– Dime, Paul, ¿y ahora qué? -quiso saber Robert Brown.
– Ahora la carga se embalará debidamente y dentro de unos días, espero que no más de dos o tres, llegará a su destino. Una parte irá directamente a España, otra a Brasil y otra aquí.
»Alfred ya no está entre nosotros, pero Haydar Annasir, su mano derecha, tiene una lista detallada con los lotes que debe de hacer para cada destino. Si no hay ningún contratiempo, y no tiene por qué haberlos, habremos hecho lo imposible y lo difícil.
– ¿Qué hay de Ahmed Huseini y de Clara?
– Mike dice que Clara ha desaparecido, y con ella las tablillas, aunque tarde o temprano daremos con ella. Ninguna mujer puede desaparecer para siempre si esconde un tesoro arqueológico. En cuanto al bueno de Ahmed, está previsto que le saquen de Irak en cuanto lleguen nuestros chicos, es cuestión de días.
– ¿Estás seguro de que le podrán sacar? Era un hombre del régimen…
– Ahmed era un hombre de Tannenberg situado cerca de Sadam, no le juzguemos mal… -respondió con cinismo Dukais.
– Desde luego, desde luego, yo aprecio sus conocimientos y su talla intelectual -respondió Robert Brown, el presidente de Mundo Antiguo.
– En cuanto a Clara, no te preocupes, la encontraremos; además del Coronel, tengo a un hombre muy especial buscándola. Ha estado cerca de ella los últimos meses. Si alguien puede encontrar su pista es él.
– ¿Y está en Bagdad?
– ¿Mi hombre? Sí, se quedó allí junto a Clara. No te preocupes, dará con ella.
– Lo que me preocupa es la Biblia de Barro…
– Si encontramos a Clara nos haremos con las tablillas, no podrá resistir nuestra oferta -dijo entre risotadas Paul Dukais.
Clara se desesperaba encerrada en la pequeña habitación del hotel, de la que no había salido en los últimos días. Temía que en cualquier momento se abriera la puerta y entrara el Coronel para matarla. No había vuelto a ver a Miranda, aunque sabía por Gian Maria que preguntaba por ella. Al menos la periodista había guardado el secreto de su estancia en aquella habitación.
Por su parte, Gian Maria esquivaba a diario las preguntas de Ante Plaskic sobre el paradero de Clara. El croata desconfiaba de él y el sacerdote había terminado por desconfiar del croata debido a sus insistentes preguntas sobre Clara. Afortunadamente, la confusión originada por la guerra le daba un respiro a Gian Maria. Bastante tenían con sobrevivir.
– Ayed no ha vuelto -se quejó Clara.
– No te preocupes, de alguna manera saldremos de aquí -la consoló el sacerdote.
– Pero ¿cómo? ¿No te das cuenta de que estamos en medio de una guerra? Si ganan los norteamericanos me detendrán y si sale victorioso Sadam tampoco me podré marchar.
– Confía en Dios. Gracias a Él nos hemos salvado hasta ahora.
Clara no quería herir sus sentimientos diciéndole que ella no confiaba en Dios, que sólo confiaba en sus propias fuerzas, de manera que asentía y guardaba silencio.
Le preocupaba el estado de Fátima. La mujer apenas comía y estaba adelgazando a ojos vista. No se quejaba, pero su rostro reflejaba un gran sufrimiento. Clara le insistía para que le contara lo que le sucedía además de la angustia de la incertidumbre, pero Fátima no respondía, tan sólo le acariciaba la cara mientras se le anegaban los ojos de lágrimas.
Escuchaba la radio, la BBC y otras emisoras que lograba conectar a través de la onda corta, pero era Gian Maria el que les proporcionaba la mejor información, la que a los corresponsales en Bagdad les transmitían desde sus redacciones.
El 2 de abril Gian Maria entró en el cuarto anunciando que las tropas estadounidenses estaban a las afueras de Bagdad y al día siguiente aseguró que los norteamericanos se habían hecho con el control del aeropuerto internacional de Sadam, al sur de la ciudad.
– ¿Dónde está Ayed Sahadi? ¿Por qué no ha regresado? -se preguntaba Clara.
Gian Maria no tenía respuesta. Había telefoneado varias veces a los números de teléfono de Ayed, y al principio respondía un hombre de voz crispada, pero en los últimos días el timbre sonaba sin que nadie respondiera.
– ¿Me habrá traicionado?
– Si lo hubiera hecho nos habrían detenido -argumentó Gian Maria.
– Entonces, ¿por qué no ha venido o me ha mandado un aviso?
– No habrá podido, puede que el Coronel le tenga vigilado.
Una tarde Gian Maria llegó a la habitación acompañado de Miranda.
– Su amigo el croata hace muchas preguntas sobre usted -le dijo a Clara.
– Lo sé, pero Ayed Sahadi me advirtió sobre él, dijo que no se fiaba.
– Ya sabe que está usted aquí, era imposible mantener el secreto -afirmó la periodista.
