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Al ver las tropas descabaladas que ocupaban Viena, Henri se dijo que un vencedor es una cosa fea. Napoleón acababa de concederles durante cuatro o cinco días aquella ciudad apenas ma yor que un barrio de París, y ellos se aprovechaban. Se habría dicho que eran una jauría de perros de caza. Era cierto que habían corrido mil veces el riesgo de morir, y de una manera espantosa, que habían dejado a sus espaldas cadáveres de amigos, lisiados, ciegos, un brazo, una pierna, pero ¿justificaba la recaída en el miedo semejante desbordamiento? Aquellos muebles que los dragones bajaban a la calle por medio de cuerdas, mientras que sus cómplices ponían en peligro las cornisas, no podía dejar de indisponer a los franceses con una población que, sin embargo, era de natural apacible. Un coracero con casco de hierro, envuelto en un largo manto blanco austríaco, había arrojado al suelo un vestuario teatral, clarinetes y pieles robadas que esperaba vender en pública subasta. Había otros puestos en una calleja, donde aquellos piratas vendían su botín, collares de cristal o de perlas, vestidos, copones, sillas, espejos, estatuillas deterioradas, y la gente se empujaba como en un zoco de El Cairo, una gente que hablaba veinte lenguas y procedía de veinte países para fundirse con arrogancia en un solo ejército, polacos, sajones, bávaros, florentinos a los que apodaban charabías, un mameluco de Kirmann que no tenía de árabe más que el calzón abombado, pues había nacido en SaintOuen. Había pabellones en las plazas y los cruces de las avenidas. Soldados de infantería con polainas grises abotonadas hasta muy arriba roncaban sobre la paja en el atrio de una iglesia. Cazadores con trajes oscuros tiraban de unos caballos negros, y un grupo de carabineros a pie hacía rodar barriles de riesling. Algunos húsares galleaban delante de un café, comiendo carne hervida, orgullosos de sus calzones azul cielo y sus chalecos rojo vivo, con sus pesadas coletas trenzadas que servían para amortiguar los sablazos y sus desmedidos penachos de plumas en el chacó. Un tirador salió de un porche con una ristra de salchichas en bandolera. Se tambaleaba un poco mientras se ponía de cara al muro para mear.

– ¡Mira! -dijo Lejeune a su amigo-. Parece como si estuviéramos en Verona…

Señaló con la mano una fuente, un inmueble estrecho, la luz amarilla que destacaba las fachadas de una placita. Lejeune fingía no ver nada más. No era un oficial ordinario. De sus guarnicio nes y sus campañas se había traído una multitud de croquis y cuadros muy bien logrados. Cuando Napoleón era primer cónsul le había comprado su cuadro de la batalla de Marengo. En Lodi, en Somosierra, partía a la guerra como si estuviera delante de su modelo. Sus personajes, representados en movimiento, servían de apoyo, como en el asalto al monasterio de Santa Engracia de Zaragoza, donde en primer plano la gente se mataba ante una Virgen de piedra blanca. Lo que atraía de esa composición era el monumento arabizado, el cincelado del claustro, la torre cuadrada, el cielo. Y lo que destacaba en Aboukir era la luz cruda sobre la península, un calor que hacía vibrar los grises y amarillos. Así pues, Louis-François no miraba a los soldados achispados, sino que admiraba el aspecto del palacio Pallavicini, y el frontón del palacio Trautson le evocaba a Palladio. Este amor permanente por los objetos bellos había aproximado no hacía mucho a Louis-François y Henri Beyle, y de ahí nació una amistad que no quebraron ni las guerras ni las ausencias.

– Ya llegamos -dijo Lejeune cuando entraban en el barrio bastante elegante de la jordangasse.

De repente, al doblar una esquina, su caballo se encabrita.

Allá abajo, unos dragones entran y salen de una casa rosada con los brazos cargados de telas, vajillas, frascos y jamones ahumados que amontonan en un carricoche militar. «¡Ah, los muy cochinos!», exclama Lejeune, espoleando a su montura para irrumpir en medio del enjambre de ladrones. Estos, sorprendidos, dejan caer un cofre, que se parte. Uno de ellos pierde su casco en el bullicio, otro gira sobre sus talones y acaba chocando con el muro. Henri se aproxima. Sin bajar del caballo, pero dentro del vestíbulo, su amigo distribuye golpes de fusta y puntapiés.

– ¡La ciudad es nuestra, mi oficial! -dice un alto coracero cuyo capote es el sayal de un monje español cortado al efecto. Lleva espuelas en las alpargatas y parece decidido a proseguir con la mudanza.

– ¡Esta casa no! -grita Lejeune. -¡Toda la ciudad, mi oficial! -¡Fuera de aquí o te vuelo la cabeza!

