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– ¿El Coronel te ha dicho algo de los hombres que seguían a Clara?

– No, sabe menos que nosotros.

– ¿Era necesario matarles?

Alfred frunció el ceño. No le gustaba la pregunta de Ahmed. Éste se sorprendió de haber verbalizado su pensamiento.

– Sí, lo era. Quien les ha enviado ahora sabe a qué clase de juego jugamos.

– Van a por ti, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Por la Biblia de Barro?

– Eso es lo que aún debo averiguar.

– Nunca te lo he preguntado, en realidad nadie se atreve á hablar de ello, pero ¿a tu hijo le mataron?

– Sufrió un accidente en el que él y Nur murieron.

– ¿Le mataron, Alfred?

Ahmed miró con dureza al anciano pero éste le sostuvo la mirada. Ni siquiera pestañeaba cuando le hurgaban en la herda abierta por la muerte de Helmut y su esposa.

– Helmut y Nur están muertos. No hay nada más que debas saber.

Los dos hombres se midieron durante unos segundos, pero fue Ahmed quien bajó la mirada, incapaz de soportar el hielo de los ojos acerados de aquel anciano que cada día se le antojaba más terrible.

– ¿Vacilas, Ahmed?

– No.

– Mejor así. He sido todo lo sincero que puedo ser contigo. Conoces la naturaleza del negocio. Algún día lo llevarás tú, seguramente antes de lo que tú te imaginas y yo quiero. Pero no me juzgues; no lo hagas, Ahmed, no se lo consiento a nadie, tampoco a ti, y de nada te serviría el escudo de Clara.

– Lo sé, Alfred, sé la clase de hombre que eres.

No había desprecio en el tono de voz de Ahmed, sólo la constatación de que sabía que estaba trabajando para el mismo demonio.

7

A las cuatro de la tarde no había un alma en el barrio de Santa Cruz, el barrio de calles estrechas y plazas recoletas que resume mejor que ningún otro la esencia de Sevilla. Las contraventanas de los balcones de la casa de dos plantas que ocupaba la familia Gómez estaban cerradas. El sol de septiembre se empeñaba en calentar a cuarenta grados, y a pesar del aire acondicionado que aliviaba el rigor solar, nadie en su sano juicio en Sevilla habría tenido las contraventanas abiertas, ni siquiera entreabiertas

El frescor lo daba la oscuridad; además, aquélla era la hora de la siesta.

El mensajero apretó por tercera vez el timbre, fastidiado. La mujer que le abrió la puerta parecía malhumorada. Se notaba que estaba durmiendo y el timbre la había arrancado del sopor de la tarde.

– Este sobre es para don Enrique Gómez. Me han dicho que se lo entregue en persona.

– Don Enrique está descansando. Déjemelo, ya se lo daré.

– No, no puedo, tengo que asegurarme que don Enrique recibe el sobre.

– Oiga, le digo que yo se lo daré.

– Y yo le digo que o se lo entrego a ese señor o me llevo sobre. Soy un mandado y cumplo con lo que me dicen.

– ¡Oiga, haga el favor de dármelo!

– ¡Que le digo que no!

La mujer había alzado la voz y el mensajero también. Se escuchó un rumor de voces y unos pasos presurosos.

– ¿Qué sucede, Pepa?

– Nada, señora, este mensajero, que insiste en que tiene que entregar personalmente el sobre al señor y yo le digo que no.

– Démelo -pidió la mujer al mensajero.

– No, señora, tampoco voy a dárselo a usted. O se lo entrego al señor Gómez o me voy.

Rocío Álvarez miró al mensajero de arriba abajo pensando en cerrarle la puerta en las narices. Pero un sexto sentido le impidió hacerlo. Ella sabía que debía ser prudente con cuanto concernía a su marido. Así que, mordiéndose el labio inferior y muy a su pesar, mandó a Pepa al piso superior a avisar a su marido.

Enrique Gómez bajó enseguida, y midió al mensajero con una mirada; llegó a la conclusión de que era eso, sólo un mensajero.

– Rocío, Pepa, no os preocupéis, ya atiendo yo a este señor.

Arrastró la palabra «señor» para incomodar al mensajero que, sudoroso y con un palillo entre los dientes le observaba impertinente.

– Oiga, jefe, yo no quería fastidiarle la siesta, yo hago lo que me mandan y a mí me han dicho que le dé este sobre en mano.

– ¿Quién lo envía?

– ¡Ah, eso no lo sé! La empresa me lo ha entregado y yo se lo traigo. Si quiere saber algo llame a la empresa.

No se molestó en responder. Firmó el recibo, cogió el sobre y cerró la puerta. Al darse la vuelta se encontró a Rocío, al pie de la escalera, mirándole con preocupación.

– ¿Qué pasa, Enrique?

