Pagó el taxi, y esta vez sí que recogió el cambio. La clínica, situada en Parioli, un barrio tranquilo y elegante de Roma, era un edificio de cuatro pisos en el que trabajaban una veintena de especialistas, además de otros diez facultativos de medicina general. Era su obra, fruto de la voluntad y el esfuerzo. Su padre se habría sentido orgulloso de él, y su madre… notó que se le humedecían los ojos. Su madre le habría abrazado con fuerza, susurrándole que no había nada que él no pudiera alcanzar, que la voluntad lo puede todo, que…
– Buenos días, doctor.
La voz del portero de la clínica le devolvió a la realidad. Entró con paso firme, erguido, y se encaminó hacia su despacho, situado en la primera planta. Fue saludando a otros médicos y estrechando la mano de algún paciente que le paraba al reconocerlo. Sonrió al verla. Al fondo del pasillo se dibujaba la silueta esbelta de su hija. Lara escuchaba pacientemente a una mujer temblorosa que agarraba con fuerza la mano de una adolescente. Hizo un gesto de cariño a la jovencita y se despidió de la mujer. No le había visto y él no hizo nada para hacerse notar; más tarde se pasaría por su consulta.
Entró en la antesala de su despacho. Maria, su secretaria, levantó los ojos del ordenador.
– Doctor, ¡qué tarde viene hoy! Tiene un montón de llamadas pendientes, y además está a punto de llegar el señor Bersini; ya han terminado de hacerle todas las pruebas y, aunque le han dicho que tiene una salud de hierro, insiste en que le vea usted y…
– Maria, veré al señor Bersini en cuanto él llegue, pero después anule todas las citas. Durante unos días puede que no aparezca por la consulta; vienen de fuera viejos amigos y he de atenderles…
– Muy bien, doctor. ¿Hasta cuándo no debo de apuntarle nuevas citas?
– No lo sé, ya se lo diré; puede que una semana, como mucho dos… ¿Está mi hijo?
– Sí, y su hija también.
– Sí, ya la he visto. Maria, estoy esperando una llamada del presidente de Investigaciones y Seguros. Pásemela aunque esté con el señor Bersini, ¿entendido?
– Entendido, doctor, así lo haré. ¿Quiere que le ponga con su hijo?
– No, no, déjele, debe de estar en el quirófano; ya le llamaremos después.
Encontró los periódicos perfectamente ordenados encima de la mesa del despacho. Cogió uno de ellos y buscó en las páginas del final. El titular rezaba: «Roma: capital de la arqueología mundial». La noticia daba cuenta de un congreso sobre los orígenes de la humanidad auspiciado por la Unesco. Y allí, en la lista de asistentes, estaba el apellido del hombre al que llevaban más de medio siglo buscando.
¿Cómo era posible que de repente estuviera allí, en Roma? ¿Dónde había estado? ¿Acaso nadie tenía memoria? Le costaba entender que aquel hombre pudiera participar en un congreso mundial promovido por la Unesco.
Recibió a su antiguo paciente Sandro Bersini e hizo un esfuerzo indecible para escuchar sus achaques. Le aseguró que tenía una salud de hierro, lo que además era verdad, pero por primera vez en su vida no tuvo reparos en no mostrarse solícito y le invitó amablemente a marcharse con la excusa de que tenía otros pacientes esperándole.
El timbre del teléfono le sobresaltó. Instintivamente supo que la llamada era de Investigaciones y Seguros.
El presidente de la agencia le explicó escuetamente el resultado de aquellas primeras horas de investigación. Tenía a seis de sus mejores hombres dentro de la sede del congreso.
La información que le transmitió sorprendió a Carlo Cipriani. Tenía que haber algún error, salvo que…
¡Claro! El hombre al que buscaban era mayor que ellos, y habría tenido hijos, nietos…
Sintió una punzada de decepción y de rabia; se sentía burlado. Había llegado a creer que aquel monstruo había aparecido de nuevo y ahora se encontraba con que no era él. Pero algo en su interior le decía que estaban cerca, más de lo que habían estado nunca. De manera que pidió al presidente de Investigaciones y Seguros que no dejaran la vigilancia, daba lo mismo hasta dónde tuvieran que llegar y cuánto costara.
– Papá…
Antonino había entrado en el despacho sin que él se hubiera dado cuenta. Hizo un esfuerzo por recomponer el gesto porque sabía que su hijo le observaba preocupado.
– ¿Qué tal va todo, hijo?
– Bien, como siempre. ¿En qué pensabas? Ni te has dado cuenta de que he entrado.
– Sigues con la misma mala costumbre que tenías de niño: no llamas a la puerta.
– ¡Vamos, papá, no lo pagues conmigo!
