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– De acuerdo, Robert, veré lo que puedo hacer para que Clara regrese a Bagdad. Hablaré con Ahmed. Pero no es una mujer fácil, es orgullosa y testaruda.

«Como su padre, y su abuelo -pensó Brown-, pero sin su inteligencia.»

* * *

Al asesor del presidente le gustaba la comida española, de manera que les había invitado a almorzar cerca del Capitolio, en un restaurante español.

Robert Brown llegó el primero. Siempre era extremadamente puntual. Le enfurecía esperar y que le hicieran esperar. Confiaba en que al asesor presidencial no le retrasara ninguna emergencia de última hora.

Poco a poco fueron llegando todos los comensales: Dick Garby, John Nelly y Edward Fox. El hombre de la Casa Blanca fue el último y traía un humor de perros.

Les explicó que se estaban complicando las negociaciones con los europeos para que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas avalara la acción militar contra Irak.

– Hay estúpidos en todas partes. Los franceses van a lo suyo, como siempre; se creen que aún son algo y son una mierda. Lo de los alemanes es una traición; Alemania tiene la obligación moral de apoyarnos, pero ese gobierno rojiverde está más preocupado en conseguir aplausos de la prensa liberal que en cumplir con sus compromisos.

– Siempre contamos con el Reino Unido -apostilló Dick Garby.

– Sí, pero no es suficiente -respondió con gesto grave el Visor de Bush-. También tenemos a los italianos, españoles, portugueses, polacos y no sé cuántos países más, pero no cuentan, hacen bulto pero no cuentan. Los mexicanos también nos están haciendo un plante, y los rusos y los chinos se frotan las manos viendo nuestras dificultades.

– ¿Cuándo atacamos? -preguntó directamente Robert Brown.

– Los preparativos están en marcha. En cuanto los chicos del Pentágono nos digan que están listos, bombardearemos Irak en serio. Calculo que en unos cinco o seis meses como mucho. Estamos en septiembre, pongamos que para la primavera. Ya os avisaré.

– Habría que empezar a poner en marcha el Comité para la Reconstrucción de Irak -dijo Edward Fox.

– Sí, ya lo hemos pensado. En tres o cuatro días os llamarán. La tarta es grande, pero hay que estar los primeros para aprovechar los mejores bocados -respondió el vicepresidente-. Pero decidme qué queréis e iremos adelantando.

Mientras degustaban bacalao al pil-pil, un plato típico del norte de España, los cuatro hombres sentaban las bases de los futuros negocios que harían en Irak. Todos tenían intereses en empresas de construcción, petróleo, bienes de equipo; era tanto lo que se iba a destruir y tanto lo que luego habría que levantar…

El almuerzo les resultó provechoso a los cuatro. Volverían a verse durante el fin de semana en el picnic de los Miller. Allí continuarían hablando, siempre que sus esposas les dejaran.

Robert Brown regresó a la fundación, situada en un edificio de acero y cristal no lejos de la Casa Blanca. Las vistas eran agradables, pero a él nunca le había terminado de gustar Washington. Prefería Nueva York, donde la fundación conservaba un pequeño edificio situado en el Village. Era una casona de finales del siglo XVIII construida por un emigrante alemán que se había hecho rico vendiendo telas que importaba de Europa. Fue la primera sede de la fundación y, pese a que ya no tenía ninguna utilidad, nunca se había querido desprender de ella. Cuando estaba en Nueva York tenía las citas importantes en el despacho de su casa, un espléndido dúplex sobre Central Park. Había acondicionado la parte de abajo para poder trabajar, y en el piso de arriba había instalado un salón, además del dormitorio.

A Ralph Barry también le gustaba la casona del Village; él sí que trabajaba allí cuando tenía que ir a Nueva York. Ésa era también una excusa que se daba Brown para no desprenderse de la casa. Al fin y al cabo, Barry era su segundo, el motor de la fundación.

– Smith, quiero hablar con Paul Dukais. Ahora.

No había transcurrido un minuto cuando pudo escuchar la voz ronca de Dukais al teléfono.

– Paul, amigo mío, me gustaría que cenáramos juntos.

– Claro, Robert, ¿cuándo te viene bien?

– Esta noche.

– ¡Uf, imposible! Mi mujer me lleva a la ópera. Tendrá que ser mañana.

– No queda mucho tiempo, Paul. Estamos a punto de iniciar una guerra, déjate de óperas.

– Con guerra o sin ella, tengo que ir a la ópera. Para hacer la guerra necesito tener el frente doméstico en paz, y Doris se queja de que no la acompaño a los actos sociales que dice nos dan respetabilidad. Se lo he prometido, Robert, a ella y a mi hija, de manera que aunque declaremos la tercera guerra mundial, esta noche iré a la ópera. Podemos cenar mañana.

