– Todo el mundo me miente.
– No representes tu comedia conmigo, que estamos solos. -Se tuteaban como en el tiempo de las expediciones italianas del Directorio.
– Nadie se atreve jamás a decirme la verdad -se lamentó el emperador.
– ¡No es cierto! -replicó Masséna-. Somos unos cuantos quienes podemos hablarte cara a cara. ¡Ahora, que nos escuches es otra cuestión!
– Unos cuantos. Augereau, tú…
– El duque de Montebello.
Jean, claro. Nunca he conseguido asustarle. Una noche, antes de no recuerdo qué combate, empuja al centinela, entra en mi tienda y me saca de la cama para gritarme al oído: «¿Es que te burlas de mí?». Discutía mis órdenes.
– Deja de hablar en pretérito imperfecto. Todavía no ha muerto y ya le entierras.
– Su gravedad es extrema, Larrey me lo ha confesado.
– Uno no se muere por perder una pierna. A mí me falta un ojo por tu culpa, ¿y he sufrido alguna disminución por eso?
El emperador fingió que no había comprendido la alusión a aquella cacería en la que dejó tuerto a Masséna y acusó de torpeza a Berthier. Se quedó pensativo un momento, y al cabo dijo en un tono más desabrido:
– Estoy seguro de que todo el ejército se ha enterado antes que yo de la desgracia de Lannes.
– Los soldados le aprecian y se preocupan por él.
– ¿Tus hombres? ¿Se han desmoralizado al conocer la noticia?
– No se han desmoralizado, pero les ha afectado. Son valientes.
– ¡Ah, si fuese posible cuidar a ese pobre Lannes en Viena, en unas condiciones mejores!
– Hazle cruzar el río en una embarcación.
– ¿Es que no piensas? El viento, la corriente… sufriría sacudidas como un saco y no lo soportaría.
El emperador azotó las cañas con la fusta, mientras reflexionaba. Así transcurrieron uno o dos minutos, y por fin dijo en voz firme:
– Necesito tu ingenio, André.
– ¿Quieres saber qué haría yo en tu lugar?
– Berthier preconiza que nos pongamos a cubierto en la orilla derecha.
– ¡Eso es una tontería! -El estado mayor cree detrás de Viena.
– El estado mayor no tiene que pensar, sobre todo al revés. ¿Y luego qué? ¡Ya que estamos ahí, volvamos a Saint-Cloud! Si abandonamos esta isla, firmamos la victoria de Austria. Pues bien, no hemos perdido.
– Tampoco hemos ganado.
– ¡Hemos evitado una terrible paliza! -La fatalidad me persigue, Masséna.
– El archiduque Carlos tampoco ha vencido, lo hemos mantenido a distancia, sus tropas están derrengadas, casi no le quedan municiones…
– Lo sé -dijo Napoleón, y dirigió su mirada al río-. Es el general Danubio quien me ha vencido.
– ¡Vencido! ¡No seas zafio! El ejército de Italia viene a nuestro encuentro. La semana pasada, el príncipe Eugenio se apoderó de Trieste, y marchará sobre Viena con sus nueve divisiones, ¡más de cincuenta mil hombres! Lefebvre entró en Innsbruck el 19, tras terminar con los rebeldes del Tirol, y si nos aporta sus veinticinco mil bávaros…
– Así pues, ¿tenemos que encerrarnos en esta isla?
– Esta noche hay tiempo para que pasen rápidamente nuestras tropas.
– ¿Puedes asegurarme una retirada ordenada?
– Sí.
– ¡Magnífico! Vuelve a tu puesto.
