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En efecto, tres años atrás el emperador había decidido aislar a Inglaterra, prohibiendo sus productos en el continente, pero eso no impedía el contrabando. Por otra parte, los capotes del ejérci to eran de paño tejido en Leeds, y los zapatos procedían de Northampton. Inglaterra seguía dominando el comercio mundial, y era la Europa imperial la que se condenaba a la autarquía: de pronto faltaba el azúcar y el añil para teñir de azul los uniformes, de lo que Daru se quejaba:

– Nuestros soldados visten de cualquier manera, con lo que cogen en los pueblos o después de los combates. ¿A qué se parecen, queréis decírmelo? ¡A una compañía de actores trágicos, ambulantes y andrajosos! Tienen chaquetas grises birladas a los austríacos, ¿y qué es lo que pasa? ¿No lo sabéis? Os lo voy a decir, coronel, os lo voy a decir… (suspiró ruidosamente). A la primera herida, por leve que sea, sobre un tejido claro la sangre se extiende y hace visible; un rasguño da la impresión de un bayonetazo en la tripa, ¡y esa sangre desmoraliza a los otros, les causa un miedo profundo, los paraliza! (Daru adoptó de repente el tono de voz de un comerciante de ropa:) Mientras que sobre el azul, un hermoso azul muy oscuro, esas manchas desgraciadas se ven menos y, por lo tanto, asustan menos…

El conde Daru se dejó caer en un sillón de estilo rococó, cuya madera hizo crujir, y desplegó un mapa de estado mayor mientras proseguía su discurso:

– Su Majestad quiere plantar glasto cerca de Toulouse, Albi, Florencia… Muy bien. ¡Antes esa hierba crecía de maravilla, pero no tenemos tiempo! Y además ¿habéis visto los reclutas? ¡A su lado los del año pasado tienen pinta de veteranos! Hacemos la guerra con críos disfrazados, coronel… (examinó el mapa y volvió a cambiar de tono:) ¿Dónde queréis ese puente?

Lejeune indicó la isla Lobau sobre el mapa desplegado. Daru suspiró todavía más fuerte:

– Vamos a ocuparnos de ello, coronel. -¿Os daréis mucha prisa?

– Lo antes posible.

– También hay que reunir cordajes, cadenas…

– Eso es más facil, pero supongo que no habéis probado bocado desde esta mañana.

– Así es.

– Aprovechaos de mis cocineros. Hoy han hecho un guisado de ardilla, lo mismo que ayer y que mañana. No está mal, se parece un poco al conejo, ¡y además hay tantas en el parque! Luego… ¡pues nos zamparemos los tigres y los canguros de la casa de fieras del castillo! Eso promete ciertas emociones a nuestros estómagos hastiados… Id a ver al comisario Beyle, que está en la oficina de arriba. Yo os dejo. Los hospitales no están listos, el forraje no llega con regularidad y vuestros malditos barcos… En fin, como decía el poeta Horacio, mi querido Horacio, un alma bien preparada espera la felicidad en el infortunio.

– Una última cosa, señor conde.

– Decidme.

– Parece ser que los genoveses…

– ¡Ah, no, coronel! ¡Que me dejen en paz con esos pretendidos millones! ¡Sois el tercero que envía Masséna para informarse! Todo lo que he encontrado, aparte de los cañones del arsenal, es esto…

Volcó con su zapato de hebilla una caja de madera, y unos cuantos florines austríacos se diseminaron por el suelo.

– Los debemos al trabajo minucioso del señor Savary -explicó Daru-. Son falsos, y los utilizo para pagar a mis proveedores autóctonos. Podéis coger uno o dos fajos.

– ¡Henri!

– ¡Louis-François!

Louis-François Lejeune y Henri Beyle, quien todavía no se llamaba Stendhal, se conocían desde hacía nueve años. Cuando estaban destinados en Milán, habían reñido por una lombarda descarada, pero quien se la llevó fue Lejeune, y Henri se sintió feliz en el fondo: prefería lo no consumado, y ¿le habría aceptado aquella italiana demasiado hermosa? Por entonces se consideraba muy feo, y de ahí su timidez, a pesar del uniforme verde del 6.° de dragones y el casco con sus crines y su turbante de piel de lagarto. Volvieron a verse más adelante, ya en París, en una rifa del Palais-Royal, y fueron a casa Véry, en los bulevares, para comer ostras a diez sous la docena bajo candelabros dorados. Lejeune le había invitado. Henri, que había abandonado el ejército y ya no tenía un céntimo, aprovechó la ocasión para devorar un capón. Lejeune estaba a punto de incorporarse a su regimiento en Holanda. Henri se imaginaba plantador en Louisiana, banquero o dramaturgo de éxito, a causa de las actrices…

Ahora el azar de una misión hacía que volvieran a encontrarse delante de Viena. Uno estaba sorprendido y el otro no, pues nada más normal que Lejeune fuese coronel, ya que había elegido su carrera y persistido en ella, pero ¿y Henri? Entonces era un muchacho robusto de veintiséis años, la piel reluciente, la boca fina, casi sin labios, ojos castaños y almendrados, el cabello, con la linea de arranque muy hacia atrás, desgreñado sobre la ancha frente. Lejeune, lleno de asombro, le preguntó qué se traía entre manos en aquella oficina de intendencia.