– No, pasemos de la cena, nos veremos a primera hora. Te invito a desayunar en mi casa. Es mejor que ir a mi despacho o al tuyo. ¿Te parece bien a las siete?

– Robert, no exageres, estaré en tu casa a las ocho.

Brown se encerró en su despacho. A las siete y media Smith tocó suavemente en la puerta.

– ¿Me necesita, señor Brown?

– No, Smith, vete. Nos veremos mañana.

Continuó trabajando un rato más. Había diseñado un minucioso plan de lo que haría en los próximos meses. La guerra estaba a punto de comenzar y él quería tenerlo todo previsto.

* * *

Ralph Barry se cruzó en la puerta del Palacio de Congresos con un hombre joven, de cabello castaño, delgado y nervioso, que discutía con un guardia de seguridad para que le dejaran entrar.

A Barry le llamó la atención la insistencia del joven. No, no era arqueólogo, ni periodista, ni historiador; se negaba en redondo a decir quién era, pero se empeñaba en entrar. En ese momento llegó el taxi que había pedido, por lo que no supo cómo terminaba el forcejeo dialéctico entre el guardia y el joven.

El sol iluminaba el obelisco de la Piazza del Popolo. Ralph Barry y Ahmed Huseini almorzaban juntos en La Bolognesa. Como siempre, el restaurante estaba lleno de turistas. Ambos lo eran.

– Explíqueme la situación exacta del lugar donde están los restos del edificio. El señor Brown ha insistido en que me dé esas coordenadas. También quiero saber con qué medios podrían arreglarse para hacerlo solos. No podemos intervenir. Sería un escándalo que una fundación norteamericana invirtiera un dólar en una excavación en Irak. Otra cosa, su esposa, Clara. ¿Puede controlarla? Es… perdóneme el adjetivo, pero es demasiado indiscreta.

Ahmed se sintió incómodo por la alusión a Clara. En eso sí era iraquí. De las mujeres no se hablaba, y menos de las mujeres de uno.

– Clara se siente orgullosa de su abuelo.

– Muy loable, pero el mejor servicio que puede hacer a su abuelo es no ponerle en evidencia. Alfred Tannenberg ha basado el éxito de sus negocios en la discreción, usted sabe bien lo puntilloso que siempre ha sido al respecto. Por eso no entendemos a qué viene en estos momentos anunciar la existencia de la Biblia de Barro. Dentro de unos meses, una vez que Estados Unidos se haya hecho con Irak podríamos haber organizado una misión para excavar. Quizá si usted le pidiera a Alfred que hablara con Clara, que le explicara algunas cosas…

– Alfred está enfermo. No le voy a aburrir con la lista de sus achaques; tiene ochenta y cinco años y le han encontrado un tumor en el hígado. No sabemos cuánto vivirá; afortunadamente la cabeza le funciona a la perfección. Continúa teniendo un genio de mil demonios y está encima de todo, no suelta las riendas del negocio. En cuanto a Clara, es su niña, y nada de lo que ella haga o diga le parece mal. Él ha decidido que era el momento de sacar a la luz la Biblia de Barro, sé que es la primera vez que George Wagner y Robert Brown no están de acuerdo con él, pero ya le conoce, es difícil torcer su voluntad. Ah, Ralph, olvídese de que la presencia norteamericana en Irak vaya a ser un paseo militar. No servirá de nada.

– No sea pesimista. Ya verá como las cosas cambian. Sadam es un problema para todos. Y a ustedes no les pasará nada; el señor Brown se encargará de que puedan regresar a Estados Unidos. Hable con Alfred.

– Sería inútil. ¿Por qué no lo hace el señor Wagner o el señor Brown? Es más fácil que Tannenberg les escuche a ellos.

– El señor Brown no puede hablar con Irak. Usted sabe que las comunicaciones están intervenidas, que cualquier llamada a Irak es registrada. En cuanto a George Wagner… es Dios, y yo no formo parte de su corte celestial. Sólo soy un empleado de la fundación.

– Entonces no se preocupe de Clara, ella no representa ningún problema en Irak. Le diré lo que necesitamos, pero me pregunto si será posible que nos pongamos a excavar cuando mi país está sufriendo un bloqueo, y la última de las preocupaciones de Sadam es encontrar más tablillas cuneiformes. Puede que no encontremos gente suficiente para trabajar, y los que encontremos tendríamos que pagarles cada día.

– Dígame la cantidad; procuraré que se lo lleve.

– Usted sabe que nuestro problema no es el dinero, sino los medios. Necesitamos más arqueólogos, los aparatos y el material los puede comprar Alfred, pero los expertos están en Europa, en Estados Unidos. Mi país está quebrado, a duras penas somos capaces de conservar el patrimonio de nuestros museos.