La despertó el sonido del teléfono. Sus compañeros la esperaban para desayunar y salir a grabar por las calles de Bagdad. Quince minutos más tarde y con el pelo mojado de la ducha, estaba en el vestíbulo.
Pasó el resto del día nerviosa, sin saber qué hacer: ¿debía de compartir con sus colegas lo que sabía, que la guerra comenzaría unas horas después, o debía de permanecer en silencio?
Llamó a su jefe en Londres y éste le aseguró que había fuertes rumores de que la guerra sería inminente. Cuando le preguntó si ese mismo día, él rió.
– Si lo supiera, ¡menuda exclusiva! Estamos a 19, hace dos días que el presidente Bush le lanzó el ultimátum a Sadam; ya sabes que todas las embajadas están siendo evacuadas y recomendando a sus compatriotas que salgan, de manera que en cualquier momento puede empezar la traca, pero no sabemos cuándo. Te llamaré, aunque imagino que me llamarás tú antes, en cuanto os empiecen a bombardear.
Miranda no hizo nada por tener noticias de Clara ni de Gian Maria. Les sabía en el hotel, un piso más abajo de donde estaba su habitación, y le preocupaba lo que les pudiera suceder, pero al mismo tiempo se decía que no quería ser cómplice de un robo, y eso es lo que Clara quería perpetrar, el robo de la Biblia de Barro.
Aquella noche alargó la conversación con el resto de sus colegas, segura de que el ruido de las bombas no tardaría en hacerse presente. Cuando de repente el cielo empezó a iluminarse con ráfagas de fuego y un ruido ensordecedor lo inundó todo sintió miedo. Era 20 de marzo, la guerra había comenzado.
Horas más tarde, y a través de sus redacciones, los periodistas destacados en Bagdad supieron que las fuerzas de la coalición habían entrado en Irak. La suerte estaba echada.
39
Mike Fernández miró impaciente el reloj. Las tropas norteamericanas y británicas habían comenzado la invasión terrestre de Irak; también a esa hora iba a iniciarse la operación que Tannenberg y él habían preparado minuciosamente durante el último año. El ex coronel de los boinas verdes se dijo que nada podía salir mal, que ni siquiera la muerte de Alfred Tannenberg era motivo suficiente para que algo fallara. Había mucho dinero en juego; los hombres sabían que cobrarían cantidades sustanciosas si se hacían con el botín y llegaban al lugar de encuentro. En cuestión de horas habrían salido todos de Irak.
En Bagdad, en ese mismo instante, un grupo de hombres con uniformes militares y pasamontañas que les cubrían el rostro esperaban la señal de su jefe para abandonar el almacén donde se habían ocultado unas horas antes.
Todos ellos habían servido durante años a Alfred Tannenberg. El asesinato del hombre que había sido su jefe les había sumido en el desconcierto, pero el yerno de Tannenberg les aseguró que no habría ningún cambio en la operación, y lo más importante: todos cobrarían de acuerdo al trabajo que iban a realizar. Él, les dijo, era ahora el jefe de la familia Tannenberg y esperaba de ellos la misma eficacia y lealtad que habían mostrado en el pasado con el anciano señor.
El dinero que se embolsarían por la operación les aseguraba un futuro sin problemas, de manera que no dudaron en aceptar seguir con el encargo. Lo que hicieran después de la operación, sólo el tiempo lo diría. Serían leales hasta el momento en que traspasaran la frontera con Kuwait y entregaran el botín a aquel ex oficial norteamericano, un buen tipo, que sabía mandar y hacerse obedecer.
El pitido del teléfono móvil del jefe les alertó de que había llegado la hora. Éste descolgó y escuchó la orden que esperaban para iniciar la operación.
– Nos vamos -les dijo.
Se pusieron en pie y comprobaron una vez más las armas, se bajaron los pasamontañas para cubrirse el rostro y con sus monos de camuflaje color negro se hicieron invisibles en las sombras de la noche mientras subían al camión militar que les esperaba.
Las bombas y las baterías antiaéreas iluminaban el cielo de Bagdad, y las sirenas provocaban el miedo de los ciudadanos encerrados en sus casas.
Se cruzaron con otros vehículos militares sin llamar la atención y por fin desembocaron en la puerta trasera del Museo Nacional de Bagdad. En cuestión de segundos estaban dentro.
Algunos de los guardias que custodiaban el museo se habían marchado hacía horas, otros habían insistido en trabajar aquella noche. El ruido de las bombas y los apagones de luz no parecían amedrentarles. Habían desconectado todas las alarmas y el museo había quedado librado a su suerte.
