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Los invitados comentaban entre sí en qué consistiría la sorpresa que les habían prometido para esa tarde de sábado.

Ante Plaskic divisó al equipo de hombres de Planet Security dispersos por el museo: unos camuflados como camareros, otros como guardias de seguridad, incluso como invitados. Tampoco se le escapó que Lion Doyle, a pesar de llevar la sonrisa dibujada permanentemente en el rostro, tenía un rictus que delataba tensión.

Tal y como había organizado el robo, no tenían más remedio que intentar hacerse con las tablillas antes de que se abrieran las puertas de la sala donde estaban expuestas. Correrían un gran riesgo, pero no tendrían otra oportunidad de hacerse con la Biblia de Barro. Repasó mentalmente las estrictas medidas de seguridad a las que deberían enfrentarse, y se dirigió hacia la sala donde estaba la alarma. Tenía diez minutos para hacerse con las tablillas y salir del museo.

– Señoras y señores, un minuto de silencio, por favor-pidió Yves Picot-. Les ruego que terminen su visita por estas salas, porque en quince minutos les pediré que nos acompañen a una sala muy especial donde hemos depositado un tesoro arqueológico de valor incalculable, cuyo descubrimiento tendrá una repercusión trascendental, no sólo en la comunidad académica, sino también en la sociedad y en la Iglesia. Acompáñennos, por favor.

El profesor Yves Picot, Marta Gómez y Fabián Tudela explicaban a la Vicepresidenta del Gobierno español la importancia del descubrimiento de la Biblia de Barro; más atrás les seguía Clara, junto a un ministro y el rector de la Universidad de Madrid.

Una mujer elegantemente vestida, con un traje de chaqueta de Chanel, y con un rostro tan bello como sereno a pesar de la edad se acercaba despreocupadamente hacia Clara. La mujer le sonrió y Clara respondió a la sonrisa amable de la desconocida. Alguien debió de empujar a la mujer porque ésta pareció tropezar, lo que la llevó a chocar con Clara. Al separarse de aquella mujer, una mueca de dolor cruzó por el rostro de Clara mientras la mujer se disculpaba y seguía andando con una sonrisa dibujada en los labios.

Clara estaba explicando al rector que lo que iba a ver eran unas tablillas con un contenido extraordinario cuando, de repente, se llevó la mano al pecho y cayó al suelo ante el estupor de cuantos la rodeaban.

Yves Picot y Fabián se arrodillaron de inmediato intentando hacer reaccionar el cuerpo desmadejado de Clara, que abría y cerraba los ojos como si estuviera conjurando una pesadilla.

Fabián gritó pidiendo un médico y una ambulancia, mientras Miranda intuía que algo extraordinario acababa de suceder. Ante Plaskic hizo una seña a los hombres de la compañía, y éstos entendieron que debían aprovechar la oportunidad que se les brindaba.

Uno de los invitados dijo ser médico y se acercó a examinar a Clara, descubriendo un minúsculo pinchazo en la zona del corazón.

– ¡Rápido, una ambulancia! ¡Se está muriendo!

Dos guardias de seguridad, seguidos por un elegante invitado, se escabulleron del lugar dirigiéndose a la sala donde estaba custodiada la Biblia de Barro.

Ante fue con paso veloz a la pequeña sala donde los monitores enseñaban hasta el último rincón del museo. Entró sin llamar a la puerta y disparó dos veces al guardia que vigilaba los paneles. Apartó el cuerpo del hombre ocultándolo en un rincón y cerró la puerta dispuesto a no dejar pasar a nadie. Desconectó todas las alarmas del museo. Pudo ver con nitidez cómo sus compañeros entraron en la sala y cómo antes de que el guardia de seguridad pudiera reaccionar le dispararon con una pistola con silenciador. En menos de dos minutos habían guardado las tablillas en una bolsa y salieron de la estancia.

El croata sonrió para sus adentros. Estaba a punto de culminar la misión. Sin él como topo, la operación no habría podido hacerse en aquellas circunstancias.

Luego clavó los ojos en otro monitor, donde se veía a Clara en brazos de Picot al que Fabián y los guardias de seguridad auténticos abrían paso hacia la salida.

No supo por qué, acaso por su indiferencia, le llamó la atención la figura de una mujer entrada en años que aparecía en otro de los monitores. La mujer no parecía prestar atención a lo que estaba pasando, en realidad era la única que no mostraba ninguna preocupación mientras caminaba lentamente abriéndose paso hacia la salida.

Se preguntó qué llevaría la mujer en la mano, puesto que parecía guardar algo, pero no alcanzaba a verlo.