El silencio despertó a Fayolle. Abrió los ojos y se dio cuenta de que los combates habían cesado con la oscuridad. El coracero estaba tendido boca arriba, demasiado entumecido para sentarse y desprenderse de la pesada coraza. Aunque se hubiera erguido, como la oscuridad de la noche era total, no habría podido ver los millares de cadáveres que cubrían la planicie, que se pudrirían allí mismo y serían despedazados por los cuervos. Se palpó el rostro, dobló una pierna, luego la otra… no tenía nada, todo parecía en su sitio. Un viento fresco curvaba las espigas que aún estaban en pie, un olor a pólvora, estiércol de caballo y sangre flotaba en el aire. Fayolle oyó un ruido de roedura; algún bicho se había encaprichado de sus alpargatas desgarradas. Sacudió el pie. Una especie de roedor peludo atacaba con afan la suela de cáñamo, y el brusco movimiento le hizo huir. Fayolle, hombre de los bajos fondos parisienses que sólo conocía las ratas, ignoraba el nombre de aquel animal. Aspiró hondo y pensó que se estaba aprovechando de una paz extraña y egoísta. Siempre había sido un solitario. Mozo de cuerda, trapero, echador de cartas en el Pont-Neuf, a los treinta y cinco años había vivido mucho, pero mal. La Revolución ni siquiera le había simplificado la vida, y no había sabido aprovecharse del reinado de Barras, a pesar de que éste favorecía la ratería. En esa época, que siguió a la del Terror, se había instalado en el pasaje del Perron para revender géneros robados, jabón, azúcar, tuberías, lápices ingleses, y aprovechaba la proximidad para deambular por el Palais-Royal, donde había centenares de mujeres que puteaban bajo las arcadas y las galerías de madera que las prolongaban. En el piso superior de un restaurante, el techo del salón oriental se abría y bajaban del cielo diosas desnudas en un carro dorado. En el establecimiento medianero, las hetairas le masajeaban a uno en una bañera llena de vino. Todo esto se lo habían contado, porque con su gorro de piel de zorro y su aspecto triste jamás le habrían dejado entrar. Se limitaba a mirar con ganas las que llamaban la atención por medio de grabados eróticos o se levantaban las faldas. Otras, a fin de enternecer al personal, paseaban niños que habían alquilado. Algunas llamaban a los posibles clientes por encima del café de los Ciegos, con sus sombreros negros provistos de borlas doradas y calzadas con zapatillas de satén. Eran magníficas, pero no daban crédito. Se llamaban como en los poemas, Betzi la mulata, Sophie Cuerpo Hermoso o Lolotte, Fanchon, Sophie Pouppe, la Sultana. Chonchon la Garbosa dirigía una casa de juego. La Venus era una heroína, porque se había resistido a los intentos del conde de Artois…
Fayolle había creído que el uniforme azul con adornos rojos de los coraceros le favorecería en su relación con las damas, o por lo menos protegería sus bandidajes, pero no fue así: jamás consiguió nada a no ser por la fuerza y gracias a la guerra. Pensó de nuevo en una guapa religiosa violada durante el saqueo de Burgos, y luego en aquella tigresa de Castilla que le había arañado la cara y a la que luego entregó a un lancero polaco brutal. Volvió a pensar sobre todo en la campesina de Essling, en sus ojos obsesionantes que le miraban con fijeza desde el más allá. Se estremeció. ¿Era de temor o de frío? El viento se volvía glacial. Hizo un esfuerzo para coger el manto pardo y, apoyado en un codo, oyó un crujir de ruedas.
Fayolle entrecerró los ojos e intentó distinguir las formas en la negrura. Muy lejos, tanto hacia el Bisamberg como hacia el Danubio, los vivaques iluminados le permitían calcular la distancia de los campamentos. ¿Quiénes venían? ¿Austríacos? ¿Franceses? ¿Qué hacían? ¿Qué objeto tenía aquella carreta? Los individuos se aproximaban, puesto que el ruido de las ruedas iba en aumento, y con él se confundían unas voces amortiguadas y un sonido de metal contra metal que no le sugería nada. En la duda volvió a tenderse y decidió mantener una inmovilidad absoluta. La carreta avanzaba en su dirección, y ya debía encontrarse tan sólo a unos metros. Con los ojos semicerrados, Fayolle entrevió unas siluetas inclinadas que sostenían faroles. A la tenue luz reconoció un gorro de granjero austríaco con su rama frondosa a modo de penacho. Retuvo la respiración y se hizo el muerto. Unos pies pisotearon el trigal y se detuvieron a su altura. Una mano le desanudó la pechera de hierro. Notó un aliento cerca de la cara.
– Venid, aquí hay una buena cosecha…
Al oír estas palabras pronunciadas en francés, Fayolle agarró la muñeca del ladrón, el cual chilló:
– ¡Hola! ¡Mi muerto se espabila! ¡Socorro!
– Cierra el pico le dijo uno de sus compinches.
Fayolle se sentó, apoyado en ambas manos. Dos servidores de ambulancia le miraban con los ojos desorbitados.
– ¿Así que no estás muerto? -le preguntó Gordo Louis.
– Ni siquiera parece demasiado herido -añadió Paradis, quien ahora se tocaba con un gorro austríaco.
– ¿Qué estáis haciendo? -gruñó Fayolle en tono amenazante.
– ¡Cálmate, amigo!
– Bien lo ves, recogemos las corazas, es la consigna -le explicó Paradis-. No debemos dejar nada detrás de nosotros.
– Salvo los muertos -dijo Fayolle con desprecio.
– Ah, eso… no nos han dicho nada sobre los muertos, y además hay demasiados.
Fayolle se levantó por fin, terminó de quitarse la coraza y la arrojó al carricoche.
– Puedes quedártela -le dijo Gordo Louis-, puesto que estás vivo.
El coracero se arropó con su manto español. Sus ojos se habituaron a la oscuridad de la noche y distinguió decenas de faroles cuyos portadores registraban la planicie. Paradis, Gordo Louis y varios servidores de ambulancia tanteaban el terreno con palos. Cuando tocaban el hierro de una coraza, se agachaban, la desanudaban y la amontonaban en su vehículo.