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Gian Maria sabía que no había logrado convencer a Ante Plaskic de que no sabía nada de Clara. Había mantenido una larga conversación con el croata en la que sólo le había dicho mentira tras mentira.

– Pero ¡cómo puedes pensar que Clara está en mi cuarto! -le reprochó-. He dado cobijo a dos personas que conocí cuando estuve aquí trabajando para una ONG. Me pidieron ayuda porque este hotel ha sido el único lugar seguro en Bagdad.

Luego le invitó a echar un vistazo a la habitación, pensando que Ante Plaskic se daría por satisfecho, aunque no era difícil ver que no era así.

– ¿No crees que ha llegado el momento de irnos, Gian Maria?

– Veo difícil el salir ahora de Irak. Primero tendrán que restablecer las comunicaciones, y meternos en un coche para llegar a la frontera… no sé, me parece peligroso.

– Preguntemos a Miranda, he oído comentar a algunos periodistas que en cuanto los norteamericanos den la guerra por ganada ellos se irán -insistió el croata.

– Bueno, pues podemos intentar irnos con ellos, aunque yo a lo mejor me quedo a echar una mano, aquí la gente va a necesitar que la ayuden, los efectos de la guerra son terribles. Hay familias enteras destrozadas, niños que han perdido a sus padres, hombres y mujeres mutilados… soy sacerdote, Ante, y aquí me necesitan -se justificaba Gian Maria.

El 15 de abril las fuerzas de la coalición dieron la guerra por terminada y ganada. Bagdad era un caos y los iraquíes se lamentaban del expolio sufrido. El Museo Nacional había sido arrasado, así como también otros museos de Irak, y muchos iraquíes sentían ultrajado su orgullo nacional.

Ahmed Huseini se sentía culpable de la felonía que él mismo había protagonizado. Ayed Sahadi le había explicado que las piezas robadas estaban fuera de Irak, en lugares seguros, y que muy pronto ambos serían inmensamente ricos. Sólo tenían que esperar a que llegara su hombre de contacto. Paul Dukais lo tenía todo perfectamente planeado: uno de sus hombres les iría a recoger con los permisos pertinentes para sacarles del país sin que nadie hiciera preguntas comprometidas.

Ayed Sahadi tampoco estaba dispuesto a renunciar al dinero prometido por Clara. No había ido a buscarla al hotel, sabiendo que allí estaría más segura que en cualquier otro lugar donde él la pudiera llevar, habida cuenta de que el Coronel tenía ojos y oídos en todas partes. Había corrido un riesgo innecesario la noche que había ido a buscarla, de manera que decidió dejarla a su suerte hasta que la situación se aclarara. Ahora el Coronel estaba a salvo, había cruzado la frontera con Kuwait; donde, con un pasaporte falso, se había convertido en alguien distinto, un ciudadano que en esos momentos descansaba en un lujoso hotel cerca de El Cairo.

Cuando Ayed Sahadi entró en el vestíbulo del hotel Palestina reconoció a Miranda entre un grupo de periodistas que discutían acaloradamente con unos oficiales norteamericanos. Aguardó a que la periodista se alejara del grupo para acercarse a ella.

– Señorita Miranda…

– ¡Ayed! Vaya, creía que había desaparecido para siempre. Sus amigos le han echado de menos…

– Lo supongo, pero si hubiese venido habría puesto en peligro su vida; además, sabía que con usted y Gian Maria estaban en buenas manos.

– ¡Estupendo! Usted es de los que cargan los muertos a los demás -protestó Miranda, lo que provocó una risotada de Ayed.

– Bueno, dígame dónde están.

– De nuevo en mi habitación. El croata anda desesperado preguntando por Clara, y ni Gian Maria ni Clara quieren que lo sepa, de manera que he tenido que volver a darle cobijo.

– No se preocupe, vengo a llevármela.

– ¿Y adónde van, si puede decírmelo?

– Primero a Jordania, después a Egipto. La señorita Clara tiene una hermosa casa en El Cairo, y allí la aguarda la fortuna de su abuelo, ¿no se lo ha dicho?

– ¿Y cómo van a ir hasta Jordania?

– Unos amigos nos trasladarán.

– ¿Y Gian Maria?

Ayed Sahadi se encogió de hombros. No tenía ninguna intención de cargar con el sacerdote. No entraba en el trato que había hecho con Clara, de modo que por él el sacerdote podía irse al infierno.

Miranda le acompañó a su habitación, deseosa de perder de vista a Clara cuanto antes.

Clara escuchó en silencio las explicaciones que le daba Ayed Sahadi.

– Yo me encargaré de que no le ocurra nada -le aseguró.

– De lo contrario no cobrará ni un dólar -le amenazó Clara.

– Lo sé.

– Quiero acompañarles -les interrumpió Gian Maria.

Clara miró a Ayed y no le dio opción a responder.

– Vendrá con nosotros. Entra en el paquete.

