Lejeune debía llevar a Masséna la orden de repliegue que le había dictado el emperador, pero ya no tenía montura. Su yegua se había torcido una pata durante la última galopada, y como su ordenanza estaba de plantón en la orilla derecha desde su regreso de Viena, se había resignado a confiársela al criado de Périgord, el cual desconocía por completo los cuidados que requería el animal. El tiempo apremiaba. El coronel divisó a un zapador que llevaba por la brida el caballo de un húsar húngaro.
– Necesito este animal.
– No es mío sino de mi teniente.
– ¡Lo tomo prestado!
– No sé si mi teniente estará de acuerdo…
– ¿Dónde está?
– En el puente grande que ahora reparan.
– ¡No hay tiempo! Y además, este caballo ha sido robado.
– Eso no, es un botín de guerra.
– Lo devolveré antes de una hora.
– No puedo cargar con la responsabilidad…
– Si no te lo devuelvo, lo pagaré.
– ¿Quién me lo asegura?
Exasperado por aquel zapador embrutecido, Lejeune le pasó ante los ojos la carta que había firmado el mayor general e iba dirigida a Masséna. El otro se quedó atónito y soltó las riendas. Antes de que cambiara de parecer, Lejeune saltó a la silla roja con franjas doradas y guarnecida de piel y, orientándose a ojo de buen cubero, avanzó en sentido contrario al flujo de heridos que seguían pasando a la isla. Cuanto más se aproximaba al puente pequeño y más atestado estaba el camino, tanto más Lejeune hacía avanzar a su caballo entre aquella multitud, y no vacilaba en derribar fusileros con la cabeza vendada, mancos, inválidos, cojos que le amenazaban con el puño o le golpeaban las botas. El jaleo en el puente pequeño era trágico. Los fugitivos formaban una muchedumbre compacta y lenta.
– ¡Paso! ¡Paso! -vociferaba el coronel.
La masa humana le desbordaba, le hacía retroceder, pero él insistía, apartaba a los lisiados del cuello de su montura, e incluso alzó la fusta, aunque no se decidió a descargarla sobre los super vivientes de la batalla, los cuales alzaban unos ojos amenazantes o inexpresivos.
– ¡Orden del emperador!
– Orden del emperador -repitió rechinando los dientes un sargento de dragones, y tendió el muñón de su brazo izquierdo envuelto en un paño.
Lejeune llegó al final de esta pugna interminable y, en la orilla izquierda, se internó en el campo completamente a oscuras por encima del talud. Corría de un fuego a otro en la dirección de Aspern, donde Masséna debía acampar, pero ¿cómo estar seguro de ello? Aquí estaban los bloques sombríos de las primeras casas, y allá una calleja, pero el caballo no pudo entrar porque se lo impedían los muros derrumbados. Siguió hasta la próxima callejuela para salir a la plaza de la iglesia, atisbó a un centinela que encendía su pipa y se encaminó directamente a él para informarse. El centinela le había oído aproximarse. Antes de que el coronel hubiera dicho una palabra, le interrogó:
– Wer da?
Era un austríaco que le preguntaba «¿Quién vive?». En vez de huir y ocultarse en la oscuridad de la noche, lo que le habría valido un disparo de fusil, Lejeune tuvo buenos reflejos y respondió en la misma lengua que era un oficial del estado mayor:
– Stabsofzier!
Otro hombre salió de la callejuela, un comandante del regimiento de Hiller, el cual le preguntó la hora en alemán. Sin perder tiempo en sacar el reloj, Lejeune afirmó que era medianoche: -Mítternacht…
El centinela había apoyado el fusil contra un muro bajo. Cuando el comandante se encaminó hacia él, Lejeune volvió grupas y se salvó atravesando un bosquecillo. Oyó el silbido de las balas. Vagó sin rumbo al trote corto por un camino encajonado, el oído atento, cruzó vivaques con las fogatas encendidas pero abandonados y se internó en un bosque que le llevaba hacia el brazo muerto del Danubio. Pasaba entre dos árboles cuando un hombre cogió el caballo por el bocado y otro le tiró del brazo para hacerle caer de la silla. No llevaban chacós, pero a juzgar por sus uniformes desparejos y sus tahalíes, Lejeune creyó reconocer a los tiradores franceses, y gritó:
– ¡Coronel Lejeune, al servicio del emperador! Los dos tiradores le pidieron disculpas.
