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– Señor, el general Mouton y cuatro batallones de la Guardia imperial están limpiando Essling.

– Gracias.

A pie, entre charcos de sangre y por un camino sembrado de cuerpos, Boudet se dirigió a la iglesia en ruinas. Gritos abominables ascendían desde el cementerio. Preguntó qué era aquello y un teniente de la Guardia le respondió que eran húngaros a los que degollaban con arma blanca sobre las tumbas.

– Ya no podemos cargarnos de prisioneros.

– Pero ¿cuántos son?

– Setecientos, mi general.

Las municiones se agotaban en todas partes. Los disparos, al amainar, daban una falsa impresión de calma momentánea, pues las escaramuzas seguían siendo numerosas y sangrientas, con sable, bayoneta o lanza, pero tenían menos vigor. Disparaban para mantener la batalla, atacaban con cierta desidia, como para defenderse o mantener la línea del frente. Los granaderos que rodeaban a Lannes ya no tenían cartuchos. El mariscal se sentía traicionado por la crecida del río. Se paseaba a pie con su amigo Pouzet, en un pequeño valle situado más abajo de la planicie. Las vallas de los cercados les protegían de las posibles incursiones de la caballería austríaca, cuyas monturas se romperían las patas. Lannes se desabrochó la guerrera, pues el día avanzaba pero aún hacía mucho calor, y se enjugó el sudor con la vuelta de la manga.

– ¿Cuándo empezará a oscurecer?

– Dentro de dos o tres horas -respondió Pouzet, consultando su reloj de bolsillo.

– No podemos cambiar por completo la situación.

– El archiduque tampoco.

– Seguimos muriendo, pero ¿por qué? ¡Nos estamos batiendo desde hace treinta horas, Pouzet, y ya tengo bastante! El ruido de la guerra me asquea.

– ¿A ti? ¿No has sufrido una sola herida y te quejas? Casi todos tus oficiales están inutilizables, Marbot cojea como un pato con el muslo perforado, Viry ha recibido un balazo en un hom bro, a Labédoyére le ha alcanzado en un pie un casco de metralla, Watteville se ha roto un pie al caer del caballo…

– Los aturdimos para llevarlos mejor a la muerte. ¡Ese cabrón de Bonaparte acabará con todos nosotros!

– No es la primera vez que dices eso. ¿Fue en Arcole?

– Esta vez me temo que…

– Esta noche cruzamos el Danubio, mañana estamos en Viena.

– ¡Pouzet! -gritó el mariscal.

Pouzet acababa de recibir una bala en plena frente, y se quedó rígido. Dos granaderos corrieron para constatar que el general no había tenido suerte y había muerto en el acto.

– Una bala perdida -dijo uno de ellos.

– ¡Perdida! -exclamó el mariscal, y se alejó del cadáver de su amigo.

La estupidez de esta batalla le hacía temblar de cólera. Se encaminó al tejar y entonces, al divisar una zanja, se dejó caer en la hierba y contempló el cielo. Permaneció allí tendido durante lar gos minutos. Pasaron ante él cuatro soldados que transportaban en un manto a un oficial muerto. Los hombres hicieron un alto para descansar, pues el cadáver pesaba y tenían un largo camino por delante. Dejaron su fardo en el suelo. Una ráfaga de viento alzó el manto y, al reconocer a Pouzet, Lannes se levantó de un salto.

– ¿Es que este espectáculo va a perseguirme por todas partes?

Uno de los soldados cubrió de nuevo el rostro del general con el manto. Lannes desprendió su espada del cinto y la arrojó al suelo.

– ¡Aaaaaah!

Tras haber gritado hasta quebrarse la voz, jadeó, avanzó unos pasos más y se sentó en la falda de un talud, cruzado de piernas y con la cabeza entre las manos para no ver nada más. Los soldados se llevaron a Pouzet hacia las ambulancias y el mariscal se quedó solo. Aún se oían las descargas de los cañones.

Un pequeño proyectil rebotó y alcanzó a Lannes en una rodilla. Se estremeció bajo el dolor e intentó levantarse, pero perdió el equilibrio y se desplomó en la hierba, maldiciendo:

– ¡Por todos los diablos!

Marbot no estaba lejos, había presenciado el accidente y llegó tan rápido como pudo, renqueando a causa de la herida en el muslo.

– ¡Marbot! ¡Ayudadme a ponerme en pie!