– Tendré que cobrar más, y ya veremos si los hombres que nos manden para sacarnos de aquí quieren hacerse cargo de alguien más.

– Él viene conmigo -afirmó Clara señalando a Gian Maria.

– ¿Y qué harán con su amigo Ante Plaskic? -preguntó Miranda.

– Despídanos usted de él -respondió Ayed Sahadi.

– ¡Muy gracioso! -exclamó Miranda.

Cuando salieron del hotel nadie pareció fijarse en Ayed Sahadi y las dos mujeres vestidas de negro de la cabeza a los pies. Ninguno de los tres se percató de que Ante Plaskic les acechaba oculto en un recodo del vestíbulo.

Al croata no se le pasó por alto que Clara llevaba una bolsa a la que agarraba con fuerza, donde, estaba seguro, guardaría las tablillas, la Biblia de Barro. Sólo tenía que seguirla y arrebatárselas por las buenas o por las malas, aunque tuviera que matar al falso capataz.

Pero sus intenciones se vieron frustradas de inmediato. Los dos hombres y las dos mujeres montaron en un coche que desapareció en el caos de la ciudad. Había vuelto a perder a Clara, ahora tendría que buscarla fuera de Irak, y él sabía dónde: tarde o temprano la mujer se reuniría con Yves Picot, de manera que era cuestión de llegar antes que ella y esperar.

A la misma conclusión que Ante Plaskic había llegado mucho antes Lion Doyle, que estaba dispuesto a llevar a buen término lo que le faltaba del encargo: la eliminación de Clara. El profesor Picot era el hilo de Ariadna.

40

Roma estaba igual de hermosa que siempre. Gian Maria pensaba en cómo había podido vivir tan lejos de su ciudad en los últimos meses. Ahora se daba cuenta de lo que había echado de menos su apacible cotidianidad. Los rezos al amanecer, la lectura tranquila…

Gian Maria entró en la clínica y se dirigió al despacho de su padre. Maria, la secretaria del doctor Carlo Cipriani, le saludó con afecto.

– ¡Gian Maria, qué alegría!

– Gracias, Maria.

– Pase, pase. Su padre está solo aunque no me ha dicho que iba a venir usted…

– Le voy a dar una sorpresa; no le avise, por favor.

Tocó suavemente en la puerta con los nudillos para anunciarse y a continuación entró.

Carlo Cipriani se quedó petrificado cuando vio a su hijo. Se levantó como si le costará moverse, sin saber qué hacer ni decir. Gian Maria le miraba sin pestañear, plantado en mitad del despacho. Su padre observó que había adelgazado y tenía la piel curtida por el aire y el sol. Ya no parecía el joven enclenque con aspecto enfermizo que había sido siempre; ahora era un hombre, un hombre distinto que le estaba midiendo con la mirada.

– ¡Hijo mío! -exclamó temeroso; acto seguido se acercó a él y se fundió en un abrazo emocionado.

El sacerdote respondió al abrazo de su padre y éste se sintió aliviado.

– Siéntate, siéntate, llamaré a tus hermanos. Antonino y Lara han estado muy preocupados por ti. Tu superior apenas nos daba noticias tuyas, todo lo más que te encontrabas bien, pero no quiso decirnos dónde estabas. ¿Por qué te fuiste, hijo mío?

– Para evitar que cometieras un crimen, padre.

Carlo Cipriani sintió en ese instante el peso de su existencia sobre la espalda y, encorvándose, fue a sentarse en un sillón.

– Tú conoces mi historia, nunca os la he ocultado ni a ti ni a tus hermanos. ¿Cómo puedes juzgarme? Fui a implorar tu perdón y el perdón de Dios.

– Alfred Tannenberg está muerto, asesinado. Supongo que ya lo sabes.

– Lo sé, lo sé, y no me pidas que…

– ¿Que pidas perdón? ¿No acabas de decirme que fuiste al confesionario buscando el perdón por ese crimen?

– ¡Hijo mío!

– He hecho lo que no imaginas por intentar evitarte ese peso en la conciencia, pero he fracasado. Te aseguro que habría dado mi vida con tal de que no condenaras la tuya.

– Lo siento, siento el daño que te haya podido causar, pero no creo que Dios me condene por haber… por haber querido la muerte del monstruo.

– Hasta la vida del monstruo era de Dios, y sólo Él podía quitársela.

– Veo que no me has perdonado.

– ¿Te arrepientes, padre?

– No.

La voz de Carlo Cipriani sonó fuerte y rotunda, sin un deje de duda, mientras clavaba la mirada en los ojos de su hijo.

– ¿Qué has conseguido, padre?

– Hacer justicia, la justicia que se nos negó cuando éramos niños indefensos y ese monstruo nos pedía que azotáramos a nuestras madres porque decía que eran mulas de carga. La vi morir sin poder hacer nada, lo mismo que a mi hermana. No eres quién para juzgarme.