– Lo cuenta Plinio.
Por fin se abrió la puerta y apareció una mujer mayor con un turbante de crepé blanco. Lejeune, que había nacido en Estrasburgo, le habló en alemán y ella le respondió en la misma lengua.
Sólo entonces el coronel se tranquilizó. Hizo una seña a Henri para que le siguiera al interior de la habitación.
– Yo me voy -dijo Périgord-. Con este atuendo descuidado apenas estoy presentable.
Anna Krauss tenía diecisiete años, el cabello muy negro y los ojos verdes. Cerró el libro que fingía leer, se levantó cuando los hombres avanzaron hacia ella, tomó asiento en el borde del sofa para calzarse unas sandalias romanas y se levantó con una ágil lentitud. Su larga falda de percal de las Indias, muy fina, lucía un bordado de flores de jazmín. La imitación de un broche antiguo sujetaba una túnica de encaje sobre los hombros redondeados. Sus manos sin joyas, su actitud de fragilidad y firmeza al mismo tiempo, la estrecha cintura pero las caderas rotundas, así, a contraluz, con la luz que atravesaba las prendas ligeras para dibujar mejor el cuerpo, toda ella surgía como una alegoría contradictoria en medio de la guerra. Lejeune la miraba con los ojos humedecidos. Había tenido tanto miedo… Ambos se pusieron a hablar en alemán, en voz casi baja. Henri, apartado, tenía las sienes sudorosas, las mejillas enrojecidas, la mirada fija. Sentía calor y frío al mismo tiempo, no osaba moverse y contemplaba a Anna Krauss. El óvalo italiano del rostro de la muchacha se parecía a un cuadro, al pastel de Rosalba Carriera que él había apreciado hacía poco en casa de un coleccionista de Hamburgo, pero no, el terciopelo de aquella piel, que la luz solar filtrada a través de las ventanas suavizaba todavía más, era real.
Al cabo de un momento, Lejeune se volvió hacia Henri para traducirle la conversación, pues a pesar de que había pasado dos años en Brunswick, donde todo el mundo hablaba con él en francés, excepto las sirvientas a las que chicoleaba sin que tuviera necesidad de entenderlas, Henri jamás se había acostumbrado a la aspereza de esa lengua.
– Le he dicho que el viernes iré a reunirme con los pontoneros en el Danubio y luego al estado mayor, para acantonarnos en la isla Lobau.
– Sí -dijo Henri.
– Le he dicho que durante mi ausencia es necesario que alguien de confianza proteja su casa de los posibles granujas que nuestros ejércitos llevan a cuestas.
– Granujas, en efecto…
– Le he dicho que vendrás a instalarte en Viena.
– Ah…
– ¿No estás de acuerdo, Henri?
– De acuerdo…
– ¡No se la puede dejar sola en esta ciudad ocupada!
– No se la puede…
Henri ya no encontraba las palabras y se limitaba a repetir, subrayándolos, fragmentos de las frases que decía su amigo.
– ¿Tienes muchas ocupaciones?
– Ocupaciones…
– ¡Henri! ¿Me estás escuchando?
Anna Krauss sonreía francamente. ¿Acaso se burlaba de aquel joven grueso y coloradote? ¿Había una onza de ternura en esa burla? ¿Un poco de simpatía? ¿Amaba a Lejeune? ¿Y qué sentía éste? Le jeune tomó a Henri por los hombros y le sacudió.
– ¿Estás enfermo?
– ¿Enfermo?
– ¡Si te vieras!
– No, no, estoy bien…
– ¡Entonces respóndeme, borrico! ¿Tienes mucho equipaje?
– Una gramática italiana de Veneroní-Gattel, el Homero de Bitanbé, Condorcet, la Vida de Alfieri, dos o tres trajes, menudencias…
– ¡Perfecto! Que tu criado traiga todo eso mañana por la mañana.
– Mi criado me ha abandonado.
– ¿Falta de dinero?
– Poco dinero.
– Me ocuparé de eso.
– También es preciso que Daru esté de acuerdo.
– Lo estará. ¿Aceptas?
– Por supuesto, Louis-François…
Lejeune tradujo este intercambio a Anna Krauss, resumiéndolo, pero ella había entendido lo esencial y palmoteaba como en un concierto. Henri, que seguía inmóvil, decidió aprender en serio el alemán, puesto que en lo sucesivo tendría un verdadero motivo para hacerlo. Por lo demás, Anna Krauss se dirigió a él en su jerigonza, pero Henri no distinguió más que una melodía y le eludió el sentido de las palabras.
– ¿Qué me dice, Louis-François? -Nos propone que tomemos el té.