Mercedes Barreda salió del museo y respiró con agrado el aire cálido de la primavera de Madrid. Siempre le había gustado la armonía del barrio de Salamanca, donde estaba situado el Museo Arqueológico. Comenzó a caminar sin rumbo, tranquila e íntimamente satisfecha por el momento vivido. No se fijó en dos hombres elegantemente vestidos, que se metían en un coche que les estaba esperando. Lo único que le preocupaba era cómo deshacerse del punzón que había clavado en el corazón de Clara. No había dejado huellas porque llevaba unos finísimos guantes de piel, de manera que lo tiraría a cualquier alcantarilla, Pero no lo haría en aquel barrio, sino en cualquier otro lugar, lejos de allí.

Paseó sin rumbo durante una hora y después paró un taxi, al que pidió que la llevara al hotel Ritz, donde estaba alojada.

Pensó en regresar a Barcelona, pero cambió de idea; no tenía por qué huir, nadie la buscaba, nadie la relacionaba con la muerte de Clara Tannenberg. No obstante, se cambió de ropa y volvió a salir a la calle en dirección a la estación. Encontró una alcantarilla cerca del Museo del Prado y arrojó el punzón. Ya de regreso al hotel pensaba satisfecha en lo fácil que le había resultado acabar con la vida de Clara.

No había dudado en la manera en que debía matarla. Cuando era una adolescente y vivía en Barcelona su abuela le había relatado el asesinato de Isabel de Austria.

Un hombre se había acercado a la emperatriz y le había clavado un punzón; ésta había caído muerta al poco tiempo, con apenas unas gotas de sangre manchándole el vestido.

Cuando comenzó a soñar en matar a Clara había visualizado el momento en que le clavaría el punzón en el corazón. No había sido fácil encontrar el arma. Había buscado el objeto en las tiendas de los chamarileros, e incluso había rebuscado entre el material utilizado por los obreros de su empresa. Fue entre el material de desecho donde encontró el objeto deseado, que limpió y pulió como si de una obra de arte se tratara.

Ya en la habitación del hotel abrió la nevera, sacó una botella de champán y se obsequió con una copa. Por primera vez en sus muchos años se sentía pletórica y satisfecha.

* * *

Lion Doyle estaba furioso. Clara Tannenberg estaba muerta, pero no la había matado él y eso podía significar no cobrar lo que restaba de sus honorarios. Pensó que el asesino había sido un profesional; de lo contrario no imaginaba quién podía haber tenido el valor y la sangre fría de asesinar a Clara delante de cientos de personas. Le habían clavado algo en el corazón, un objeto fino y alargado que le había atravesado el órgano vital. Pero ¿quién había sido?

Él pensaba haberla matado aquella noche. Sabía que se alojaba en casa de Marta Gómez y que nadie sospecharía nada extraño si se presentaba allí. Le dejarían pasar y una vez dentro acabaría con la vida de la Tannenberg que le faltaba. Había pensado en que también tendría que matar a la profesora Gómez, pero ése habría sido sólo un inconveniente más. El problema es que ahora no podía decir a Tom Martin que había rematado el encargo. A Lion le irritaba ver llorar a Gian Maria, quien, desolado, salía del museo acompañado de Miranda camino del hospital, donde habían llevado el cadáver de Clara para que certificaran la muerte y le hicieran la autopsia.

George Wagner acababa de terminar una reunión cuando su secretaria le pasó la llamada urgente de Paul Dukais.

– Ya está, misión cumplida -le dijo.

– ¿Todo?

– Sí, tenemos lo que querías. Por cierto que… que la nieta de tu amigo ha sufrido un accidente. Alguien la ha asesinado.

– ¿Cuándo llegará el paquete?

– Está viajando, llegará mañana.

Wagner no hizo ningún comentario. Tampoco Enrique Gómez ni Frankie Dos Santos pusieron ninguna objeción por el asesinato de Clara. No les importaba y además no tenían nada que ver con ello.

Su única preocupación era comenzar a sacar al mercado los objetos de la rapiña perpetrada en los museos iraquíes. George había propuesto que excepcionalmente se reunieran para brindar por el éxito de la empresa y haberse hecho con la Biblia de Barro. Ansiaba tenerla en sus manos antes de entregársela al comprador.

Lion Doyle telefoneó a Tom Martin desde una cabina.

– Han matado a Clara Tannenberg -le dijo.

– ¿Y…?

– No sé quién ha sido -respondió compungido.

– Vente para aquí, tenemos que hablar.

– Llegaré mañana.

En el hospital, Yves paseaba de un lado a otro de la sala de espera, incapaz de decir palabra. Tampoco Miranda, Fabián y Marta tenían ganas de hablar y Gian Maria sólo era capaz de llorar.

Dos inspectores de policía aguardaban, como ellos, el resultado de la autopsia. El inspector García les había pedido que, una vez les hubieran informado, le gustaría que le acompañaran a la comisaría para tratar de esclarecer los hechos.