– Pero yo sí tengo hijos y entiendo que no se conforme.
– Debería hacerlo, debería aceptar las cosas como son. No puede devolver la vida a Helmut. El chico se pasó de listo. Alfred conoce las reglas, sabía lo que podía suceder. Y ahora vuelve a equivocarse a cuenta de esa nieta caprichosa.
– Yo no creo que se haya vuelto un peligro. Él sabe lo que está en juego y su nieta es una mujer inteligente.
– Que le tiene sorbido el seso y por la que lleva tiempo cometiendo errores. Le dijimos que le explicara la verdad. No ha querido, prefiere continuar con la pantomima delante de ella. No, Frankie, no podemos quedarnos sin hacer nada. No hemos llegado hasta aquí para que un viejo sentimental se lo cargue todo.
– Nosotros también somos viejos.
– Y yo quiero seguir siéndolo. Acabo de terminar una reunión del consejo de administración; debemos de prepararnos para la guerra. Vamos a ganar dinero, Frankie.
– Ni a ti ni a mí nos importa ya el dinero, George.
– No, tienes razón, no es el dinero. Es el poder, el saber que estamos entre quienes mueven los hilos. Ahora, si no te importa, necesito dormir.
– Ah, se me olvidaba. La próxima semana iré a Nueva York.
– Entonces, viejo amigo, encontraremos la manera de vernos.
– Quizá podríamos decir a Enrique que viniera a Nueva York.
– Prefiero verle en Nueva York que en Sevilla. No me gusta ir a allí, no estoy tranquilo.
– Siempre has sido un poco paranoico, George.
– Lo que soy es prudente, por eso hemos llegado hasta aquí. Te recuerdo que otros muchos han caído por haber cometido errores. Yo también tengo ganas de ver a Enrique, pero prefiero no hacerlo si eso nos pone en peligro.
– Ya somos viejos, nadie sabe…
– ¡Calla! Te repito que quiero seguir siendo viejo. Ya te avisaré si es posible que nos veamos en Nueva York.
Frank apuró un whisky mientras colgaba el teléfono. George, el cauteloso y desconfiado George, siempre había demostrado tener razón.
Tocó una campanilla de plata que tenía sobre la mesa del despacho y un segundo después entró un hombre uniformado de blanco.
– ¿Me necesita, señor?
– José, ¿han llegado los señores que esperaba?
– Aún no, señor. La torre de control nos avisará en cuanto la avioneta se acerque.
– Bien, hágamelo saber.
– Sí, señor.
– ¿Y mi esposa?
– La señora está descansando; le dolía la cabeza.
– ¿Y mi hija?
– La señora Alma se marchó esta mañana temprano con su esposo.
– Es verdad… Tráigame otro whisky y algo de comer.
– Sí, señor.
El criado salió silencioso. A Frank le caía bien José. Era discreto, poco hablador y eficaz. Le cuidaba mejor de lo que nunca le había cuidado su caprichosa mujer.
Emma era demasiado rica. Ése había sido su principal defecto, aunque para él había supuesto una ventaja. Bueno, también su falta de belleza le había pesado como una losa.
Con tendencia a engordar, de pequeña estatura y morena, muy morena. El color de la piel de Emma era casi negro, una piel apagada, carente de suavidad. No se parecía a Alicia.
Alicia era negra. Totalmente negra y bella, escandalosamente bella. Llevaban quince años juntos. La había conocido en el bar de aquel hotel de Río mientras esperaba a uno de sus socios. La chica había ido al grano, ofreciéndose sin tapujos. Se la había quedado para siempre. Era suya, le pertenecía, y ella sabía la suerte que podía correr si se atrevía a engañarle con otro.
Él era un viejo, sí, y por eso le pagaba espléndidamente. Cuando él muriera, Alicia podría gastarse la fortuna que iba a dejarle en herencia, además del hermoso ático de Ipanema y las joyas que le había ido regalando.
Cuando la conoció, Alicia acababa de cumplir veinte años; era casi una niña de piernas largas y cuello interminable; él era un hombre de setenta que no asumía su ancianidad. Podía permitirse una chica como ésa: tenía suficiente dinero para que algunas mujeres hicieran la pantomima de considerarle aun un hombre.
Llamaría a Alicia e iría a visitarla a Río. Que estuviera preparada.
En realidad, no le gustaba salir demasiado de la inmensidad de su hacienda, situada en los límites de la selva. Allí se sentía seguro, con sus hombres recorriendo día y noche los muchos kilómetros del perímetro, protegido además por un sofisticado sistema de sensores y otros artilugios que hacían imposible la irrupción de intrusos.
Pero pensar en Alicia le había producido una sacudida de vitalidad y a su edad eso era impagable. Además, tenía que ir a Nueva York, así que de todas maneras tenía que pasar por Río.