– ¿Qué estoy pagando contigo?
– Lo que sea que te contraría… Te conozco y sé que hoy no te han salido las cosas como esperabas. ¿Qué ha sido?
– Te equivocas. Todo va bien. ¡Ah! Puede que durante unos días no venga a la clínica; ya sé que no hago falta, pero es para que lo sepas.
– ¿Cómo que no haces falta? ¡Uy, cómo estás hoy! ¿Se puede saber por qué no vas a venir? ¿Vas a algún sitio?
– Viene Mercedes, y también Hans y Bruno.
Antonino torció el gesto. Sabía lo importantes que eran los amigos para su padre, aunque éstos le inquietaban. Parecían unos viejos inofensivos, pero no lo eran. Al menos a él siempre le habían infundido un sentimiento de temor.
– Deberías casarte con Mercedes -bromeó.
– ¡No digas tonterías!
– Mamá murió hace quince años y con Mercedes pareces estar a gusto, ella también está sola.
– Basta, Antonino. Me voy, hijo…
– ¿Has visto a Lara?
– Pasaré a verla antes de irme.
A sus sesenta y cinco años, Mercedes Barreda aún conservaba mucho de la belleza que había sido. Alta, delgada, morena, de porte elegante y ademanes rotundos, imponía a los hombres. Quizá por eso no se había casado nunca. Se decía a sí misma que jamás había encontrado un hombre a su medida.
Era propietaria de una constructora. Había hecho fortuna trabajando sin descanso y sin quejarse jamás. Sus empleados la consideraban una persona dura pero justa. Nunca había dejado a un obrero en la estacada. Pagaba lo que tenía que pagar, les tenía a todos asegurados, se preocupaba de respetar escrupulosamente sus derechos. La fama de dura seguramente le venía porque nadie la había visto reír, ni siquiera sonreír, pero tampoco la habían podido acusar nunca de tener un gesto autoritario ni de haber dicho una palabra más alta que otra. Sin embargo, había algo en ella que imponía a los demás.
Vestida con un traje de chaqueta color beis, y como única joya unos pendientes de perlas, Mercedes Barreda atravesaba con paso veloz los pasillos interminables de Fiumicino, el aeropuerto de Roma. Una voz anunciaba la llegada del vuelo de Viena en el que viajaba Bruno, de manera que podían ir juntos a casa de Carlo. Hans había llegado hacía una hora.
Mercedes y Bruno se fundieron en un abrazo. Hacía más de un año que no se veían, aunque hablaban por teléfono con frecuencia y se escribían por internet.
– ¿Y tus hijos? -preguntó Mercedes.
– Sara ya es abuela. Mi nieta Elena ha tenido un niño.
– O sea, que eres bisabuelo. Bueno, no estás mal para ser un vejestorio. ¿Y tu hijo David?
– Un solterón empedernido, como tú.
– ¿Y tu mujer?
– He dejado a Deborah protestando. Llevamos cincuenta años peleándonos por lo mismo. Ella quiere que olvide; no comprende que eso no podremos hacerlo jamás. No quería que viniera. Sabes, aunque no quiere reconocerlo tiene miedo, mucho miedo.
Mercedes asintió. No culpaba a Deborah por sus temores, tampoco el que quisiera retener a su marido. Sentía simpatía por la esposa de Bruno. Era una buena mujer, amable y silenciosa, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Deborah en cambio no la correspondía con el mismo afecto. Cuando en alguna ocasión había visitado a Bruno en Viena, Deborah la había recibido como una buena anfitriona pero no podía ocultar el temor que le inspiraba «la Catalana», como sabía que la llamaba.
En realidad era francesa. Su padre había huido de Barcelona cuando estaba a punto de terminar la Guerra Civil española. Era anarquista, un hombre bueno y cariñoso. En Francia, como tantos otros españoles, cuando los nazis entraron en París se incorporó a la Resistencia; en ella conoció a la madre de Mercedes, que hacía de correo, y se enamoraron; su hija nació en el peor momento y en el peor lugar.
Bruno Müller acababa de cumplir setenta años. Tenía el cabello blanco como la nieve y la mirada azul. Cojeaba, por lo que se ayudaba de un bastón con el mango de plata. Había nacido en Viena. Era músico, un pianista extraordinario, como también lo había sido su padre. La suya era una familia que vivía por y para la música. Cuando cerraba los ojos, veía a su madre sonriendo mientras tocaba el piano a cuatro manos con su hermana mayor. Hacía tres años que se había retirado; hasta entonces Bruno Müller había sido considerado uno de los mejores pianistas del mundo. También su hijo David se había entregado en cuerpo y alma a la música; su vida era el violín, aquel delicado Guarini del que jamás se separaba.