Lejeune arma su pistola de arzón y apunta a la frente del insolente, el cual sonríe.

– ¡Muy bien, disparad, mi coronel!

Lejeune le golpea violentamente con el cañón de su arma. El otro, alcanzado en un carrillo, escupe tres dientes y sangre. Entonces desenvaina el sable, pero sus compañeros le retienen y le sujetan los puños.

– ¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí! -grita Lejeune con la voz quebrada.

– ¡Si vas al combate, mi oficial, no me des nunca la espalda! -gruñe el hombre con el maxilar sangrante.

– ¡Fuera! ¡Fuera! -ordena Lejeune, golpeando al azar espaldas y cabezas.

Los soldadotes abandonan la plaza devastada. Dejan gran parte de su botín y montan a caballo o se sujetan a los lados del carricoche, que se pone en marcha. El alto coracero con capote pardo muestra el puño y dice bramando que se llama Fayolle y que siempre da en el blanco.

Lejeune tiembla de rabia. Finalmente desmonta, sube la pequeña escalinata de la entrada y ata el caballo en la argolla de la puerta. Un teniente sin sombrero ni guerrera, desplomado en la única banqueta, respira de un modo entrecortado y estertoroso. Es su ordenanza, y no ha podido intervenir contra los saqueadores. Henri se ha unido a ellos en el fondo del vestíbulo, interminable y austero.

– ¿Han subido a los pisos?

– Sí, mi coronel.

– ¿La señorita Krauss? -Con sus hermanas y -¿Estabas solo? -Casi, mi coronel. -¿Périgord está ahí? -En su aposento del primer piso, mi coronel.

Seguido por Henri, Lejeune sube a toda prisa la empinada escalera principal, mientras el ordenanza recoge las vituallas olvidadas por los dragones.

– ¡Périgord!

– Entrad, amigo mío -responde una voz que resuena en los pasillos vacíos.

Lejeune y Henri pisándole los talones entran en un amplio salón sin muebles donde, ante un espejo con marco de caoba, Edmond de Périgord, en pantalón rojo y con el torso desnudo, se aplica cera al mostacho para mantener las guías erguidas, ayudado por su criado personal, un regordete mofletudo, con peluca y librea que luce galones plateados.

– ¡Périgord! ¡Habéis dejado que esos militarotes invadieran la casa!

– Es preciso que los brutos se diviertan antes de entrar en combate…

– ¡Divertirse!

– Una diversión querido mío, tienen de bruto, desde luego. Tienen hambre, sed, no son ricos y se saben condenados a morir.

– ¿Han subido a los aposentos de la señorita Krauss?

– Tranquilizaos, Louis-François -dijo Périgord, mientras encaminaba a su colega a las antecámaras del primer piso.

Dos dragones estaban tendidos sobre los escalones de una segunda escalera que conducía a los pisos.

su ama de llaves, mi coronel.

– Estos imbéciles querían saquear un poco por ahí arriba -dijo Périgord en voz cansada-. Se lo he prohibido y han tratado de abrirse paso a la fuerza…

– ¿Los habéis matado?

– Oh, no, no lo creo. Han recibido al vuelo una silletazo en plena cara. Os ruego que me creáis, querido mío, esas sillas son endiabladamente pesadas. Dicho esto, es posible que al caer se hayan torcido el cuello, no los he mirado de más cerca. De todos modos, haré que se los lleven.

– Gracias.

– De nada, querido mío, por algo soy naturalmente galante. Henri, un poco atónito por la escena que acababa de presenciar, siguió de nuevo a su amigo, quien ahora corría por la escalera y los pasillos hasta una puerta maciza, a la que llamó al tiempo que decía:

– Soy yo, el coronel Lejeune…

Périgord, tras ponerse una bata llena de adornos y brocados, se había reunido con ellos. Sólo tenía erguido la mitad del mostacho. Mientras Lejeune llamaba a la puerta, su colega hablaba con Henri como si se tratara de una velada en el Trianon.

– El pillaje forma parte de la guerra, ¿no os parece?

– Me gustaría no creerlo así -dijo Henri.

– Recordad la historia de aquel veterano de Antonio que había intervenido en la campaña de Armenia. Había mutilado la estatua de la diosa Anaitis para llevarse un muslo. Al volver a casa, revendió la pierna de la diosa, se compró una casa en la región de Bolonia, tierras, esclavos… ¿Cuántos legionarios romanos, querido mío, volvieron con el oro robado en Oriente? Eso sirvió para el desarrollo de la industria y la agricultura en la llanura del Po. Veinte años después de Actium, la región era floreciente…

– Basta, Périgord -dijo Lejeune-. ¡Interrumpid un poco vuestras lecciones de historia!