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– ¿Quién sois? -le preguntó un oficial con el uniforme mojado.

– Os hago la misma pregunta.

– ¡Vaya, el señor se las da de astuto!

– Dejad tranquilo al comisario señor Beyle, no tiene nada que ver.

Schulmeister subía la escalera y sus gendarmes se empujaban unos a otros para cederle el paso. Se sacudió y entregó su capa a un guindilla que le seguía, uno de aquellos a los que Henri había observado delante de la berlina parada en la Jordangasse. También reconoció al segundo, que se apretaba contra un brazo una especie de compresa, pues una bala disparada por la ventanilla del coche le había desgarrado la levita y la piel.

– ¿Podéis explicarme todo esto, señor Schulmeister?

– ¿No hay nadie más en esta casa?

– Está desierta.

El jefe de policía despidió a los gendarmes y acompañó a Henri a su habitación. Uno de sus confidentes encendió la bujía mientras el otro, el herido, iba a cerrar la ventana con la mano indemne.

– La señorita Krauss ha ido a reunirse con su amante, señor Beyle.

– ¿Lejeune?

– Otro coronel.

– ¿Périgord? ¡No puedo creerlo!

– Yo tampoco.

– ¡Decidme quién es, por el amor de Dios!

– Un oficial austríaco, señor Beyle, una especie de mariscal de campo del príncipe de Hohenzollern.

Henri se dejó caer en la única silla, estornudó de nuevo y se quedó atónito, los ojos lagrimeantes a causa de la fiebre.

– ¿No habéis visto nada?

– Nada, señor Schulmeister.

– Ya sé que vos nunca veis nada…

– ¿Quién se ha llevado a Anna?

– ¡Guerrilleros, según dicen, agitadores como el señor Staps, que nos causan tantas dificultades! ¿Qué es eso?

– Las campanas de San Esteban -respondió Henri, aspirando por la nariz.

– Se diría que tocan a rebato… ¿Me permitís? Schulmeister indicó con la mano la ventana.

– De todos modos, ya estoy enfermo -respondió Henri-. Abrid, abrid…

Y se sonó con tanta fuerza que hizo vibrar los vidrios. Las campanas de Viena tocaban a vuelo, se respondían de una iglesia a otra y, más allá de las murallas, se unían a las de los suburbios, tal vez incluso las de los pueblos a diez leguas a la redonda. A pesar de la lluvia, la gente salía a las calles y gritaba.

– ¿Qué dicen esos vieneses, señor Schulmeister?

– «Hemos ganado», señor Beyle, eso es lo que dicen.

– ¿Hemos? ¿Quiénes, nosotros?

– Vamos a informarnos.

Volvieron a ponerse sombreros, capas y abrigos y salieron a las calles como si se dispusieran a merodear. Pequeños grupos de ciudadanos conversaban animadamente. Schulmeister pidió a Henri que se quitara la escarapela de su goteante sombrero de copa, y se mezclaron con los paisanos muy agitados que difundían noticias calamitosas:

– ¡Los franceses están encerrados en la isla Lobau!

– ¡El archiduque los somete a una lluvia de metralla!

– ¡El emperador ha sido hecho prisionero!

– ¡No, no, le han matado!

– ¡Bonaparte ha muerto!

Schulmeister tomó una lista que circulaba y la consultó bajo un porche iluminado por un farol.

– ¿Qué dice este papel?

– Que han muerto cincuenta mil franceses, señor Beyle. Aquí están sus nombres, en fin, algunos…

Sonaban las campanas, ensordecedoras.

Los rumores que corrían por Viena no eran ciertos. El emperador se encontraba en Schónbrunn y sostenía una entrevista con Davout. Antes de que empezara a llover, se había reunido con el ejército del Rhin, bajo las aclamaciones de las tropas, y luego el mariscal le había acompañado en su calesa y con la escolta de un escuadrón de cazadores a caballo. Durante el trayecto había mantenido los dientes apretados, pero una vez en el castillo, en el salón de las Lacas, trató de analizar la situación en voz alta:

– ¡Esta noche no amo los ríos!

Napoleón cogió una sillita dorada por el respaldo y la estrelló contra un velador, al tiempo que atronaba:

– ¡Odio el Danubio, Davout, como los soldados os odian a vos!

– En tal caso, Síre, compadezco al Danubio.

El mariscal Davout, duque de Auerstaedt, era calvo pero lucía grandes patillas que se rizaban en las mejillas, y en el extremo de la nariz le cabalgaban unos anteojos redondos, porque era muy miope. Sabía que le detestaban por su extrema severidad y su indecente manera de hablar. Trataba a sus oficiales como si fuesen criados, pero jamás le habían vencido y era riguroso. Aquel aristócrata borgoñón, ferviente republicano al comienzo de la Revolución, mostraba una fidelidad excepcional al Imperio. El hecho de que mantuviera la calma no hacía más que aumentar el furor de Napoleón:

– ¡Hemos estado en un tris! ¡Si hubierais salido por la derecha de Lannes habríamos vencido!

