mostrando sus manos sin armas. Antes de que Lejeune hubiera podido dar una orden, Fayolle espoleó a su caballo y se arrojó contra los austríacos. De un disparo de carabina destrozó el cráneo del primero y luego, con el sable, cortó de golpe la mano levantada del segundo.
– ¡Detened a ese loco! -ordenó Lejeune.
– Está vengando a nuestro general-dijo Brunel, con una sonrisa angélica muy irónica.
Lejeune lanzó a su caballo contra el de Fayolle y, por la espalda, cuando el otro iba a descargar su sable sobre un austríaco acurrucado en el suelo, le agarró la muñeca y se la retorció. Los dos hombres se encontraron cara a cara, jadeando, y Fayolle soltó un bufido.