– ¿Qué va a pasar, mujer?

– No sé, pero me ha entrado sofoco, como si en ese sobre te llegaran malas noticias.

– ¡Pero qué cosas dices, Rocío! El mensajero era un bruto al que le han dicho que traiga el sobre y me lo dé y no se ha bajado del burro. Vamos, vete a descansar que con este calor no se puede hacer otra cosa. Enseguida subo.

– Pero si es algo…

– ¡Pero qué va a ser, mujer! Anda, déjame.

Se sentó tras la mesa de su despacho y con preocupación abrió el abultado sobre tamaño folio. No pudo evitar una mueca de disgusto y asco ante las fotos que tenía ante sí. Buscó alguna carta dentro del sobre y no le sorprendió ver en un folio la letra apretada de Alfred Tannenberg.

Pero ¿quiénes eran esos hombres a los que había matado?

Volvió a echar una ojeada a las fotos. Lo que veía eran dos hombres reventados por una paliza, con los rostros irreconocibles. En otra serie aparecían con un orificio de bala en la cabeza.

En el folio, sólo tres palabras: «Esta vez, no».

Rompió el papel en pedazos diminutos y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta para echarlos al inodoro. En cuanto a las fotos, no sabía qué hacer con ellas, así que de momento las guardaría en la caja fuerte.

Cuando subió a su habitación su mujer le esperaba inquieta.

– ¿Qué era, Enrique?

– Una tontería, Rocío, una tontería, no te preocupes. Anda, vamos a descansar, que aún no son las cinco.

* * *

El botones se acercó a los dos hombres que charlaban animadamente mientras desayunaban en aquel rincón del bar del hotel, en el que desde un ventanal se divisaba la playa de Copacabana. Dirigiéndose al de más edad, le entregó un sobre grande, abultado, tamaño folio.

Perdone, señor, lo acaban de traer para usted y en recepción me indicaron que estaba usted aquí.

– Gracias, Tony.

– De nada, señor.

Frank Dos Santos colocó el sobre en un maletín y continuó hablando despreocupadamente con su socio. A mediodía llegaría Alicia e irían a almorzar; luego pasarían la tarde y la noche juntos. Hacía mucho tiempo que no iba a Río, demasiado, pensó. Vivir al borde de la selva le hacía perder la noción del tiempo.

Poco antes de las doce subió a la suite que tenía reservada en el hotel. Se miró en el espejo del vestíbulo diciéndose que para ser un anciano de ochenta y cinco años todavía tenía cierta apostura. Aunque daba lo mismo, Alicia se comportaría como si él fuera Robert Redford, le pagaba para eso.

* * *

Estaba a punto de subir a su avión privado cuando vio a uno de sus secretarios corriendo por la pista.

– ¡Señor Wagner, espere!

– ¿Qué sucede?

– Tenga, señor, ha llegado este sobre con un mensajero. Viene de Ammán y al parecer es muy urgente. Insistieron en que usted debía de tenerlo de inmediato.

George Wagner cogió el sobre y sin siquiera dar las gracias continuó subiendo por la escalerilla del avión.

Se sentó en un cómodo sillón y mientras su azafata personal le preparaba un whisky rasgó el sobre.

Observó las fotos con un gesto de desprecio y arrugó con furia el papel manuscrito de Alfred con tres palabras: «Esta vez, no».

Se levantó de su asiento e hizo una indicación a la azafata. Ésta se apresuró a acudir a recibir órdenes de su jefe.

– Dígale al comandante que aplace el vuelo. Tengo que regresar al despacho.

– Sí, señor.

Llevaba la furia asomando en la mirada. Mientras cruzaba la pista camino de la terminal de aviones privados sacó su móvil e hizo una llamada a muchos kilómetros de distancia.

* * *

¡Maldita señora Miller! Robert Brown maldecía en su fuero interno a la esposa del senador. Le dolía la espalda de estar sentado sin ningún respaldo sobre una manta en la hierba de la mansión de los Miller. Para colmo, no había visto a su Mentor. Le había dicho que se verían en el picnic, pero no había aparecido.

Sintió alivio al ver acercarse a Ralph Barry. Él le libraría de la pelma de la esposa del senador, que intentaba convencerle de que donara una generosa cantidad de dólares para los futuros huérfanos de Irak.

– Ya sabe, querido señor Brown, que la guerra dejará secuelas. Desgraciadamente los niños corren con la peor parte, de manera que mis amigas y yo hemos formado un comité para ayudar a los huérfanos.

– Naturalmente que puede contar con mi aportación personal, señora Miller. En cuanto usted lo estime oportuno, dígame dónde debo transferir la cantidad que usted me indique.

– ¡Oh, qué generoso! Yo no debo decirle con cuánto debe de colaborar. Se lo dejo a su criterio.

– ¿Quizá diez mil dólares?