6
Clara Tannenberg y Ahmed Huseini esperaban impacientes un taxi en la puerta del Excelsior. Ninguno de los dos prestó atención a un hombre delgado, con el cabello castaño que, nervioso, se bajaba de otro taxi y entraba como una exhalación en el hotel.
Su taxi llegó un minuto después, de manera que tampoco vieron a ese mismo hombre salir corriendo del Excelsior gritando en dirección al taxi que les transportaba.
El hombre volvió a entrar y se dirigió a la recepción.
– Se han ido, ¿les importaría decirme si iban al aeropuerto, si dejaban Roma?
El recepcionista le miró con desconfianza a pesar de que el aspecto del hombre sólo delataba normalidad. Rasgos amables, pelo cortado a navaja, porte elegante, a pesar de ir vestido de sport…
– Señor, yo no le puedo dar esa información.
– Es muy importante que hable con ellos.
– Entiéndame, señor, nosotros no sabemos dónde van nuestros clientes cuando dejan el hotel.
– Pero al pedir un taxi habrán dicho para dónde… Por favor, se lo ruego, es muy importante.
– Verá, yo no sé qué decirle, déjeme consultar…
– Si usted fuera tan amable de decirme sólo si se dirigían al aeropuerto…
Algo en la voz y en la mirada del hombre llevó al veterano recepcionista a romper su código profesional.
– De acuerdo, iban al aeropuerto. Esta mañana cambiaron la fecha del vuelo a Ammán, su avión sale dentro de una hora. Llegaban tarde, la señora se retrasó y…
El hombre de nuevo corría en dirección a la entrada, donde se metió en el primer taxi que pasaba.
– ¡Al aeropuerto, rápido!
El taxista, un viejo romano, miró a través del retrovisor. Seguramente era el único taxista de toda Roma que no se contagiaba por la prisa de los clientes, así que condujo con toda parsimonia hasta Fiumicino, a pesar de la desesperación que vería reflejada en el rostro de su pasajero.
Una vez en el aeropuerto, buscó un monitor con la salida de los vuelos a Ammán y se dirigió veloz hacia la puerta por donde debían embarcar los pasajeros con destino a Jordania.
Demasiado tarde. Todos los pasajeros habían pasado ya la aduana y el carabiniere se negó a dejarle pasar.
– Son unos amigos, no he podido despedirme de ellos, es un minuto. ¡Por Dios, déjeme pasar!
El carabiniere se mostró irreductible y le pidió que se marchara.
Comenzó a caminar por el aeropuerto sin rumbo, sin saber qué hacer ni en quién confiar. Sólo sabía que debía hablar con aquella mujer fuera donde fuese, le costara lo que le costase, aunque la tuviera que seguir al fin del mundo.
En la escalerilla del avión sintieron el golpe de calor mezclado con aroma de especias. Volvían a casa, volvían a Oriente.
Ahmed bajaba por la escalerilla del avión delante de Clara, cargado con una bolsa de Vuitton. Detrás de ella, un hombre no la perdía de vista aunque intentaba pasar inadvertido.
No tuvieron ningún problema para pasar la aduana. Los pasaportes diplomáticos les abrían todas las puertas y Ammán, por más que juraba lealtad a Washington, tenía su propia política, y ésta no pasaba por plantar cara a Sadam, por poco que le gustara el dictador iraquí. Pero Oriente es Oriente, y la muy occidentalizada familia real jordana era experta en la diplomacia más sutil.
Un coche que esperaba a Clara y Ahmed a la salida del aeropuerto les condujo al Marriot. Ya era tarde, de manera que cenaron en la habitación. Continuaba la tensión entre ellos.
– Voy a llamar a mi abuelo.
– No es una buena idea.
– ¿Por qué? Estamos en Ammán.
– Con los norteamericanos vigilando por todas partes. Mañana cruzaremos la frontera. ¿No puedes esperar?
– Realmente no; tengo ganas de hablar con él.
– ¿Sabes?, estoy cansado de tu comportamiento caprichoso.
– ¿Te parece un capricho que quiera hablar con mi abuelo?
– Deberías ser más prudente, Clara.
– ¿Por qué? Llevo toda la vida escuchando que debo de ser discreta y prudente, ¿por qué?
– Pregúntaselo a tu abuelo -respondió Ahmed malhumorado.
– Te lo estoy preguntando a ti.
– Eres inteligente, Clara, caprichosa pero inteligente, y supongo que a lo largo de los años habrás sacado tus propias conclusiones por más que tu abuelo te siga tratando como a una niña.
Clara quedó en silencio. En realidad, no sabía si quería que le dijeran todo lo que intuía. Pero había tantos cabos sueltos… Había nacido en Bagdad, como su madre, y pasado su infancia y adolescencia entre El Cairo y Bagdad. Amaba ambas ciudades por igual. Le costó mucho convencer a su abuelo para que le permitiera terminar sus estudios en Estados Unidos. Al final lo logró, sabiendo que a su abuelo le causaba una gran inquietud.