– Dame el anteojo -pidió Henri a su amigo.
Lejeune le prestó el anteojo de larga vista que había utilizado en Essling para estudiar los movimientos de la artillería austríaca. Henri aplicó el ojo y tendió el instrumento al coronel.
– Mira, es la tercera corista empezando por la izquierda.
– Es mona -comentó Lejeune mientras miraba-. Tienes gusto.
– Decir de Valentine que es mona quizá no sea el término preciso. Bonita, sí, chispeante, también, juguetona, a menudo divertida.
– ¿Me la presentarás?
– Por supuesto, Louis-François. La veremos entre bastidores. Henri no se atrevió a precisar que Valentine era charlatana como una cotorra, pesada y excesiva, pero a pesar de todos sus defectos, ¿no era la clase de mujer que le convenía a LouisFrançois? Era todo lo contrario de Anna Krauss, le aturdía a uno. El Don Juan proseguía alejándose de Moliére. En el último acto, cuando la estatua del comendador se sumía bajo tierra, una nube de demonios cornudos atrapaba a Don Juan. En el escenario el Vesubio entraba en erupción y unos ríos de lava bien imitada fluían hasta el proscenio. Los demonios, riéndose sarcásticamente, hacían desaparecer al gentilhombre por el cráter, y caía el telón. Henri llevó a Lejeune hacia los camerinos, y en los pasillos se cruzaron con actrices semivestidas que se extasiaban bajo los cumplidos de sus admiradores.
– Parece como si estuviéramos en el salón de descanso del Teatro de Variedades -comentó el coronel, sonriendo por fin.
Y, en efecto, tanto allí como en París uno se codeaba con dramaturgos, ninfas, periodistas que criticaban o estaban de cháchara. Henri conocía el camino. Valentine compartía su came rino con otras coristas que se estaban quitando el maquillaje. Vestía tan sólo una túnica y el beso en la mano que le dio LouisFrançois la dejó embelesada.
– Te llevamos a cenar al Prater -le dijo Henri.
– ¡Buena idea! -replicó ella con los ojos fijos en el oficial, a quien preguntó en un tono bromista-: Así pues, ¿habéis estado en esa horrible batalla?
– Sí, señorita.
– ¿Me la contaréis? ¡Desde las murallas no se veía nada!
– De acuerdo, si aceptáis posar para mí.
– Louis-François es un pintor excelente -explicó Henri ante la sorpresa de Valentine.
Ella parpadeó.
– Pintor y militar -añadió Lejeune. -¡Admirable! Posaré para vos, general.
– Coronel.
– ¡Vuestro uniforme es de general, por lo menos!
– Es él quien lo ha diseñado -precisó Henri.
– ¿Me diseñaréis vestidos para la escena?
Aguardaron en el exterior a que Valentine se cambiara. Un grupo discutía a su lado, y les llegaban retazos de conversación.
– ¡Un iluminado, os lo juro! -decía un señor, gordo con levita negra.
– ¡Pero era tan joven! -decía una cantante con voz trémula.
– Sea como fuere, ha intentado asesinar al emperador.
– ¡Lo ha intentado, es cierto, pero no lo ha hecho!
– La intención basta.
– ¡De todos modos, fusilarlo por una tentativa tan loca.
– Su Majestad quería salvarle.
– ¡Vamos, hombre!
– Sí, sí, me lo ha dicho el general Rapp, que estaba presente. El muchacho se mostró testarudo, insultó al emperador, y después de eso, ¿cómo queríais que le perdonara?
– En Viena se murmura que va a convertirse en un héroe.
– Por desgracia, eso no es imposible.
– Acusarán al emperador de dureza.
– Su vida estaba en juego y, por lo tanto, también las nuestras.
– ¿Cómo se llamaba ese héroe vuestro que se creía Juana de Arco?
– Staps o Staps.
Henri se sobresaltó al oír el nombre. Durante la cena, él fue el más taciturno. Valentine divirtió a Louis-François, y decidieron volver a verse.