– Verás, Louis-François, para ser dichoso tengo necesidad de vivir en medio de grandes acontecimientos.

– ¿Como comisario de guerra?

– Adjunto, nada más que adjunto.

– Sin embargo, Daru me ha dicho que viera al comisario Beyle. -Es demasiado bueno, debe de estar enfermo.

El conde Daru tenía a Henri en baja estima, le trataba sin cesar de atontado, era rudo con él, le confiaba tareas pesadas o carentes de interés.

– ¿Cuáles son mis órdenes? -preguntó a su amigo, a la vez encantado de volver a verle e inquieto por lo que iba a pedirle.

– Poca cosa. Debes ofrecerme ardilla en salsa a cuenta del conde Daru.

– My. Godl ¿Te apetece eso?

– No.

Henri se abrochó el frac azul, cogió su sombrero con escarapela tricolor y aprovechó la ocasión para huir de la oficina. Al cruzar la sala vecina avisó a sus secretarios y empleados que no volvería en toda la jornada, y los otros, al ver el uniforme de Lejeune, no le preguntaron por el motivo, juzgando que sería considerable. Una vez en el exterior, Lejeune le preguntó:

– ¿Te llevas bien con esos chupatintas?

– ¡Qué va, Louis-François! Te lo aseguro. Son groseros, intrigantes, necios, insignificantes…

– Cuéntame. -¿Adónde vamos?

– He requisado una casa en la ciudad vieja y me alojo ahí con Périgord.

– Bien, vamos allá, si no te avergüenzas de mi traje de civil y mi caballo. Te advierto que es un auténtico percherón.

Camino de la cuadra hablaron de sí mismos, sobre todo de Henri: no, no renunciaba al teatro, y siempre que podía, incluso cuando viajaba en coche, estudiaba las obras de Shakespeare, Gozzi y Crébillon hijo, pero escribir comedias no daba para vivir y él ya no quería deber nada a su familia. Sin embargo, había aceptado la protección de Daru, un pariente lejano. Desde la intendencia imperial, esperaba solicitar un puesto de auditor al Consejo de Estado, lo cual no era de por sí un oficio sino una etapa hacia todos los empleos y, en primer lugar, una renta. Henri acababa de pasar dos años en Alemania, donde distribuyó el tiempo entre la administración, la caza, la ópera y las muchachas.

– En Brunswick he aprendido a ser menos tímido y a cazar -afirmó.

– ¿Tienes buena puntería?

– ¡La primera vez que salí a cazar patos abatí dos cuervos!

– ¿Y ningún austríaco?

– Todavía no he visto una auténtica batalla, Louis-François. No pude intervenir en la de Vina por unos pocos días. Ante Neubourg creí oír los cañones, pero era una tormenta.

Henri había podido franquear el puente de Ebersberg después de que la ciudad hubiera sido pasto de las llamas. Su coche rodaba sobre cadáveres sin rostro, y él veía surgir las entrañas bajo las rue das. A fin de parecer desenvuelto y fingir dureza, había seguido charlando a pesar del tenaz deseo de vomitar. Ahora, cuando entraron en la cuadra de la intendencia, Lejeune exclamó:

– ¿Es éste tu caballo?

– El que me han otorgado, sí, ya te lo he advertido.

– Tienes razón. ¡No le falta más que el arado!

La diferencia de atuendo y montura no podía ser mayor, pero los dos amigos, sin preocuparse por el ridículo que hacían, tomaron la ruta de Viena, cuyas murallas y la alta aguja del campanario de San Esteban se veían a lo lejos.

Viena tenía dos recintos amurallados. El primero, una sencilla elevación de tierra, limitaba los arrabales muy poblados donde se apiñaban casas bajas de techos rojizos, mientras que el segundo encerraba la ciudad vieja detrás de una recia muralla provista de fosos, bastiones, casamatas y caminos cubiertos, pero como los vieneses ya no temían a los turcos ni los rebeldes húngaros, habían surgido libremente hoteles y almacenes a lo largo de aquellas fortificaciones, y en los glacis se habían plantado árboles que trazaban paseos.

Lejeune y Beyle cruzaron el arco de una gran puerta y se adentraron al paso en las calles tortuosas de la ciudad, entre casas altas, estiradas, medievales y barrocas mezcladas, pintadas con colores suaves, italianos, las ventanas cargadas de flores azules y jaulas con pájaros. El espectáculo de los transeúntes alegraba menos la vista, pues no había más que soldados por doquier.