– ¿Quién se lo ha dicho? -preguntó Clara.
– En realidad el hotel está lleno de iraquíes. Muchos de mis compañeros han acogido a sus intérpretes, otros a amigos, incluso los propios empleados del hotel han dado cobijo a familiares, sabiendo que aquí hay una posibilidad de sobrevivir. Los norteamericanos y los británicos saben que los periodistas estamos aquí. Por eso el servicio del hotel no se ha sorprendido de su presencia. No hacía falta que Gian Maria fuera generoso dando propinas para que hicieran la vista gorda sobre Fátima y usted. Pero tarde o temprano era inevitable que su amigo Ante Plaskic se enterara. Me acaba de abordar para preguntarme por usted, y cuando le he dicho que no sabía nada, me ha soltado que sabía que estaba aquí, refugiada en el cuarto de Gian Maria. Le he mentido, le he dicho que Gian Maria había cobijado a unas personas que conocía, pero supongo que no me ha creído, yo tampoco lo habría hecho. Sólo quería avisarles para que tengan cuidado.
– ¿Qué podemos hacer? -le preguntó Gian Maria a Miranda.
– No lo sé, sólo he querido avisarles. No entiendo por qué no se fían de Plaskic; en todo caso él insiste en encontrarles, de manera que se presentará aquí en cualquier momento para comprobar si le he mentido, si efectivamente en este cuarto hay personas desconocidas para él o está Clara.
– Entonces tengo que irme de aquí -afirmó Clara.
– ¡Pero no puedes irte! ¡Te cogerán! -exclamó asustado Gian Maria.
– ¡Estoy harta! -gritó Clara.
– ¡Cálmese! -le ordenó Miranda-. Poniéndose histérica no va a conseguir nada.
– Déjela esconderse en su habitación -le imploró Gian Maria a Miranda.
– No, lo siento, ya les dije que no comparto lo que están haciendo.
– No hemos hecho nada malo -se defendió Gian Maria.
– Robar -fue la respuesta contundente de Miranda.
– ¡Yo no he robado! La excavación la pagaron el profesor Picot y mi abuelo, aunque la mayor parte de los medios y de la inversión los puso mi abuelo. Ya le he dicho que devolveré estas piezas el día en que éste vuelva a ser un país. ¿Adónde quiere que vaya? Gian Maria me ha dicho que ustedes, los periodistas que están aquí, aseguran que ha sido asaltado el Museo Nacional, de manera que ¿a quién le entrego las tablillas, a Sadam?
Miranda se quedó en silencio, sopesando la angustia manifestada por Clara.
– De acuerdo, vayan a mi habitación, pero el tiempo justo para que su amigo el croata se convenza de que no está aquí. Tenga la llave y suba, yo me voy, me están esperando mis colegas; por si no lo sabe ya hay unidades de norteamericanos en algunos barrios periféricos de Bagdad. En cualquier momento llegarán al centro de la ciudad.
– Tenga cuidado -le pidió Gian Maria.
Miranda le sonrió agradecida y salió de la habitación sin despedirse.
Cuando la periodista regresó horas después, encontró a Clara y a Fátima sentadas sobre la cama de su cuarto.
– Han comenzado a derribar las estatuas de su amigo Sadam -les dijo a modo de saludo.
– ¿Quiénes? -quiso saber Clara.
– Iraquíes.
– Les habrán pagado -meditó en voz alta Clara, mientras Fátima se ponía de nuevo a llorar.
– La escena ha sido filmada por las televisiones de medio mundo. ¡Ah!, y los norteamericanos ya se han hecho con prácticamente el control de la ciudad. Este 9 de abril pasará a la historia -les dijo con tono cáustico Miranda.
– No sé qué hacer… -dijo Clara en voz baja.
– Pregúntese qué puede hacer -le respondió Miranda.
– ¿Dónde está Sadam? -preguntó de repente Fátima sorprendiendo alas dos mujeres.
– Nadie lo sabe, supongo que escondido. Oficialmente la guerra ya la han ganado las tropas de la coalición, pero hay gente por ahí pegando tiros y todavía quedan algunas unidades del ejército iraquí que no se han rendido -respondió Miranda.
– Pero ¿quién manda en Irak? -insistió Fátima.
– Ahora mismo, nadie. Bagdad es una ciudad en guerra en la que los ganadores aún no se han hecho con el control y los perdedores aún no se han rendido del todo, aunque muchos iraquíes han salido a la calle para saludar a los soldados norteamericanos. En situaciones como ésta es difícil saber lo que está pasando, sobre todo hay confusión -explicó la periodista.
– ¿Las fronteras están abiertas? -preguntó Clara.
– No lo sé, supongo que no, aunque imagino que habrá muchos iraquíes intentando huir a los países vecinos.
– ¿Y usted hasta cuándo se quedará en Irak? -quiso saber Clara.
– Hasta que me lo permita mi jefe. Cuando esto deje de ser noticia me marcharé, no sé si será dentro de una semana o de un mes.