El ayudante de campo levantó al mariscal, pero éste se desplomó de nuevo. La rodilla rota ya no podía sostenerle. A las voces de Marbot, varios granaderos y coraceros acudieron corrien do, y entre varios lograron llevarse al mariscal, unos sujetándole por las axilas, otros por la cintura, y las piernas, desarticuladas, le pendían. El herido no se quejaba, pero la palidez de su rostro era extrema. La bala extraviada había golpeado la rótula izquierda y dañado la pierna derecha cruzada detrás. Al cabo de unos metros, los hombres que le llevaban tuvieron que detenerse con tiento, porque el menor movimiento provocaba un dolor muy intenso. Marbot se adelantó para hacerse con una carreta, unas parihuelas, lo que encontrara, y se encontró con los granaderos que transportaban el cuerpo del general Pouzet.

– ¡Dadme su manto, rápido! ¡Él ya no lo necesita!

Pero cuando volvió al encuentro del mariscal con el manto cubierto de sangre, Lannes lo reconoció y rechazó con voz todavía firme.

– ¡Es el manto de mi amigo! ¡Devolvédselo! ¡Que me lleven como puedan!

– ¡Id a cortar ramas y recoger hojas para hacer unas parihuelas! -ordenó Marbot.

Los hombres partieron hacia un bosquecillo para cortar ramas con los sables, y confeccionaron una tosca camilla. De esta manera transportaron al mariscal Lannes con más comodidad hasta la ambulancia de la Guardia, cerca del tejar, donde el doctor Larrey oficiaba con dos de sus eminentes colegas, Yvan y Berthet. Primero vendaron el muslo derecho del mariscal, mientras que éste solicitaba:

– Larrey, examinad también la herida de Marbot…

– Sí, Vuestra Excelencia.

– Han cuidado mal de ese muchacho y estoy preocupado.

– Voy a ocuparme de ello, Vuestra Excelencia.

Tras haber examinado juntos las heridas del mariscal Lannes, los tres médicos hicieron un aparte para establecer el diagnóstico y la manera más conveniente de tratar el caso.

– Apenas se le nota el pulso.

– Observad que la articulación de la rodilla derecha no está afectada.

– Pero la izquierda está quebrada hasta el hueso…

– Y la arteria se ha roto.

– A mi modo de ver, señores, hay que cortar la pierna izquierda-dijo Larrey.

– ¿Con este calor? -protestó Yvan-. ¡Eso no es razonable!

– Por desgracia -añadió Berthet-, nuestro excelente colega tiene razón. Y por mi parte, como medida de precaución, preconizo que se amputen ambas piernas.

– ¡Estáis locos!

– ¡Cortemos!

– ¡Estáis locos! ¡Conozco bien al mariscal, y tiene energía para curarse sin necesidad de la amputación!

– Nosotros también conocemos al mariscal, querido. ¿Habéis visto sus ojos?

– ¿Qué les pasa?

– Están tristes. Este hombre pierde las fuerzas.

– Señores -concluyó el doctor Larrey-, os advierto que la ambulancia se halla bajo mi mando y que la decisión me compete. Cortaremos la pierna izquierda.

Cuando Edmond de Périgord se presentó en el vivaque de la Vieja Guardia, entre el puente pequeño y el tejar, el general Dorsenne estaba pasando revista a sus granaderos por enésima vez. Quería que estuvieran impecables y limpios. Su experta mirada se fijaba en una manga polvorienta, un defecto en el color blanco del tahalí, unas guías del mostacho desviadas, las lazadas de unas polainas demasiado flojas. En el cuartel alzaba los chalecos a fin de comprobar la limpieza de las camisas. Para él, uno iba a la guerra como a un baile, con elegancia, y era no menos maniático con respecto a su propio atuendo. Se cuidaba como si evolucionara sin cesar ante unos espejos. Las mujeres le consideraban guapo, con el cabello negro rizado, la tez pálida, las facciones armoniosas. La corte chachareaba acerca de él, se conocían de memoria sus amores con la provocadora Madame d'Orsay, la esposa del famoso dandy, de la que el ministro Fouché repetía anécdotas escabrosas. Périgord, que tenía un carácter similar, aunque era más joven, se había encontrado a menudo con Dorsenne en el teatro o los conciertos de las Tullerías. Ambos, a diferencia de la mayoría de los demás militares, llevaban con naturalidad las medias de seda y los zapatos con hebilla, o bien unos uniformes extravagantes para llamar la atención de las duquesas. Los dos tenían un valor auténtico, pero les gustaba mostrarlo. La gente tomaba sus posturas como desprecio, eran irritantes.

– Señor general de la Guardia -dijo Périgord-, Su Majestad os ruega que vayáis al frente.

– ¡De maravilla! -respondió Dorsenne mientras se ponía los guantes.

– Opondréis al enemigo un muro de tropas a lo ancho del glacis, a la derecha de los coraceros del mariscal Bessiéres. -¡Muy bien! Considerad que ya estamos ahí.