– No podíamos adivinar…
– Tenéis un caballo húngaro, así que, en fin, nos dijimos que era un buen botín.
– ¿Dónde está el mariscal Masséna?
– No sabemos mucho.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Que se le ha visto aún no hace una hora con nuestro general.
– ¿Quién es?
– Molitor.
– ¿Y dónde los habéis visto?
– Por allá, en el lindero de este bosque donde estamos.
– ¿Estáis de patrulla?
– Algo de eso hay.
– No os acerquéis demasiado al pueblo, los austríacos se están instalando.
– Lo sabemos. -¡Gracias!
Lejeune se adentró más en el monte bajo, y poco le faltó para que le hiriesen otras patrullas a causa de su caballo húngaro. Por fin un suboficial le acompañó al campamento provisional de Masséna, junto a un cañaveral que bordeaba el terreno pantanoso por donde no vendría de improviso ningún enemigo. Las numerosas antorchas y fogatas anunciaban un vivaque importante, y bajo sus trémulos resplandores Lejeune adivinó la delgada silueta de Sainte-Croix, rodeado de oficiales envueltos en sus mantos. Finalizaba el trayecto a pie cuando tropezó con un cuerpo extendido que se puso a chillar:
– ¡Eh! ¿Quién me pisa las piernas?
Masséna había dormitado una o dos horas mientras aguardaba la orden de repliegue. Se levantó, se sacudió la ropa, despotricó contra el tiempo húmedo y frío y, a la luz de la antorcha que sostenía un tirador soñoliento, leyó el mensaje del emperador. Lo dobló, se lo metió en un bolsillo de su largo manto, se ajustó el bicornio, dio las gracias a Lejeune y partió sin apresurarse hacia el grupo que charlaba cerca de las fogatas.
Fayolle había seguido hasta Essling el carricoche y su carga de corazas. Los fusileros de la joven Guardia batían el eslabón para encender fuegos de tablas y ramas, a medida que se instalaban, pero guardaban el arma en el portafusil y tenían las mochilas sujetas a la espalda. Había cadáveres hasta en los más pequeños recovecos, amontonados en confusión, ulanos, tiradores, austríacos, franceses, húngaros, bávaros, despojados de las botas y los uniformes, desnudos, destrozados, horribles. Algunos estaban medio quemados.
Fayolle se sentó en un banco en el jardincillo deteriorado de una casa baja, al lado de un húsar que tenía los ojos cerrados pero no roncaba. Los envoltorios de cartucho revoloteaban sobre la hierba.
– ¿Sabes dónde hay pólvora?
El húsar no respondió nada. Fayolle le sacudió el hombro, pero el jinete se desplomó: estaba muerto, y si aún vestía el uniforme era porque le habían creído dormido. Fayolle le registró, sacó la pólvora y las balas del talego que llevaba en bandolera y contempló las botas elegantes y flexibles. La batalla había terminado, pero el coracero sonrió pensando que por fin había encontrado unas botas de su talla. Descalzó al muerto, se quitó las alpargatas y se puso las botas. Entonces fue a acuclillarse cerca de la hoguera más cercana, donde ardían sillas y ramas. Tendió las manos, apreciando el calor. Oyó que le llamaban a sus espaldas:
– ¡Tú, el de ahí abajo!
Al volverse se encontró con la mirada suspicaz de un granadero de la Guardia, las manos en jarras, perfecto con sus polainas blancas.
– ¿Eres francés? ¿De dónde sales? ¿De qué regimiento? ¿No son de húsar esas botas que llevas?
– ¿No puedes callarte, bocazas de mierda?
– ¿Eres desertor?
– ¡Imbécil! Si hubiera desertado estaría lejos de aquí.
– Tienes razón. ¿Y bien?
– Coracero Fayolle. Las balas de cañón han destrozado a mi escuadrón. Me he caído del caballo, me he dado un porrazo y me he despertado cuando los carroñeros de las ambulancias me despojaban.