Al anochecer, Lejeune recibió la orden de regresar en seguida a Schónbrunn y presentarse a Berthier, y Henri aceptó la invitación que le hizo Périgord de callejear por Viena. Lo cierto es que esperaba sonsacarle detalles de la vida de Anna, el único tema que le interesaba de veras desde primera hora de la tarde. Lejeune había dado a su amigo uno de los fajos de dinero falso que le ofreció Daru, y así podría invitar a Périgord, siempre parlanchín, pero conocedor de la ciudad y sus habitantes gracias a estancias anteriores. Partieron de los jardines del café Hugelmann, a orillas del Danubio y de sus puentes quemados. No había bañistas, a pesar del tiempo cálido, ni parroquianos ni marineros turcos, pero ni siquiera en aquellos parajes faltaban los soldados.
– En tiempo de paz -decía Périgord- unos veleros muy abigarrados te pasean por el río, pero nuestros hombres deben de haberlos requisado o quizá los austríacos los han hundido.
A Henri le traía sin cuidado, lo mismo que aquel jugador de billar húngaro, muy célebre, a quien iban a aplaudir y que seguía actuando durante las hostilidades. Era capaz de pasarse horas gol peando sus bolas sin perder un punto, lo cual acabó por cansar a nuestros dos franceses y decidieron ir hacia el Prater, muy cercano, en el arrabal de Leopold.
Périgord llevaba una pelliza con trenzas doradas y calzones negros metidos en unas botas con vuelta. A fin de evitar las risas burlonas, había prestado a Henri un caballo decente. En España, hacía poco, le habían robado varios caballos de mucho valor, y por ello había confiado la vigilancia de sus monturas, mientras picaban cangrejos de río, a un jovencísimo soldado que estaba de paso. El dócil muchacho les aguardaba.
– Bravissímo!-exclamó Périgord-. ¿Cómo te llamas?
– ¡Tirador Paradis, señor, segunda compañía de línea, tercera división del general Molitor a las órdenes del mariscal Masséna!
Périgord deslizó unos florines en la guerrera del tirador y se dirigió a Henri, quien parecía pensativo o distraído, como si le agobiaran las preocupaciones.
– Mi criado llevará mañana vuestras cosas, Beyle, no os inquietéis.
– ¿Conocéis a Anna Krauss?
– Me alojo en su casa desde hace tres días, miento, dos. En fin, dado lo curioso que soy y lo diáfana que es ella…
– ¿Su familia?
– El padre es músico, pariente del señor Haydn.
– ¿Dónde está?
– Dicen que ha seguido a la corte de Francisco de Austria, refugiado en alguna parte de Bohemia, pero ¿quién lo sabe con certeza?
– ¿Su madre?
– Tengo entendido que ha muerto. No le llegaba el aire a los pulmones.
– ¿De modo que la señorita Krauss se ha quedado sola en Viena?
– Con sus hermanas más jóvenes y un ama de llaves mayor que ella.
– ¡Su padre la ha abandonado en plena guerra!
– Los vieneses no se toman nada en serio, querido mío. Mirad, como el lunes les parece triste y estropea el domingo, han convertido el lunes en día festivo. Semejante desenvoltura no está nada mal, ¿verdad?
– ¿Creéis que Lejeune está enamorado?
– ¿De los vieneses?
– ¡No, hombre! De esa muchacha.
– Lo ignoro, pero los síntomas apenas dejan lugar a dudas, está febril, inquieto, medio pasmado… A decir verdad, también a vos la joven os causa palpitaciones.
– No os permito, señor…
– ¡Ya, ya! Ni vos ni yo podemos evitarlo, pero la batalla promete ser más divertida entre vosotros dos que entre nosotros y las tropas del archiduque Carlos. ¿Sabéis?, lo que no me gusta nada de las guerras es la suciedad, la mala vestimenta, el polvo, la grosería, las horribles heridas. Uno tiene que volver entero, ¡ah, sí! Eso permite brillar en las fiestas, bailar con las falsas duquesas o las auténticas esposas de banqueros…
Llegaron a los paseos enarenados del Prater. Los grandes árboles habían sido abatidos para construir unas barricadas irrisorias. Sobre los cuadros de césped había pabellones, casitas, ca bañas, un quiosco chino, un chalet suizo, chozas de salvajes, un cafarnaún creado para la diversión y que solía frecuentar una población mezclada procedente de todo el planeta. Allí los vieneses se codeaban con bohemios, egipcios, cosacos, griegos. El emperador Francisco iba con frecuencia a pasear, solo y sin escolta, saludando a sus súbditos con el sombrero, como un burgués. En la noche veraniega nubes de insectos asaltaban a los paseantes, y Périgord bromeó:
– Un alemán me explicó hace poco que sin estos insectos el amor causaría por aquí demasiados estragos.
Se detuvieron ante un carromato que ofrecía un espectáculo curioso, cuyos papeles se repartían entre marionetas y enanos, ante un público de soldados franceses y aliados, la mayoría de los cuales no entendían el texto pero se divertían distinguiendo a los actores de carne y hueso de los de madera.