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– ¡No voy a robar a mi abuelo! ¿Por qué no puedo hablar de él ni de mi padre, ni de ti? No tengo nada de que avergonzarme. Ellos eran anticuarios y han gastado fortunas ayudando a excavar en Irak, en Siria, en Egipto…, en…

– ¡Despierta, Clara, entérate! Tu abuelo y tu padre son simples comerciantes. ¡No son ningunos mecenas! ¡Crece, hazte una mujer, deja de subirte a las rodillas del abuelo!

Ahmed se calló de golpe. Se sentía cansado.

– La Biblia de Barro, así la llamaba mi abuelo. El Génesis contado por Abraham… -musitó Clara en voz baja.

– Sí, la Biblia de Barro. Una Biblia escrita en barro mil años antes que en papiro.

– Un descubrimiento trascendental para la humanidad, una prueba más de la existencia de Abraham. ¿No creerás que estamos equivocados?

– Yo también quiero encontrar la Biblia de Barro, pero hoy, Clara, has desaprovechado la mejor oportunidad que teníamos para hacerlo. Esa gente forma parte de la élite de la arqueología mundial. Y nosotros tenemos que hacernos perdonar por ser quienes somos.

– ¿Y quiénes somos, Ahmed?

– Una arqueóloga desconocida casada con el director del departamento de Excavaciones de un país con un régimen dictatorial cuyo dirigente ha sido condenado porque ya no sirve a los intereses de los poderosos. Hace años, cuando vivía en Estados Unidos, ser iraquí no era un hándicap, todo lo contrario. Sadam combatía a Irán porque eso servía a los intereses de Washington. Asesinaba kurdos con las armas que le vendían los norteamericanos, armas químicas prohibidas por la Convención de Ginebra, las mismas armas que ahora están buscando. Es todo mentira, Clara, y por tanto hay que seguir las normas. Pero a ti nada de lo que sucede a tu alrededor te importa; te da lo mismo Sadam, Bush y quien pueda morir por culpa de ambos. Tú mundo se circunscribe a tu abuelo, nada más.

– ¿De qué lado estás?

– ¿Cómo?

– Atacas al régimen de Sadam, pareces comprender a los norteamericanos, otras veces parece que les aborreces… ¿Con quién estás?

– Con nadie. Estoy solo.

La respuesta sorprendió a Clara. Le impresionó la sinceridad de Ahmed, al tiempo que le dolía descubrir ese sentimiento de desarraigo de su marido.

Ahmed era un iraquí demasiado occidentalizado. Había ido perdiendo sus raíces a lo largo y ancho del mundo. Su padre había sido diplomático, un hombre afecto al régimen de Sadam, premiado con distintas embajadas: la de París, Bruselas, Londres, México, el consulado de Washington… La familia Huseini había vivido bien, muy bien, y los hijos del embajador se habían convertido en perfectos cosmopolitas: estudiaron en los mejores colegios europeos, aprendieron varios idiomas y accedieron a las más exclusivas universidades norteamericanas. Sus tres hermanas se habían casado con occidentales, no habrían soportado volver a vivir en Irak. Habían crecido libres en países democráticos. Y él, Ahmed, también había mamado la democracia en cada nuevo destino al que era enviado su padre, de manera que Irak le resultaba asfixiante, a pesar de que cuando regresaba vivía con los privilegios inherentes a los hijos del régimen.

Se hubiera quedado a vivir en Estados Unidos, pero había conocido a Clara y su abuelo y su padre la reclamaban junto a ellos en Irak. De manera que decidió regresar.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Clara.

– Nada. Ya no podemos hacer nada. Mañana llamaré a Ralph para que nos explique las dimensiones del desastre que has provocado.

– ¿Regresamos a Bagdad?

– ¿Se te ocurre alguna otra genialidad?

– ¡No seas cáustico! He hecho lo que creía que debía hacer, se lo debo a mi abuelo. De acuerdo, él era un hombre de negocios, pero ama Mesopotamia más que nadie, y se lo inculcó a mi padre y a mí. Podría haber sido un gran arqueólogo pero no tuvo la suerte de poder dedicarse a su vocación. Pero fue él y sólo él quien descubrió esas dos tablillas, quien las ha guardado durante más de medio siglo, quien ha gastado su dinero para que otros excavaran buscando el rastro de Shamas… Te recuerdo que los museos de Irak están llenos de piezas y tablillas de las excavaciones financiadas por mi abuelo.

Una mueca de desprecio se dibujó en el rostro de Ahmed. Ella se sobresaltó. De repente su marido le pareció un extraño.

– Tu abuelo siempre ha sido un hombre discreto, Clara, tu padre también lo fue. Jamás han hecho exhibiciones gratuitas. Tu actuación de hoy les habría decepcionado. No es eso lo que te enseñaron.

– Me inculcaron el amor a la arqueología.

– Te obsesionaron con la Biblia de Barro, eso ha pasado. Se hizo el silencio. Ahmed se bebió el whisky de un trago y cerró los ojos. Ninguno de los dos quería seguir hablando. Clara se metió en la cama pensando en Shamas y le imaginó con una caña fina en la mano dibujando en el barro…

2

– ¿Quién hizo la primera cabra?

– Él.

– ¿Y por qué una cabra?

– Por la misma razón que hizo a todos los seres que habitamos la Tierra.

El niño conocía estas respuestas, pero le gustaba provocar a su tío Abrán. [2] Éste había cambiado mucho. Hacía tiempo que se había convertido en un hombre extraño, que buscaba la soledad y se alejaba de los suyos diciendo que necesitaba pensar.

– Pues no entiendo la razón. ¿Para qué quiere a las cabras? ¿Para que nosotros las cuidemos? Y a nosotros, ¿para qué nos quiere, para hacernos trabajar?

– A ti, para que aprendas.

Shamas se calló. Su tío le recordaba que a esa hora debería estar en la casa de las tablillas haciendo sus tareas. Su otro tío el um-mi-a [3] volvería a quejarse de él a su padre y éste le volvería a reprender.

Esa mañana camino de la casa de las tablillas había visto a su tío Abrán caminar entre las cabras en busca de pastos verdes y le había seguido, aun sabiendo que su tío prefería estar solo y no hablar con nadie. Pero siempre se mostraba paciente con él. En realidad no era su tío directo, sino un familiar lejano de su madre pero pertenecían a la misma tribu; todos reconocían la autoridad de Téraj, el padre de Abrán, aunque el prestigio del hijo corría paralelo al del padre y muchos hombres de la tribu acudían a Abrán en busca de consejo y de guía. Téraj no se ofendía, porque ya había entrado en la ancianidad y dormitaba buena parte del día. A su muerte sería Abrán quien se encargaría de todos.

– Me aburro -explicó el niño a modo de excusa.

– ¿Ah, sí? ¿Y de qué te aburres?

– El dub-sar [4] que nos enseña no es muy alegre, seguramente porque aún no domina la caña como le gustaría al sesgal [5] o al um-mi-a Ur-Nidaba. Al dub-sar Ili, que es quien se encarga de nosotros, no le gustan los niños, se impacienta, y nos hace repetir las mismas frases hasta que a su juicio están perfectas. Luego, cuando a mediodía nos exige decir la lección en voz alta se enfada si vacilamos y no tiene piedad a la hora de encargarnos ejercicios de escritura y matemáticas.

Abrán sonrió. No quería que el pequeño Shamas se envalentonara aún más si le manifestaba comprensión ante la rigidez de su maestro. Shamas era el niño más inteligente de la tribu y su misión era estudiar y convertirse en escriba o sacerdote. Se necesitaban hombres sabios para realizar los cálculos para construir canales que llevaran el agua a la tierra seca. Hombres que supieran poner orden en los graneros, controlar la distribución del trigo, otorgar préstamos; hombres que guardaran el conocimiento de las plantas y animales, de las matemáticas, que supieran leer en las estrellas, capaces de pensar en algo más que en dar de comer a su prole.

El padre de Shamas había sido un gran escriba, un maestro, y el pequeño, como otros muchos hombres de su familia, había sido favorecido con el don de la inteligencia. No podía desperdiciarla, porque la inteligencia era un don que Él otorgaba a algunos hombres para hacer más fácil la existencia de los otros, y para combatir a quienes, siendo igualmente inteligentes, se dejaban inspirar por el Mal.

– Debes irte antes de que empiecen a buscarte y tu madre se preocupe.

– Mi madre ha visto que te seguía. Está tranquila, sabe que contigo no me pasará nada.

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[2] En las conversaciones entre Shamas y el Patriarca se ha optado por utilizar la primera acepción: Abrán