Los hombres de los pasamontañas, cargados con unos sacos de nailon fueron planta por planta recogiendo cuidadosamente los objetos señalados en las listas que llevaban. No hablaban entre sí. El que parecía el jefe se aseguraba de que todos los objetos no sufrieran ni un rasguño, y sobre todo que los hombres no incurrieran en la tentación de deslizarlos fuera de los sacos de nailon.
En menos de un cuarto de hora los hombres se habían hecho con paneles de marfil finamente cincelados, armas, herramientas, jarras de terracota, tablillas, estatuas y esculturas en basalto, arenisca, diorita y alabastro, en oro y plata, objetos de madera, sellos cilíndricos… Era tal el volumen de objetos que apenas podían cargar con todos ellos.
Luego, con la misma rapidez que habían entrado, volvieron a salir del museo. Ningún bagdadí podía pensar que aquella noche les estaban robando su patrimonio, sólo rezaban por sobrevivir.
Ahmed Huseini esperaba impaciente en la oscuridad de su despacho. Sintió que se le aceleraba el corazón al escuchar el pitido de su móvil.
– Ya está, nos vamos -le anunció el jefe del comando.
– ¿Todo ha salido bien?
– Sin contratiempos.
Dos minutos más tarde otro hombre le dio el parte: acababa de salir con sus hombres del museo de Mosul. Al igual que en Bagdad, no tuvieron ningún problema para entrar y salir del museo en un tiempo récord. Era una ventaja saber lo que tenían que llevarse. La lista preparada por Ahmed Huseini evitaba a los hombres cargar con objetos innecesarios.
El director del departamento de Antigüedades había dado muestras de sus profundos conocimientos a la hora de elaborar listas con instrucciones precisas sobre los objetos con que debían hacerse.
Otras llamadas, éstas desde Kairah, Tikrit y Basora, se unieron a las recibidas anteriormente. A lo largo y ancho del país los comandos de Alfred Tannenberg habían cumplido con éxito su misión: llevaban en las bolsas de nailon el alma de Irak, su historia; en realidad, iban cargados con buena parte de la historia de la humanidad.
Ahmed Huseini encendió un cigarro. A su lado, el sobrino del Coronel hablaba por otro teléfono para informar a su tío del éxito de la misión, aunque en realidad ésta no habría terminado hasta que cada comando llegara a su destino: Kuwait, Siria, Jordania…
Las luces del despacho permanecían apagadas. Estaban solos en el ministerio, o eso creían. El Coronel les había ordenado que no se movieran de allí para coordinar la operación, de manera que habían bajado las persianas y cerrado las ventanas para evitar convertirse en blanco involuntario de las bombas que caían por doquier.
¿Cómo y cuándo saldrían de Irak? El Coronel le había asegurado a Ahmed que su mejor hombre, Ayed Sahadi, le sacaría en el momento oportuno, pero Ayed no había dado señales de vida y a esas horas podía estar luchando con su unidad, o incluso haberse ido con el Coronel hacia Basora y de allí intentar llegar a Kuwait. Muerto Tannenberg, Huseini no se fiaba del Coronel; en realidad no se fiaba de nadie, porque sabía que no le concedían la autoridad que había tenido el abuelo de Clara; de modo que si le tenían que sacrificar lo harían sin dudar.
Pero aún pasarían unas horas antes de saber si le iban a abandonar a su suerte o si efectivamente Ayed iría a buscarles.
Paul Dukais encendió un cigarro. Acababa de recibir una llamada de Mike Fernández confirmándole el éxito de la operación.
– Nosotros hemos hecho lo imposible, ahora le toca a usted hacer sólo lo difícil -bromeó el ex boina verde.
– Espero no meter la pata, chico -le siguió la broma Dukais-. Vosotros habéis hecho un buen trabajo.
– Sí que lo hemos hecho, señor.
– ¿Alguna baja?
– Algunos equipos se han visto obligados a defenderse, pero nada grave, señor.
– Bien, en cuanto puedas vuelve a casa, tu misión ha terminado.
– Quiero asegurarme antes de que las cargas estén donde deben de estar.
– Hazlo.
El presidente de Planet Security se frotó las manos satisfecho. El suyo no era el negocio de las antigüedades, pero depositar la preciada carga en su destino le iba a reportar grandes beneficios, además de cobrar una prima del dos por ciento por el total del valor de los objetos vendidos.
Robert Brown y Ralph Barry estaban preparando la reunión anual del patronato de la fundación cuando Paul Dukais les comunicó la buena nueva. Los dos hombres lo celebraron de inmediato sirviéndose un whisky largo. Si ante una noticia como ésa su Mentor, George Wagner, no sonreía, es que a ese hombre nada ni nadie sería capaz de conmoverle.