– Mi abuelo, sí.
– Sí, tu abuelo, sí. Anda, vamos a la cama. Ya desharemos las maletas mañana.
Alfred Tannenberg estaba en su despacho con uno de sus socios, Mustafa Nasir. Discutían acaloradamente cuando entró Clara.
– Abuelo…
– ¡Ah, ya estás aquí! Pasa, hija, pasa.
Tannenberg clavó su mirada acerada en Nasir y éste esbozó una amplísima sonrisa.
– ¡Mi querida niña, cuánto tiempo sin verte! Ya no me haces el honor de venir a visitarnos a El Cairo… Mis hijas siempre preguntan por ti.
– Hola, Mustafá -el tono de Clara no era amistoso, puesto que había escuchado cómo su abuelo discutía con el egipcio.
– Clara, estamos trabajando; en cuanto termine te llamaré.
– De acuerdo, abuelo, voy a salir a comprar.
– Que te acompañen.
– Sí, sí; además, voy con Fátima.
Clara salió acompañada de Fátima y de un hombre que hacía la función de chófer y guardaespaldas. Se dirigieron al centro de Bagdad en el Toyota verde.
La ciudad era una sombra pálida del ayer. El cerco al que Estados Unidos sometía al régimen de Sadam había empobrecido a los iraquíes, que tenían que azuzar el ingenio para sobrevivir.
Los hospitales aún funcionaban gracias a algunas ONG, pero cada vez era más acuciante la necesidad de medicinas y de alimentos.
Clara sintió un odio profundo hacia Bush por lo que les estaba haciendo. A ella no le gustaba Sadam, pero odiaba a quienes les estaban sitiando, ahogándoles. Recorrieron el bazar, hasta que encontró un regalo para Fátima, pues era su cumpleaños. Ninguna de las dos mujeres se dio cuenta de la presencia de aquellos extranjeros que parecían seguirlas por las callejuelas recónditas del bazar. Pero el guardaespaldas sí detectó la presencia de un par de hombres que, con aspecto de turistas despistados, encontraban a la vuelta de todas las esquinas. No dijo nada a las mujeres para no alarmarlas.
Cuando regresaron a la Casa Amarilla el hombre fue a ver a Alfred Tannenberg adelantándose a Clara. Mustafa Nasir ya se había marchado.
– Eran cuatro hombres en parejas de dos -explicó el guardaespaldas a su patrón-. Resultaba evidente que nos seguían. Además, su aspecto les delataba. Su forma de vestir, los rasgos de la cara… estoy seguro que no eran iraquíes y tampoco egipcios, ni jordanos… tampoco hablaban en inglés, me pareció que hablaban italiano.
– ¿Qué crees que querían?
– Saber dónde iba la señorita. No creo que tuvieran intención de hacerle nada, aunque…
– Nunca se sabe. Ocúpate de que no vaya sola a ninguna parte, que otros dos hombres os acompañen siempre armados. Si le sucede algo a mi nieta no viviréis para contarlo.
No hacía falta que profiriera esa amenaza. A Yasir no le cabía la menor duda de que si a Clara le sucedía algo él lo pagaría con su vida, y no sería ni el primero ni el último hombre que moría por deseó expreso de Tannenberg.
– Sí, señor.
– Refuerza la seguridad de la casa. Quiero controles estrictos de todo el que entra y sale. Nada de jardineros desconocidos que vienen a sustituir a un primo enfermo, ni de amables vendedores ambulantes. No quiero ver ninguna cara desconocida salvo que yo lo autorice personalmente. Ahora vamos a sorprender a esos misteriosos perseguidores. Quiero saber quiénes son, quién los envía y para qué.
– Será difícil cogerlos a todos.
– No necesito a todos; con uno basta.
– Sí, señor, pero será preciso que la señorita Clara vuelva a salir.
– Sí, efectivamente. Mi nieta será el cebo. Pero procura que ella no se dé cuenta y, sobre todo, que no le suceda nada. Respondes con tu vida, Yasir.
– Lo sé, señor. No le sucederá nada. Confíe en mí.
– Sólo confío en mí, Yasir, pero no se te ocurra equivocarte.
– No lo haré, señor.
Tannenberg llamó a su nieta. Durante una hora estuvo escuchando sus quejas sobre lo sucedido en Roma. Él ya sabía que las cosas no podían salir bien. Sus amigos querían que esperara a que cayera Sadam para organizar una misión arqueológica que desentrañara los restos de aquel edificio encontrado entre las antiguas Ur y Babilonia. Una misión que, además de la Biblia de Barro, sin duda arrancaría de la tierra otras tablillas y alguna estatua. Una misión como tantas otras que habían financiado. Pero no esperaría. No podía, sabía que estaba consumiendo los últimos días de su vida. Acaso le quedaban tres, cuatro, seis meses a lo sumo. Le había exigido al médico que le dijera la verdad, y ésta no era otra que se acercaba el final. Tenía ochenta y cinco años y el hígado lleno de pequeños tumores. No hacía ni dos años que le habían cortado un pedazo de aquel órgano vital.