– Sin duda.

– ¡Como en Austerlitz! -Todo estaba dispuesto.

– ¡Si ese asno de Bertrand hubiera podido reparar el puente grande por la noche, mañana por la mañana habríamos derrotado a los ejércitos alelados de Carlos!

– Sin ningún problema, Sire, los austríacos están extenuados. Yo habría cruzado el Danubio con mis divisiones frescas y los habríamos aplastado como a chinches.

– ¡Chinches! ¡Eso es! ¡Chinches!

El emperador tomó una pizca de tabaco y se lo introdujo en la nariz.

– ¿Qué proponéis, Davout?

– ¡Sopla! Podríamos cenar, Síre. ¡Me muero de hambre y una batería de capones austríacos no me espantaría!

La isla se poblaba. Millares de soldados se deslizaban como sombras al abrigo de los oquedales. Los más afortunados se apoyaban en un tronco, se dejaban caer sobre el musgo y se adormecían con los pies en los charcos. Aquel acantonamiento hacía ir de cabeza a la intendencia, que jamás lograría alimentar a semejante masa humana. En cuanto a las provisiones enviadas por Davout en pequeñas embarcaciones, cuando llegaban intactas a la ribera, eran devoradas tan pronto como las desembarcaban.

Ahora los heridos gemían bajo grandes toldos o apoyados en un muro de carretillas. Los servidores de la ambulancia habían utilizado los barriles para recoger el agua de lluvia y construido canalones de cañas para canalizar el agua retenida en bolsas sobre las telas tendidas en las ramas. Se afanaban por calentar a cubierto su infecto caldo de carne caballar, y colocaban en cubetas las cabezas y tripas que los prisioneros, encerrados en el extremo arenoso de la isla Lobau, se comerían crudas. De vez en cuando un enfermero, que hacía la ronda entre los cuerpos tendidos, recogía a un muerto, lo arrastraba en medio de la indiferencia de los demás hacia una playa y lo arrojaba al río.

Delante, en la pradera, hacía horas que la lluvia había extinguido los hachones, pero Masséna seguía en aquel lugar. Rígido, como una estatua que se alzara en medio del barro, chorreante, cuidaba de que el conjunto del ejército que le había confiado el emperador abandonara rápidamente la orilla izquierda para refugiarse en los bosques de la isla.

– No queda más que la Vieja Guardia, señor duque -dijo Sainte-Croix, las plumas de cuyo bicornio pendían de una manera lamentable.

– Está empezando a amanecer, lo hemos conseguido. -Ahí llegan los últimos…

En efecto, el general Dorsenne llegaba a la cabeza de un batallón de fantasmas grises, envueltos en capotes muy pesados a causa de la lluvia que los había empapado. Chapoteaban y resba laban al bajar por la colina, pero se esforzaban por marchar al paso y levantaban los terrones que se les pegaban a las suelas. Las banderas mojadas se enredaban en sus astas. Los clarinetes tocaban en sordina una marcha imperial. Los tambores ya no redoblaban, y estaban cubiertos de mandiles para que el agua no les distendiera la piel. Dorsenne se detuvo al lado de Masséna, y Sainte-Croix tuvo que ayudarle a bajar de la silla, pues había sufrido una herida en el cráneo y parecía muy débil. Sus guantes, atados alrededor de la frente, le servían como apósito.

– No es más que un rasguño -comentó.

– ¡Haceos examinar en seguida! -rugió Masséna-. ¡Lannes, Espagne, Saint-Hilaire, ya es suficiente!

– Cuando hayan pasado mis granaderos y cazadores.

– ¡Testarudo como un mulo!

– No tengo derecho a desaparecer antes del último acto, señor mariscal. Eso daría un mal ejemplo.

Masséna le tomó del brazo para presenciar el desfile de los granaderos que se internaban en el puente pequeño zarandeado por el Danubio.

– Traigo conmigo a más de la mitad -precisó Dorsenne.

– Sainte-Croix -dijo Masséna-, llevad vos mismo al general a que le vea el doctor Yvan.

– O Larrey -dijo Dorsenne, pálido como la cera.

– ¡Oh, no, desdichado! ¡Larrey sería capaz de amputaros la cabeza! Como el doctor Guillotin, corta todo lo que sobresale, ¿sabéis?

Tras esta chanza, se separaron. A continuación Masséna ordenó a sus oficiales:

– Adelante, señores. Os sigo.

Los oficiales se hallaban en la isla cuando resonó una andanada en las inmediaciones de Aspern. Masséna sonrió.