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Con un movimiento flexible, Dorsenne subió al caballo que le habían presentado, dio una orden breve y la Guardia Imperial se puso en movimiento al mismo paso, como para desfilar en el Carrousel, con la música y las águilas en cabeza. Périgord admiró este conjunto y entonces regresó hacia el estado mayor para informar a Berthier.

La aparición en la cresta de los gorros de piel de la Guardia bastó para que cesara momentáneamente el cañoneo de los austríacos. El general Dorsenne determinó la posición de sus granaderos distribuidos en tres filas. Había dado la vuelta a su caballo para comprobar que se mantenían casi codo con codo, y para ello, sin preocuparse, daba la espalda a los cañones y a la infantería del archiduque. Al ver que un proyectil alcanzaba a uno de los soldados, ordenó, cruzado de brazos:

– ¡Estrechad filas!

Los granaderos, apartando con los pies el cuerpo de su camarada caído, obedecieron la orden. Esto sucedió veinte veces, tal vez cien, y ellos estrechaban filas. Cuando una bala de cañón arrancó de cuajo la cabeza de uno de los abanderados, una cantidad considerable de monedas de oro rodaron por el suelo. Al tipo se le había ocurrido esconder sus ahorros en la corbata, pero nadie se atrevió a agacharse para coger un puñado, por temor a las reprimendas. De todos modos, los más próximos no apartaban los ojos del suelo donde brillaban las monedas. Las balas seguían silbando y causando estragos en la Guardia.

– ¡Estrechad filas!

Irritado porque no podía copar al enemigo, el archiduque ordenó que se intensificara el fuego. Los tambores, en formación de cuadro bajo la metralla, tocaban al lado de los granaderos inmóvi les que presentaban armas. Decenas de ellos ya habían caído en los trigales y los demás estrechaban filas. Dorsenne acabó por constatar que su muralla humana estaba demasiado desparramada, y colocó de nuevo a sus hombres en una sola línea de cara al enemigo. Un incidente estuvo a punto de perturbar esa maniobra heroica destinada a impresionar a los austríacos. Cazadores a pie y fusileros, mandados hasta hacía poco por Lannes, se desbandaban en la planicie ante la infantería de Rosenberg. Corrían sosteniendo a sus heridos, y muchos se habían desembarazado de las mochilas a fin de huir con más celeridad. Cuando llegaron a la muralla de la Guardia, los fugitivos se interpusieron entre los granaderos y las baterías que los mataban, y entonces los veteranos los agarraron por el cuello o las mangas de la guerrera para lanzarlos detrás de ellos. Ante esta seguridad tranquilizadora, algunos cayeron de rodillas y otros, locos de terror, se revolcaron babeando como epilépticos en una crisis. Informado de esta derrota de varios batallones, con dos de sus capitanes, Bessiéres se apresuró a formar de nuevo a los que habían conservado sus fusiles.

– ¿Dónde están vuestros oficiales?

– ¡En la planicie, muertos!

– ¡Vamos juntos a buscar sus cuerpos! ¡Cargad vuestras armas! ¡Formad filas!

– ¡Estrechad filas! -seguía ordenando Dorsenne a cien metros de allí.

Un granadero que había recibido un fragmento de metralla en una pantorrilla se arrastró a un lado. Al caer había cogido algunas de las piezas que el abanderado, su ex compañero de línea, ocultaba en la enmarañada corbata blanca. Abrió la mano con disimulo, examinó su tesoro de cerca y murmuró que ya no valía nada. En efecto, el 1.° de enero de I8o9 el emperador había hecho borrar de las monedas la divisa que figuraba todavía en aquellas piezas: UNIDAD, INDIVISIBILIDAD DE LA REPÚBLICA.

La noche se cernió pronto sobre una batalla sin vencedor. Napoleón y los oficiales de su Casa abandonaron el tejar y la comitiva se dirigió a la tienda imperial montada la víspera en el césped de la isla. Avanzaban al paso por una senda atestada de arcones vacíos, piezas de artillería desmontadas, caballos solitarios y enloquecidos, lentas columnas de heridos guiadas por el personal de las ambulancias. En el estribo del puente pequeño, el emperador palideció. Primero había visto a un comandante de coraceros que lloraba en silencio. Luego había reconocido al doctor Yvan y, seguidamente, a Larrey, inclinados sobre un paciente al que instalaban en un lecho de ramas de roble y mantos. Era Lannes, cuya cabeza Marbot sostenía semialzada. Tenía el rostro lívido, deformado por el dolor, y sudaba copiosamente. Un lienzo rojo le ceñía el muslo izquierdo. El emperador pidió que le bajaran del caballo y llegó al lado del mariscal en unas pocas zancadas. Se acuclilló a su cabecera.

– Lannes, amigo mío, ¿me reconoces?

El mariscal abrió los ojos pero permaneció en silencio.

