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– No hay que quedarse en estos parajes. Levantamos el campamento.

– No te preocupes por mi salud, ¿quieres?

Unos jinetes en fila de a cuatro avanzaron al paso entre las llamaradas de la plaza. Tras ellos desfilaron en desorden unos batallones que se perdieron a su vez en la calle principal. El ejército abandonaba Essling. El granadero se encogió de hombros, escupió al suelo y dejó a Fayolle después de añadir que le había advertido. Fayolle fue a sentarse de nuevo cerca de una fogata. Se sacó del cinto la pistola del capitán Saint-Didier y la limpió, pues la pólvora estaba mojada, la cargó con la pólvora nueva del húsar e introdujo la bala. Con el arma en la mano, se levantó, orgulloso de sus botas nuevas, y salió a la calle ancha bajo los olmos. La mayor parte de las casas estaban destruidas o amenazaban con derrumbarse, el tejado abierto por los obuses. Algunas que se habían incendiado humeaban todavía. La casa de la campesina en la que había entrado la antevíspera con el difunto Pacotte apenas se mantenía en pie. Todo un lienzo de pared que daba al jardín se había venido abajo. Fayolle quiso entrar, pero tenía necesidad de una antorcha y volvió sobre sus pasos, cogió un palo y lo encendió en uno de los vivaques abandonados. Esta iluminación era deficiente, pero lo mismo le daba. Con esa antorcha penetró en la casa por la brecha abierta en el muro. La escalera parecía intacta, y se arriesgó a subir. Avanzó en la penumbra del piso como si hubiera vivido allí durante mucho tiempo, y empujó la puerta del fondo. Vio la forma de un cuerpo sobre el colchón. El corazón le golpeaba en el pecho como un tambor de la Guardia. Se inclinó con la antorcha y contempló el cuerpo, sin duda el de un tirador, desnudo e identificable por las patillas. ¿Y si la campesina de la otra noche jamás hubiera existido? Dejó la antorcha sobre la cama, que se incendió, y entonces se apoyó en la sien el cañón de la pistola del capitán Saint-Didier y se saltó la tapa de los sesos.

Tras haber dejado atrás un último bosquecillo de sauces, el carromato de las armaduras se detuvo en la alta hierba. Paradis y sus colegas descubrieron de golpe el espectáculo de la retirada. Por debajo, en la pradera que descendía hacia la entrada del puente pequeño y que un espeso bosque ocultaba desde los pueblos y la gran planicie, humeaban centenares de hachones. En un montículo, ante sus oficiales personales, Masséna dirigía la evacuación, señalando con la fusta, como si fuese la puesta en escena de una ópera. El orden de los regimientos alineados sucedía a la confusión de los heridos. Los hombres iban andrajosos, hedían, estaban sucios y piojosos, hambrientos, casi barbudos, pero satisfechos de vivir y sin haber perdido brazos y piernas, con ojos para acordarse y bocas para contar. Se percataban de la suerte que habían tenido, y algunos oficiales sostenían un rosario. Sonreían, fatigados; la batalla había terminado. Los cascos de la caballería de Oudinot resonaban en las tablas del puente restaurado, y les siguieron los restos de la división Saint-Hilarle, los tiradores de Molitor, con sus penachos verdes y amarillos, encabezados por un sargento, el cual había enganchado su banderín a la boca del fusil y lo alzaba como una bandera. Ciertamente, los colores apenas se distinguían, pero Vincent Paradis juró que los veía, por lo acostumbrado que estaba a verlos. El general Molitor fue a saludar a Masséna, el cual se quitó el sombrero empenachado y avanzó a continuación de los dos mil soldados que le habían quedado. Detrás se dispusieron otros tiradores, fusileros, cazadores a pie reagrupados por Carra-Saint-Cyr y Legrand. Este último, un hércules, lucía su enorme bicornio con el borde cortado en forma de media luna por un proyectil. No se oía un murmullo, sólo el sonido metálico del armamento. Los zapatones golpearon el suelo y luego el piso de madera, y los batallones desaparecieron uno tras otro bajo los árboles negros de la isla Lobau.

– ¡Avanzad, pillastres!

– ¡Pillastre tu padre!

Un tren de artillería llegó al lugar donde estaban los servidores de la ambulancia. Los caballos de tiro babeaban mientras remolcaban grandes cañones que se bamboleaban en los baches. Un artillero a caballo, con su interminable penacho de plumas rojas en el chacó, el mostacho erizado como un escobillón, se desgañitaba para dirigir su convoy. Los conductores con guerreras azul celeste, pero sucias de pólvora, azotaban las grupas de los animales asustados.

– ¡Vamos, avanzad!

– ¡Si quiero! -gritó Gordo Louis, y golpeó con la palma los ollares del caballo, que se encabritó.