La isla Lobau estaba irreconocible. En unos pocos días, el campamento fortificado que gobernaba Masséna se había convertido en una ciudad camuflada, salida de los matorrales y los carrizos, con calles bordeadas de reverberos, fortificaciones sólidas, canales saneados para que llegaran por ellos embarcaciones cargadas de harina y municiones. Aquí, una manufactura; allá, hornos para cocer el pan. Más allá, en un calvero vallado, había rebaños de bueyes. En las abadías vecinas o en los sótanos de los paisanos vieneses, el ejército había hecho acopio de vino para alegrar a la tropa y los obreros, pues doce mil marinos y otros tantos soldados del cuerpo de ingenieros y carpinteros de armar trabajaban en la construcción de tres grandes puentes sobre pilotes, protegidos corriente arriba por una estacada de vigas que detendría los objetos flotantes. Los austríacos, a los que se divisaba en la ribera de Essling, no podían ver los cañones de gran calibre que les apuntaban. Cada mañana, el coronel Sainte-Croix, tras haber inspeccionado el estado de las obras, corría a Schónbrunn para dar cuenta de los progresos al emperador. Los centinelas y chambelanes habían aprendido a reconocerle, le respetaban, era familiar y entraba sin llamar en el salón de las Lacas.
El 30 de mayo, a las siete de la mañana, cuando Sainte-Croix se presentó al emperador, éste tomaba su vaso de agua.
– ¿Queréis? -le preguntó el emperador, mostrándole la jarra-. La fuente de Schónbrunn es fresca y muy deliciosa.
– Os creo, Majestad, pero prefiero el buen vino.
– D'accordo! ¡Constant! Señor Constant, enviaréis al coronel doscientas botellas de burdeos y otras tantas de champaña. Entonces el emperador y su nuevo valido subieron a la berlina que les condujo a Ebersdorf, ante los puentes. En ese pueblo, Napoleón se detuvo unos instantes para visitar al mariscal Lannes, de quien sabía que su salud era muy precaria y su agonía se eternizaba. Aquella mañana, Marbot había abandonado la cabecera del moribundo. Esperaba delante de las cuadras, apoyado en un bastón a causa del dolor en la pierna herida. El emperador lo vio al bajar de la berlina:
– ¿Y el mariscal?
– Ha muerto esta mañana, Sire, a las cinco, en mis brazos. Su cabeza cayó sobre mi hombro.
El emperador subió al piso y permaneció una hora junto al cuerpo, en la habitación nauseabunda. Luego felicitó a Marbot por su lealtad y le pidió que hiciera embalsamar al mariscal antes de repatriarlo a Francia. Pensativo, siguió a Sainte-Croix, que le mostraba las últimas obras. Permaneció silencioso y no abrió la boca hasta que entró en la tienda de Masséna. El duque de Rivoli tenía una pierna vendada, y le recibió sentado en un sillón.
– ¡Cómo! ¿Vos también? ¿Qué os ha pasado? ¡La batalla ha terminado, que yo sepa!
– Me caí en un hoyo oculto por la maleza, y desde entonces cojeo. A mi edad los huesos son frágiles, Sire.
– Tomad las muletas y seguidme.
– Mi médico debe cambiarme el apósito a cada vayamos demasiado lejos.
Masséna renqueó detrás del emperador y cual le explicaba el funcionamiento de las lanch que había empezado a construir.
– En cada embarcación caben trescientos h proa, ¿veis?, hay un mantelete para resguardo llegamos a la orilla se abate y sirve como tierra.
El emperador visitó varios talleres y las fortificaciones, y entonces expresó su deseo de pasear por la ribera arenosa donde sus soldados solían bañarse bajo las miradas regocijadas de los austría cos. Para evitar riesgos, Napoleón y el mariscal se pusieron capotes de sargento.
– Dentro de un mes atacaremos -dijo el emperador-. Tendremos ciento cincuenta mil hombres, veinte mil caballos y quinientos cañones. Berthier me lo ha confirmado. ¿Qué es eso que hay allá, al fondo de la planicie?
– Las barracas del campamento del archiduque.
– ¿Tan lejos?
El emperador, provisto de una ramita, dibujó un plano en la arena.
– En los primeros días de julio, pasamos en masa. MacDonald y el ejército de Italia, Marmont y el ejército de Dalmacia, los bávaros de Lefebvre, los sajones de Bernadotte. Vuestras divisiones, Masséna, se sitúan entre los pueblos… -Alzó la cabeza para observar la planicie-. ¡Masséna, y vos, Sainte-Croix, mirad lo que os digo, en el lugar donde el archiduque ha levantado sus barracas, ahí estará su tumba! ¿Cómo se llama esa planicie en la que se respalda?
– Wagram, Síre.
París, 17 de marzo de 1997