– Está muy debilitado, Síre-susurró Larrey.

– Pero me reconoce, ¿no?

– Sí, te reconozco -murmuró el mariscal-, pero dentro de una hora habrás perdido a tu mejor apoyo…

– Stupiditá! No te vamos a perder. ¿No es cierto, señores?

– Lo es, Sire-respondió Larrey con unción.

– Puesto que Vuestra Majestad así lo quiere -añadió Yvan. -¿Les oyes?

– Les oigo…

– Un médico de Viena ha ideado una pierna artificial para un general austríaco…

– Mesler-dijo Yvan.

– Eso es, Bessler, ¡y te hará una pierna y la semana que viene nos iremos de caza!

El emperador abrazó al mariscal. Éste le confió al oído, de manera que nadie más pudiese oírle:

– Detén esta guerra cuanto antes, ése es el deseo general. No escuches a quienes te rodean. Te halagan, se inclinan ante ti, pero no te quieren. Te traicionarán. Por otra parte, ya te traicionan al ocultarte siempre la verdad…

El doctor Yvan intervino entonces:

– Síre, Su Excelencia el señor duque de Montebello está agotado, debe ahorrar fuerzas, no ha de hablar demasiado.

El emperador se puso en pie, frunció las cejas y permaneció un momento en pie mirando al mariscal Lannes allí tendido. Se había manchado de sangre el chaleco. Se volvió hacia Caulaincourt.

– Pasemos a la isla.

El puente pequeño no es muy practicable, Sire.

– Su presto, sbrigatevi! ¡Rápido! ¡Daos prisa! ¡Imaginad una solución!

El emperador no podía servirse sin inconvenientes de un pequeño puente que los carpinteros de armar consolidaban, obstaculizados en su tarea por el flujo incesante de los mutilados. Estos desdichados temblaban de fiebre y de furor, atropellándose, pasando por encima de los que caían al suelo, dándose empujones, sujetándose a los cordajes y las amarras que a veces se rompían, se peleaban e insultaban. Algunos saltaban a las olas, o penetraban sin vacilar con sus caballos en el tumulto de las aguas. Caulaincourt hizo liberar uno de los pontones, se aseguró de que era estanco y sólido, eligió diez remeros entre los marinos del cuerpo de ingenieros más robustos, y el emperador, en el crepúsculo, erguido en medio de aquella embarcación a la deriva, varó en la isla Lobau a doscientos metros más arriba del punto de desembarco.

Cruzó a pie el monte bajo y las franjas arenosas donde se amontonaban millares de moribundos, muchos de los cuales le tendían los brazos como si tuviera el poder de curar, pero el em perador miraba con fijeza al frente y sus oficiales le protegían rodeándole. Llegó a su tienda, un gran pabellón de cutí rayado azul celeste y blanco. Constant, que le esperaba allí, le ayudó a quitarse la levita y la guerrera verde. Mientras se cambiaba el chaleco de casimir manchado por la sangre de Lannes, el emperador masculló:

– ¡Escribid!

El secretario, que estaba sentado sobre un cojín en la antecámara, mojó la pluma en el tintero.

– Las últimas palabras del mariscal Lannes. Me ha dicho: «Deseo vivir si puedo para servirss…».

– Serviros -repitió el secretario, que escribía deprisa y corriendo sobre su escritorio portátil.

– Añadid: «Así como a nuestra Francia»… -Añadido.

– «Pero creo que antes de una hora habréis perdido a quien ha sido vuestro mejor amigo…»

Y Napoleón se interrumpió y aspiró por la nariz. El secretario permaneció con la pluma en el aire.

– ¡Berthier!

– Todavía no está en la isla -le dijo un ayudante de campo en la entrada de la tienda.

– ¿Y Masséna? ¿Ha muerto?

– No sé nada, Síre.

– No, con Masséna no acabarán así como así. ¡Que venga en seguida!

Capítulo sexto . SEGUNDA NOCHE

Era una noche sin luna. Los últimos incendios bañaban la ribera izquierda con una luminosidad pálida y rojiza que deformaba el paisaje. Había empezado a soplar un viento que agitaba el follaje de los olmos, sacudía los arbustos e impulsaba unos nubarrones negros y cargados de lluvia. En la ribera arenosa de la isla Lobau, entre los agrupamientos de carrizos inclinados, el emperador avanzaba con Masséna. El mariscal se había alzado el cuello de su largo manto gris y metido las manos en los bolsillos. Con el cabello corto que revoloteaba como pequeñas plumas en las sienes, de perfil se parecía a un buitre. A pesar del estruendo del río, los dos hombres percibían como un eco el rumor amortiguado de la planicie, el chirrido de las ruedas, las llamadas, los ruidos de zuecos y cascos de caballos que golpeaban la madera del cercano puente pequeño. Napoleón habló en un tono alicaído: