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– ¿Lo lee y lo escribe también? -quiso saber Clara.

– Sí, también lo leo y lo escribo.

El jefe de la aldea resultó ser un hombre sagaz, encantado de tener allí a esos visitantes que si se decidían a excavar llevarían prosperidad a las gentes del lugar.

Conocía a Clara y Ahmed porque éstos habían comenzado las excavaciones, hasta que las tuvieron que dejar por falta de medios. Los hombres de la aldea no tenían suficientes conocimientos para ayudarles sin destrozar lo que encontraran por medio.

– El jefe nos ofrece que nos alojemos en su casa a pasar la noche. También podemos hacerlo en la tienda militar que hemos traído en el helicóptero. Mañana podríamos ir a visitar la zona para que se haga una idea del paraje; incluso podríamos llegar a Ur, o si no podemos regresar a Bagdad ahora. Usted decide.

Yves Picot no tardó en tomar una decisión. Aceptó pasar la noche en Safran para el día siguiente visitar los alrededores. Este viaje adquiría para él una nueva dimensión. El trayecto en helicóptero desde Bagdad, la soledad inmensa de la tierra amarilla que se abría ante sus ojos, la incomodidad como elemento de aventura. Pensó que quizá nunca regresaría a aquel lugar y en caso de hacerlo sería con al menos una veintena de personas, de manera que no podría disfrutar de la quietud que todo lo envolvía.

Ahmed había previsto la posibilidad de que se quedaran a dormir. De manera que el Coronel había dado orden a los soldados que les escoltaban de que dispusieran de tiendas y raciones de víveres, pero él había pedido a Fátima que se encargara de organizar unas cuantas bolsas con comida y bebida. La mujer se había esmerado, preparándoles en distintas tarteras ensaladas, humus, pollo frito, además de bocadillos y distintas clases de frutas.

Clara había protestado por el exceso de comida, pero Fátima no estaba dispuesta a que se fueran sin lo que había preparado, así que estaban bien surtidos.

Los soldados levantaron dos tiendas, cerca de la de sus cuatro compañeros que guardaban las ruinas. Picot podía dormir con ellos, y en la otra Ahmed y Clara. Pero el jefe de la aldea se empeñó en que Ahmed y Clara durmieran en su casa y así se decidió para satisfacción de Picot, que podría disfrutar de una tienda para él solo.

Bebieron té y comieron pistachos junto a otros hombres que se acercaron a la casa del jefe de la aldea. Se ofrecían para trabajar en las excavaciones. Querían fijar las cantidades que percibirían por cada jornada de trabajo. Y Ahmed, secundado por Picot, inició un largo regateo.

A las diez de la noche la aldea estaba sumida en el silencio. Los campesinos amanecían con el sol, de manera que se acostaban pronto.

Clara y Ahmed acompañaron a Picot a su tienda. Ellos también iniciarían la jornada apenas saliera el sol.

Después, en silencio, se dirigieron hacia los restos de aquel edificio que les tenía fascinados. Se sentaron sobre la arena, apoyados en los muros de adobe de aquel palacio milenario. Ahmed encendió un cigarro para Clara y otro para él. Ambos fumaban, pero juraban cada día que sería el último, sabiendo que no lo cumplirían. Pero, por fumar, en Irak no te convertías en un proscrito como en Estados Unidos o en Europa. Las mujeres fumaban en casa o en lugares cerrados, nunca en la calle; Clara seguía esa norma.

El manto de estrellas parecía templar aún más la noche. Clara dormitaba intentando imaginar cómo había sido aquel lugar dos mil años atrás. En aquel silencio escuchaba cientos de voces de mujeres, niños, hombres. Campesinos, escribas; reyes, todos estaban allí pasando ante sus ojos cerrados, donde eran tan reales como la noche.

Shamas. ¿Cómo habría sido Shamas? A Abraham, padre de todos los hombres, se lo imaginaba como el pastor seminómada que fue, viviendo en tiendas, bordeando el desierto con sus rebaños de cabras y ovejas, durmiendo al cielo raso en noches estrelladas como ésa.

Abraham debía de tener la barba larga y gris y el cabello espeso y enmarañado. Era alto, sí, le veía alto, de porte imponente, que inspiraba respeto por dondequiera que fuera.

La Biblia le presentaba también como un hombre astuto y duro, como un conductor de hombres, además de rebaños.

Pero ¿por qué Shamas acompañó al clan de Abraham hasta Jaran y luego regresó? De los restos de tablillas encontradas allí en Safran eso es lo que se podía deducir.

– Clara, despierta, vamos, es tarde.

– No estoy dormida.

– Sí, sí lo estás; anda, vamos.

– Vete tú, Ahmed, déjame estar un rato en este lugar.

– Es tarde.

– Apenas son las once y los soldados están cerca, no me pasará nada.

– Clara, por favor, no te quedes aquí.

– Pues quédate conmigo, así en silencio, como estábamos. ¿Tienes sueño?

– No. Me fumaré otro cigarro y luego nos vamos. ¿De acuerdo?

Clara no respondió. No pensaba irse de aquel lugar en un buen rato, quería seguir sintiendo el frío del adobe clavado en las costillas.

8

Ili abrazó a Shamas. El niño se iba con su clan y sentía una punzada de pesar al tiempo que alivio. El crío era imposible de disciplinar. Inteligente, sí, pero incapaz de concentrarse en nada que no le interesara. Seguramente no volvería a verle, aunque no era la primera vez que el clan de Téraj marchaba hacia el norte en busca de pastos y con carga para comerciar.

Había oído decir a algunos hombres que a lo mejor en esa ocasión cruzarían hasta la orilla del Tigris para llegar hasta Asur y de allí a Jaran.

Fueran por donde fuesen, el caso es que tardaría mucho tiempo en volver a verles, si es que regresaban todos.

– Recordaré cuanto me has enseñado -prometía Shamas.

Ili no le creyó. Sabía que mucho de cuanto le había enseñado se había perdido en el aire, porque en muchas de las clases Shamas ni siquiera le escuchaba. De manera que le dio una palmada en la espalda y le entregó unos cuantos cálamos de caña y hueso. Era un regalo para un alumno al que nunca olvidaría por los muchos ratos agridulces que le había hecho pasar.

Estaba amaneciendo y el clan de Téraj estaba preparado para iniciar el largo camino hasta la tierra de Canaán.

Más de cincuenta personas se pusieron en marcha junto a sus enseres y animales.

Shamas buscó a Abrán, que iba en cabeza junto a Yadin, su padre, y otros hombres del clan. El niño no consiguió que ninguno le prestara atención. Los hombres aún no se habían puesto de acuerdo sobre la ruta y Téraj, cansado, acabo la discusión indicando que no se separarían del Éufrates, que se acercarían a Babilonia, pasarían por Mari, y de allí a Jaran antes de continuar hasta Canaán.

El niño comprendió que debía dejar pasar algunos días antes de pedir a Abrán que iniciara el relato de la Creación. Primero tendrían que acostumbrarse a la rutina de la marcha, por más que ésta había sido repetida en otras ocasiones. Pero los primeros días siempre surgían fricciones hasta que unos y otros se acomodaban a caminar al paso de ovejas y cabras, y a vivir con el cielo como techo.

Una tarde, mientras las mujeres cogían agua del Éufrates y los hombres contaban el rebaño, Shamas vio a Abrán alejarse por un sendero cercano al río y le siguió.

Abrán caminó un buen trecho, luego se sentó en una piedra alargada y plana junto al río al que distraídamente tiraba los guijarros que encontraba a su alcance en la orilla.

Shamas se dio cuenta de que Abrán meditaba, de manera que no se hizo presente para no importunarle. Esperaría a que regresara al campamento para hablar con él.

Al cabo de un rato escuchó que Abrán le llamaba.

– Ven, siéntate aquí -le dijo al niño indicándole una piedra cercana.

– ¿Sabías dónde estaba?

– Sí, me seguiste desde el campamento, pero sabía que no me importunarías hasta que terminara de pensar.

– ¿Has hablado con Él?

– No, hoy no ha querido hablar conmigo. Le he buscado, pero no he sentido su presencia.

– A lo mejor porque estaba yo cerca -respondió el niño compungido.

– A lo mejor. Pero quizá no tenía nada que decirme.

Shamas se tranquilizó con esta respuesta; encontró natural que Dios no hablara por hablar.

– He traído cálamos, Ili me los regaló.

– ¿Al final os reconciliasteis?

– Procuré ser mejor alumno, pero sé que no cumplí mis deberes como todos esperaban. No es que no quiera saber, claro que quiero, pero…

– ¿Prefieres acompañar al clan?

– ¿Siempre?

– Sí, siempre.

– ¿Puedo aprender todo lo que sabe Ili yendo de un lugar a otro?

– Hay otros lugares donde te pueden enseñar. Ahora ya has dejado a Ili atrás, piensa en otras cosas.

– Sí, por eso te he seguido, quería pedirte que me empezaras a contar como Él hizo el mundo y por qué.

– Lo haré.

– Pero ¿cuándo?

– Podemos empezar mañana.

– ¿Y por qué no ahora?

– Porque está oscureciendo y tu madre estará preocupada sin saber dónde estás.

– Tienes razón, pero mañana, ¿en qué momento?

– Yo te lo diré. Vamos, no nos retrasemos más.

Pero no empezaron al día siguiente, ni al otro, tampoco al otro. Las largas caminatas, el cuidado del ganado, algún que otro incidente con aldeanos de los lugares en donde acampaban, impedían a Abrán encontrar la calma necesaria para explicarle a Shamas por qué Él creó el mundo. Pero el niño no renunciaba a preguntar a Abrán por ese Dios más poderoso que Enlil, Ninurta e incluso que Marduk, de manera que durante el largo camino hacia Jaran, Shamas escuchó contar a Abrán que no había más Dios que Él, que los otros eran sólo de barro.