– Y lejos de Roma, en Florencia, por ejemplo. Sus insolencias me irritan y el eccema empezará a picarme, ¿no es cierto, Corvisart? ¡No pongas esa cara, Berthier! No se trata de religión, sino de política. (A su calzador, mirándose las botas.) ¿Habéis visto el cuero? Se agrieta a pesar de la cera.
– Necesitaríais unas botas nuevas, Síre.
– ¿Cuánto costarían?
– Unos dieciocho francos, Vuestra Majestad.
– ¡Demasiado caro! Berthier, ¿está todo a punto para la revista?
– Las tropas os esperan.
– ¿Hay público?
– Mucho. A los vieneses les encantan los desfiles, y tienen curiosidad por veros.
– Subito!
Y durante más de una hora, bajo aquel calor, Napoleón permaneció sobre su caballo blanco, en uniforme de coronel de granaderos, chaleco, guerrera azul, bocamangas rojas, en medio de su estado mayor al completo. La Guardia Imperial desfiló en un orden perfecto al compás de la música. Los hombres habían descansado y estaban limpios, afeitados, bruñidos, sin que les faltara ningún botón ni guarnición, y la muchedumbre aplaudía al paso de las banderas. El emperador quería mostrar que su ejército no estaba por los suelos, que los sangrientos combates a orillas del Danubio no habían sido más que un contratiempo. Esto debía impresionar a los habitantes de Viena y reavivar la moral de los soldados. Al final de esta demostración, Napoleón desmontó y atravesó el antepatio para entrar de nuevo en el palacio. En aquel momento, un joven salió de entre la multitud mal contenida por los gendarmes. Berthier se interpuso:
– ¿Qué queréis?
– Ver al emperador.
– Si tenéis que hacerle una petición, dádmela y se la haré llegar para que la lea.
– Quiero hablarle, y sólo a él.
– Es imposible. Adiós, joven.
El mayor general ordenó a los gendarmes con una seña que empujaran al joven hasta mezclarlo con el público que todavía aclamaba, y entonces se reunió con el emperador en el interior del palacio de Schónbrunn. El joven seguía agitándose, volvió a liberarse y dio unos pasos más por el patio adoquinado. Esta vez intervino personalmente el coronel de la gendarmería para pedirle que circulara, pero, inquieto por la mirada del joven exaltado, ordenó a sus hombres que lo prendieran. Él se debatió. En el interior de su levita verde, entreabierta, el oficial vio el mango de un cuchillo, se lo quitó y ordenó que condujeran al individuo ante uno de los oficiales de ordenanza del emperador. Era Rapp, el alsaciano, y se entabló un diálogo en alemán.
– ¿Sois austríaco?
– Alemán.
– ¿Qué queríais hacer con este cuchillo?
– Matar a Napoleón.
– ¿Os dais cuenta de la enormidad de vuestra confesión?
– Escucho la voz de Dios.
– ¿Cómo os llamáis?
– Friedrich Staps.
– ¡Estáis muy pálido!
– Porque mi misión ha fracasado.
– ¿Por qué queríais matar a Su Majestad?
– Sólo puedo decírselo a él.
Informado de esta peripecia, el emperador consintió en recibir a Staps. Su juventud le causó asombro, y se echó a reír.
– ¡Pero si es un chiquillo!
– Tiene diecisiete años, Síre-dijo el general Rapp.
– ¡Pues parece tener doce! ¿Habla francés?
– Un poco -respondió el muchacho.
– Vos traduciréis, Rapp. (A Staps.) ¿Por qué queríais apuñalarme?
– Porque sois el causante de la desgracia de mi país.
– ¿Acaso vuestro padre ha muerto en la batalla?
– No.
– ¿Os he perjudicado personalmente?
– Como a todos los alemanes.
– ¡Sois un iluminado!
– Mi salud es perfecta.
– ¿Quién os ha adoctrinado?
– Nadie.
Berthier dijo el emperador, volviéndose hacia el mayor general-, que venga el bueno de Corvisart…
Llegó el médico, le pusieron al corriente de la situación, observó al joven, le tomó el pulso y dijo:
– No sufre una agitación intempestiva, el corazón late a su ritmo normal, vuestro asesino goza de buena salud…
– ¡Ya veis! -exclamó Staps en un tono de triunfo.
– Señor -dijo el emperador-, si me pedís perdón, podréis marcharos. Todo esto no es más que un juego infantil.
– No voy a excusarme.
– Inferno! Ibais a cometer un crimen.
– Mataron no es un crimen sino una buena acción.
– Si os perdono, ¿volveréis a vuestra casa?
– Lo intentaré de nuevo.
Napoleón daba golpecitos con la bota en el entarimado. El interrogatorio empezaba a enojarle. Bajó los ojos para no seguir viendo al joven Staps y, cambiando de tono, dijo en voz seca a los testigos de la escena:
– ¡Que se lleven a este cretino con cara de ángel!
Esto equivalía a una condena a muerte. Friedrich Staps se dejó atar. Los gendarmes le empujaron hacia una puerta mientras el emperador salía por otra.