Clara quedaba a cargo de Ahmed y con dinero suficiente para vivir el resto de su vida, pero sobre todo quería hacerle un regalo, el que ella le reclamaba desde que era una adolescente: ser la arqueóloga que encontrara la Biblia de Barro. Por eso la había enviado a Roma: para que hiciera pública la existencia de esas dos tablillas que él había encontrado cuando era más joven que ella ahora.
La comunidad arqueológica podía reírse cuanto quisiera de la historia de las tablillas de Abraham, pero ya sabía de su existencia aunque lo considerara una fantasía. Nadie le podría arrebatar la gloria a su nieta. Nadie, ni siquiera ellos, sus más queridos amigos.
Ya tenía preparada la carta que uno de sus hombres llevaría a Ammán para entregar a otro hombre que a su vez la llevaría hasta Washington al despacho de Robert Brown para que éste a su vez se lo entregara a George Wagner, pero antes de enviarla debía ocuparse de esos intrusos que seguían a Clara; a lo mejor tenía que añadir algo más. Por la noche esperaba hablar con Ahmed. Por la mañana cuando le entregó la carta de Brown, le había encontrado tenso.
Confiaba en Ahmed porque conocía su ambición y sus ganas de escapar para siempre de Irak. Eso sólo lo podría hacer con su dinero. El dinero que heredaría Clara y del que Ahmed disfrutaría mientras estuviera con su nieta.
Los hombres de Marini estaban preparados desde el amanecer. Habían encontrado un buen lugar para vigilar las entradas y salidas de la Casa Amarilla: un café situado en la esquina opuesta de la calle. El dueño era amable y aunque no dejaba de preguntarles los motivos de su estancia en Bagdad, el lugar les servía para no estar expuestos a la vista de los hombres que guardaban la Casa Amarilla.
A las ocho vieron salir a Ahmed Huseini en el Toyota verde. Conducía él, aunque a su lado iba un hombre que no dejaba de mirar hacia todas partes. Pero hasta las diez de la mañana no salió Clara de la casa, acompañada de aquella mujer vestida de negro de la cabeza a los pies. De nuevo iban acompañadas por un hombre, esta vez en un Mercedes todoterreno.
El equipo de Marini seguía dividido en dos parejas, comunicándose por walkie-talkies. Los que estaban en el café dieron el aviso a sus compañeros, que se encontraban en un coche alquilado situado dos calles más arriba de la casa. Ellos les seguirían.
El Mercedes se dirigió hacia las afueras de Bagdad. Los hombres de Marini le siguieron confiados.
Llevaban más de media hora de viaje cuando el Mercedes se desvió por un camino de tierra bordeado de palmeras. Los hombres de Investigaciones y Seguros dudaron, pero decidieron seguir adelante. El Mercedes aceleró y su perseguidor se mantuvo a una distancia prudencial. Sus ocupantes no estaban dispuestos a perder de vista a una mujer que debía conducirles al anciano que tenían que fotografiar.
De repente el Mercedes aceleró levantando una oleada de tierra seca; un segundo más tarde aparecieron por dos caminos adyacentes varios todoterrenos que parecían pretender embestir al primer coche de los hombres de Marini. Éstos se dieron cuenta demasiado tarde de que los coches les estaban rodeando y les obligaban a frenar. El segundo coche de los investigadores italianos paró en seco. No llevaban armas, nada con que hacer frente a los hombres armados que se acercaban al coche de sus compañeros. Vieron cómo les sacaban del coche y empezaban a golpearlos. No sabían qué hacer: si acudían en su ayuda ellos también se convertirían en víctimas, pero tampoco podían asistir impávidos a aquella paliza brutaclass="underline" Decidieron volver a la carretera en busca de ayuda, de manera que dieron marcha atrás. No estaban huyendo, se decían, aunque en su fuero interno sabían que de algún modo lo estaban haciendo.
No pudieron ver que a uno de sus compañeros le obligaron a arrodillarse y le dispararon en la nuca, y que el otro no pudo aguantar un vómito. Dos minutos más tarde ambos estaban muertos en la cuneta.
Carlo Cipriani se tapó la cara con las manos. Mercedes permanecía pálida pero impasible sentada a su lado mientras que Hans Hausser y Bruno Müller reflejaban en sus rostros el horror y la angustia que les producía lo que Luca Marini les estaba contando.
Habían acudido al despacho del presidente de Investigaciones y Seguros. Marini les había instado a acudir allí. La empresa estaba de luto. El silencio de los empleados no dejaba lugar a dudas.