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El forense salió de la sala donde acababa de practicar la autopsia a Clara.

– ¿Hay algún familiar de la señora Tannenberg?

Picot y Fabián se miraron, sin saber qué responder. Marta se hizo cargo de la situación.

– Nosotros somos sus amigos, no tiene a nadie más aquí. Hemos intentado ponernos en contacto con su marido, pero hasta el momento no le hemos localizado.

– Bien; a la señora Tannenberg la han asesinado con un objeto punzante, un estilete, un punzón… algo afilado y alargado que le ha llegado hasta el mismísimo corazón. Lo siento.

El médico les dio algunos detalles más sobre el resultado de la autopsia, y luego entregó el informe al inspector García.

– Inspector, estaré aquí un rato más; si necesita alguna aclaración, llámeme.

El inspector García, un hombre de mediana edad, asintió. Aquel caso parecía ser más complicado de lo que a simple vista parecía, y necesitaba resultados rápidos. La prensa estaba llamando al ministerio para recabar información. El suceso no podía ser más llamativo: una arqueóloga iraquí, asesinada en el Museo Arqueológico de Madrid cuando inauguraba una exposición a la que asistían autoridades políticas y académicas, y en la que se proponía desvelar un tesoro, que a su vez había sido robado ante los ojos de doscientos invitados, incluidos la vicepresidenta y dos miembros del Gobierno.

Imaginaba los titulares de los periódicos del día siguiente, no sólo de la prensa española; también los medios de comunicación de todo el mundo se harían eco del suceso. Ya había recibido dos llamadas de sus superiores instándole a que explicara si había encontrado alguna pista del asesino y sobre todo del móvil del crimen, que imaginaban estaba relacionado con el robo del misterioso tesoro. La Vicepresidenta se había mostrado tajante: quería resultados de inmediato.

Precisamente eso era lo que se disponía a hacer interrogando a los amigos de la arqueóloga.

En la comisaría hacía calor, de manera que abrió la ventana para dejar entrar un poco de aire fresco, al tiempo que invitaba a Picot y a sus acompañantes a sentarse. El joven sacerdote estaba hundido y no había parado de llorar; se agarraba a Marta como un niño perdido.

La noche sería larga, puesto que todos ellos iban a ser interrogados por el policía para intentar despejar dos preguntas: ¿quién y por qué habían matado a Clara Tannenberg?

El ayudante del inspector tenía el televisor del despacho encendido y en ese momento comenzaban a dar las noticias de las nueve. Se quedaron todos en silencio, viendo desfilar ante sus ojos las imágenes de aquella tarde que no olvidarían el resto de su vida.

El locutor anunció que, además del asesinato de la arqueóloga iraquí, se había producido un importante robo en el Museo Arqueológico: unas tablillas de valor incalculable a las que denominaban la Biblia de Barro. Se trataba de la pieza secreta que esa noche iba a ser mostrada a la prensa y a la sociedad.

Yves Picot dio un puñetazo sobre la mesa y Fabián soltó un taco. Habían matado a Clara para llevarse la Biblia de Barro, dijo Picot, y ni Fabián ni Marta ni Miranda tuvieron la menor duda de que ésa había sido la causa.

El grito de Gian Maria les desconcertó. El sacerdote miraba la pantalla y una mueca de horror había aflorado en su rostro aniñado.

En la pantalla Clara caminaba junto al ministro rodeados de gente; de repente ella parecía tropezar, pero luego continuaba andando, hasta que segundos después caía fulminada.

Lo que veían los ojos de Gian Maria no eran capaces de verlo los del inspector García, ni los de Picot, o Marta. En medio del tumulto y durante una ráfaga de segundo, Gian Maria había divisado el perfil de una mujer a la que conocía bien.

Mercedes Barreda, la niña de Mauthausen, la niña que había sufrido junto a su padre la crueldad sin límites de la locura de Hitler.

Gian Maria comprendió en ese momento que Mercedes era la asesina de Clara y sintió un dolor agudo en el pecho, que en realidad era un reflejo del dolor del alma. No podía denunciarla, se dijo, porque eso sería tanto como denunciar a su padre, pero no hacerlo le hacía sentirse cómplice del asesinato de Clara.

El inspector García le pidió que le dijera qué había visto en la pantalla y el sacerdote, con un hilo de voz, aseguró que no había visto nada, que simplemente se sentía incapaz de revivir el asesinato de Clara.

Le creyeron. Yves Picot, Marta Gómez y Fabián Tudela le creyeron, pero la actitud de Gian Maria había sembrado la duda en el ánimo del inspector García y también en Miranda.