La vida seguía en Viena igual o casi igual que antes de la batalla. Daru había recibido autorización para requisar varios palacios a fin de establecer en ellos hospitales en condiciones. Los heridos habían sido evacuados de la isla, y descansaban entre sábanas blancas, con una rama en la mano para abanicarse y espantar las moscas. Se había puesto tarifa a las heridas: cuarenta francos por dos miembros cortados, veinte francos por un miembro y diez por las demás heridas si provocaban alguna disminución fisica. El tesorero Peyrusse gratificó con este donativo, según su cálculo personal, a diez mil setecientos heridos.
Como al doctor Percy le faltaba personal, a pesar de sus continuas quejas, y el número de heridos requería cuadrillas de enfermeros, ayudantes, cantineros, lavanderas, planchadores, el general Molitor le había dado permiso para conservar al tirador Paradis a su servicio:
– Este hombre no es adecuado para el combate -había aducido el médico-, lo que ha sufrido le ha dañado un poco, pero tiene dos brazos, dos piernas, es robusto y le necesito. Me será más útil que a vos.
Así pues, Molitor había firmado el cambio de destino sin refunfuñar. Por otro lado, esperaba la llegada de reclutas para cubrir las vacantes de su división. Y de esta manera, cierta vez que acarreaba un cubo de agua sucia, Paradis vio por primera vez a su emperador tan cerca que hubiera podido tocarlo: visitaba el hotel del Príncipe Alberto, convertido en hospital, para condecorar a los valientes lisiados sin piernas que lloraban de emoción.
Como no había sido posible llevar a Viena a los heridos más graves, los habitantes de Ebersdorf, delante de la isla Lobau, los albergaban. Al mariscal le habían amputado ambas piernas. Se alojaba en casa de un cervecero, en el primer piso, en una habitación encima de la cuadra. Durante cuatro días creyeron que iba a restablecerse, hablaba de prótesis, soñaba con el porvenir, imaginaba el modo de dirigir un ejército cuando uno carece de piernas, en un tonel, decía, como el almirante Nelson. El calor era extremo y llegó a los treinta grados. Las heridas se infectaban, la habitación apestaba. Un criado abandonó al mariscal a causa de los miasmas que no podía soportar, el otro cayó enfermo y Marbot, el fiel Marbot, se quedó solo a la cabecera de su mariscal. Se olvidaba de cuidarse la pierna, la cual se hinchaba e inflamaba. Velaba noche y día, recogía confidencias y esperanzas, ayudaba lo mejor que podía a los doctores Yvan y Franck, este último un cirujano de la corte austríaca que se había puesto a disposición de sus colegas franceses. Pero todo era inútil. El mariscal Lannes divagaba, ya no dormía, creía de veras que estaba en la llanura de Marchfeld, daba órdenes imaginarias, veía avanzar batallones en la niebla, oía los cañonazos. No tardó en dejar de reconocer a quienes le rodeaban, confundía a Marbot con su amigo Pouzet, a quien habían enterrado. Napoleón y Berthier le visitaban a diario, tapándose la boca con un pañuelo para no respirar aquel espantoso olor de carne en descomposición. El emperador había renunciado a hablar. Lannes le miraba como si fuese un desconocido. En toda una semana no pronunció más que una sola frase lúcida ante Napoleón:
– Nunca serás más poderoso de lo que eres, pero podrías ser más querido…
Los vieneses no pueden estar demasiado tiempo sin música. Una semana después de la batalla, el Teatro de Viena estaba lleno a rebosar. Los oficiales franceses ocupaban las cuatro hileras de palcos, a menudo acompañados de hermosas austríacas con vestidos de volantes, muy escotados, que agitaban ante sus gargantas desnudas y redondeadas abanicos de plumas. Aquella noche representaban el Don Juan de Moliére modificado para la ópera. Sganarelle salía a escena cantando y los decorados cambiaban a la vista. Los árboles del jardín, que parecían auténticos, giraban para transformarse en columnas de mármol rosa, un matorral revelaba al girar unas cariátides, la hierba se enrollaba para convertirse en una alfombra oriental, el cielo se decoloraba, monumentales arañas de luces pendían de las cimbras, las paredes se deslizaban, una escalera se desplegaba. Una multitud de coristas vestidas con dominós invadía el inmenso escenario para representar un baile de máscaras, y doña Elvira cantaba la invitación que había recibido de don Juan. Los espectadores participaban, llevaban el compás, se levantaban, lanzaban vivas, ovacionaban, exigían que se cantara de nuevo un aria que les había complacido. A Henri Beyle y LouisFrançois Lejeune, este último con uniforme de gala, les gustaba aquel espectáculo tan vienés. Mientras hacía una cura de aguas en Baden, el coronel no había olvidado a Anna, pero su rencor era menos vivo, y unas jóvenes rubias habían logrado distraerle. En el palco, los dos amigos intercambiaban rápidos comentarios sobre los cantos y los decorados. Madame Campi, quien interpretaba a la hija del comendador, les parecía demasiado delgada y muy fea, pero su voz les encantaba.