El artillero estuvo a punto de caer, recobró el equilibrio por los pelos y soltó un juramento. Sus compañeros se apresuraron a rodear a Gordo Louis, el cual se sacó un cuchillo del cinto. El artillero montado se encaró la carabina y le apuntó.

– Está bien -dijo Gordo Louis, guardándose el cuchillo.

Los servidores de la ambulancia desviaron su carro por los abrojos para contemplar el paso de cañones y arcones vacíos que rodaban cuesta abajo. Una rueda pasó sobre unas piedras, un ar cón volcó. Los conductores tiraron de la rueda para levantar el vehículo.

– No valía la pena correr tanto -masculló Gordo Louis.

La carreta bajó la pendiente, pero se apartó de los regimientos que afluían al fondo de la pradera. Gordo Louis la condujo detrás de la antigua ambulancia del doctor Percy, trasladada a la isla. Numerosos vehículos requisados, desde calesas a carros de heno, permanecían estacionados antes de cruzar el puente pequeño. Transportaban el mismo batiborrillo de corazas y fusiles. Vincent Paradis fue a apoyarse contra un montículo para aguardar su turno mientras contemplaba el repliegue de las tropas. Cuando se dio cuenta de que estaba apoyado en el montón de brazos y piernas cortados por Percy y sus ayudantes, se levantó de un salto, titubeó y fue a la orilla del río, donde se arrodilló para vomitar, y luego se limpió con hojas los labios goteantes. Como tenía mal sabor de boca, arrancó una brizna de hierba y se puso a mascarla. Llegaron los escuadrones formados de nuevo. Bessiéres se separó, hizo avanzar a su caballo hasta detenerlo ante Masséna y, asegurado sobre los arzones de ambas sillas, arrojó a la hierba dos banderas austríacas. Entretanto la caballería desfilaba entre los hachones que hacían relucir las armas y los ornamentos de los uniformes, cuyos remiendos e improvisación se olvidaba aquella noche. Pasó en primer lugar la primera división de caballería al mando del conde de Nansouty, con las cimeras de cuero que surgían de la piel negra de los cascos, luego brillaron los blancos pantalones de los dragones, las solapas escarlata de los carabineros…

– ¡Vaya, ahora se pone a llover! -dijo Paradis.

Gruesas gotas tamborileaban en las pecheras de hierro amontonadas en la carreta.

A las tres de la madrugada, un brusco viento abrió la ventana y Henri se levantó en seguida. Los dientes le castañeteaban y, tras encasquetarse el gorro de dormir hasta las orejas, se puso un sobretodo sobre la camisa. Llovía intensamente. Se disponía a cerrar la ventana cuando oyó un ruido sordo y se asomó para inspeccionar la calle. La berlina policial estaba como siempre, estacionada ante la casa, pero otra, tirada por caballos empapados, se había situado junto a ella y le bloqueaba las portezuelas. ¿Quién había disparado? ¿Y había sido, por otra parte, un disparo? Henri ya no tenía frío, su curiosidad le impedía quejarse. Oyó pasos apresurados en la escalera, chirrido de puertas, cuchicheos: ardía en deseos de saber lo que se tramaba y se apresuró a vestirse en la oscuridad. Cuando se asomó de nuevo a la calle, distinguió unas formas que se metían en el segundo coche, y creyó reconocer la silueta de Anna bajo una capucha y las más débiles de sus hermanas y el ama de llaves. Unos hombres con sombrero de ala ancha cuyos bordes chorreaban las ayudaron a subir, y luego uno de ellos se encaramó al asiento del cochero e hizo restallar el látigo. El coche partió bajo la tromba de agua. Henri abandonó su habitación a toda prisa, bajó corriendo la escalera principal y llegó a la planta baja. Tuvo un acceso de pavor al cruzarse con un individuo que le miraba en la negrura, pero no era más que su propia imagen reflejada en un espejo. Vestido de aquella manera apresurada se sentía grotesco, la levita, el sobretodo encima, los calzoncillos largos dentro de las botas, y en especial el gorro de dormir que se quitó de un manotazo para metérselo en un bolsillo. Abrió de par en par los batientes de la puerta cochera, pero no se atrevió a salir con aquel diluvio. Entre los adoquines corrían arroyuelos, y el agua que caía en cascadas de los tejados le salpicaba. Pensó en los soldados que estaban en la planicie transformada en un lodazal, luego en la escena que acababa de sorprender, y estornudó. Regresó a la cocina y consultó el reloj, llamó, subió a los pisos, empujó las puertas. Las camas ni siquiera estaban deshechas. La huida de Anna y su familia había sido premeditada, pero ¿a quién había seguido y para ir adónde?

Abajo, en el vestíbulo, había movimiento. Voces y pisadas de botas llenaban la escalera. Henri no tuvo tiempo de encerrarse en el primer salón y le rodeó una nube de gendarmes.