El policía estaba seguro de que Gian Maria había visto algo o a alguien que le había arrancado ese grito de angustia, y Miranda se decía mentalmente que debía hacerse con el vídeo de la noticia para desmenuzarlo hasta encontrar un indicio que explicara la actitud del sacerdote.

Yves Picot le explicó al policía con todo lujo de detalles cómo eran las ocho tablillas que llamaban la Biblia de Barro, además de alertarle no sólo sobre el valor arqueológico de las piezas, sino también sobre el religioso.

El inspector García se encontró con una historia extraordinaria: la vivida por los tres arqueólogos y la periodista los últimos meses en Irak. De Gian Maria apenas logró unas cuantas palabras más.

Sus superiores seguían presionándole: tenían que decirles algo a los medios de comunicación. El suceso era un escándalo; un robo y un asesinato al mismo tiempo parecían algo irreal.

Una y otra vez el inspector les pidió a Picot y a sus colegas que le volvieran a relatar lo sucedido en las últimas horas: a quién habían visto, quién sabía de la existencia de las tablillas, de quién sospechaban. Además, les pidió una relación de todas las personas que habían tenido un contacto directo con las tablillas. Salieron de la comisaría exhaustos, convencidos de que en algún lugar que no alcanzaban a ver se enredaba el hilo de Ariadna.

«¿Qué va a ser de mí después de esto?», pensó el sacerdote desesperado cuando, entrada la noche, regresaba al hotel acompañado por Miranda y Picot.

* * *

Carlo Cipriani entró en el taxi. Se sentía agotado, a pesar de que el vuelo desde Barcelona apenas duraba dos horas.

Le había costado despedirse de Mercedes, de Hans y de Bruno. Ellos habían protestado intentando convencerle de que lo que les unía era más fuerte que la vida y la muerte. Tenían razón: salvo a sus hijos, a nadie quería como a sus amigos, por los que sacrificaría cuanto tenía, pero creía que había llegado el momento de buscar la paz, y sólo podría lograrlo distanciándose de ellos.

No le había hecho ningún reproche a Mercedes. Tampoco se lo hicieron ni Bruno ni Hans. Ella no les contó lo que había hecho, porque no hacía falta que lo hiciera; ellos lo habían sabido tan sólo con mirarla.

Mercedes les confesó que en los últimos días dormía tranquila, en paz consigo misma. Bruno no supo decirle cómo se sentía y Hans rompió a llorar.

Ahora, de regreso a Roma, Carlo Cipriani se decía a sí mismo que tenía que afrontar de manera distinta lo que le quedara de vida. Se dirigió hacia la plaza de San Pedro del Vaticano.

Cuando entró en la basílica sintió el alivio de la penumbra.

En ese mismo instante también el inspector García, acompañado de un sacerdote, se dirigía al interior del templo en busca de Gian Maria. Había convencido a sus jefes de que le permitieran seguir una corazonada y obtuvo permiso para ir a Roma y tratar de volver a hablar con Gian Maria.

El inspector García no prestó atención al hombre que con paso cansino se dirigía al confesionario, donde el sacerdote que le acompañaba le había señalado que estaba Gian Maria. Carlo Cipriani llegó antes que el inspector al confesionario y mientras se arrodillaba pudo ver cómo el joven había envejecido y un rictus amargo se había apoderado de su rostro.

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida.

– Padre, soy culpable de la muerte de dos personas. ¡Ojalá Dios pueda perdonarme y ojalá mi hijo también lo haga!

– ¿Te arrepientes?

– Sí, padre.

– Entonces, que Dios te perdone y que me perdone a mí por no ser capaz de perdonarte.

El inspector García vio levantarse al anciano con los ojos llenos de lágrimas. Parecía que al hombre le faltaba el aire y estaba a punto de desmayarse.

– ¿Se siente mal?

– No, no, no se preocupe -dijo Cipriani mientras continuaba andando sin volver la vista atrás.

Gian Maria salió del confesionario y estrechó la mano del policía.

– Perdone que haya venido hasta aquí para molestarle, he pedido permiso a sus superiores para verle. Me gustaría volver a hablar con usted. No está obligado si no quiere… -le dijo el inspector.

Gian Maria le miró sin responder y echó a andar a su lado mientras veía a su padre caer de rodillas ante la Piedad de Miguel Ángel y esconder el rostro entre las manos. Sintió una oleada de piedad por él y por sí mismo. También aquel día estaba lloviendo sobre Roma.