En Ur luchaban contra el desierto cavando canales para desviar las aguas del Éufrates y regar la tierra para que les diera trigo con el que amasar el pan. No era la suya una existencia regalada, por más que en la tribu de Téraj algunos de sus hombres fueran escribas y contaran con la protección del Templo y del Palacio. También había entre ellos buenos artesanos y disponían de rebaños abundantes. Las cabras y las ovejas les surtían de leche y carne, pero aun así pasaban buena parte de la existencia mirando al cielo, a la espera de que los dioses les regalaran lluvia que empapara el suelo y llenara las albercas.
Reunirían todas sus pertenencias y, conduciendo a sus rebaños, emprenderían viaje siguiendo el curso del Éufrates hacia el norte. Tardarían días en prepararse y en despedirse de otros familiares y amigos. Porque no todos podrían viajar: los enfermos y los ancianos que apenas podían caminar quedarían bajo el cuidado de otros miembros más jóvenes de la familia, los cuales algún día serían llamados a Canaán, pero que hasta entonces permanecerían en Ur. Cada familia debía decidir quién emprendía el viaje y quién se quedaba.
Yadin, el padre de Shamas, reunió a su esposa, a sus hijos y a las esposas de éstos, a sus tíos directos y a los hijos de sus tíos, los cuales acudieron también con sus hijos; así, todos los miembros de su familia más directa se juntaron al amanecer en su casa, donde se resguardaron del fresco tras los muros de adobe.
– Acompañaremos a Téraj hasta la tierra de Canaán. Algunos de vosotros os quedaréis aquí, al cuidado de lo que dejamos; los enfermos también quedarán bajo vuestra protección. Tú, Josen, serás el jefe de la familia en mi ausencia.
Josen, el hermano menor de Yadin, asintió aliviado. No quería marcharse: vivía en el templo, donde tenía la responsabilidad de redactar cartas y contratos comerciales, y no ambicionaba más que continuar desentrañando el misterio que encerraban los números y los astros.
– Nuestro padre -continuó diciendo Yadin- es demasiado anciano para acompañarnos. Sus piernas apenas le sostienen en pie, y hay días en que la mirada se le pierde en el horizonte y no logra articular palabra. Tú, Josen, procurarás que no le falte nada; y de nuestras hermanas se quedará Jamisal, que al estar viuda y no tener hijos podrá cuidar de nuestro padre.
Shamas escuchaba fascinado las disposiciones de su padre. Sentía un cosquilleo en el estómago, fruto de la impaciencia. Si por él fuera, ya se habría puesto en marcha en busca de esa tierra de la que hablaba Abrán. De repente sintió una punzada de preocupación: si se iban no podría escribir la historia del mundo que Abraham prometió contarle.
– ¿Cuánto tardaremos en llegar?
La pregunta del pequeño sorprendió a Yadin porque era una osadía que un niño se atreviera a interrumpir a sus mayores. La mirada severa del padre hizo enrojecer al niño que bajó los ojos al suelo musitando un perdón.
No obstante, Yadin respondió a la inquietud de Shamas.
– No sé cuánto tardaremos en llegar a Canaán ni si tendremos que quedarnos algún tiempo en algún otro lugar. ¿Quién sabe lo que sucede cuando se inicia un viaje? Preparaos para estar listos en cuanto Téraj dé la señal de partida.
Shamas vio recortarse en el horizonte la figura recia de Abrán y corrió hacia él. Llevaba dos días intentando hacerse el encontradizo con su tío y ahora se le presentaba la oportunidad.
Abraham sonrió al ver a Shamas corriendo, con el rostro enrojecido por el calor y el esfuerzo. Clavó el cayado en que se apoyaba y aguardó a que el pequeño llegara hasta él mientras buscaba con la mirada algún árbol donde refugiarse de los últimos rayos de sol.
– Descansa -le dijo a Shamas-; ven, sentémonos al lado de aquella higuera, junto al pozo.
– ¿Cuándo comenzarás a contarme la historia del mundo?
– ¡Ah, es eso lo que te preocupa!
– Si nos vamos no podremos cocer arcilla para hacer tablillas… mi padre no me dejará cargar más de lo necesario.
– Shamas, escribirás la historia de la Creación porque le será grato al Señor. De manera que no debes preocuparte. El decidirá cómo y cuándo.
El niño no pudo ocultar una mueca de decepción. No quería esperar, sentía la necesidad de escribir esa historia, de comprender por qué Él había decidido complicarse creando el mundo, porque, por más que le daba vueltas, no entendía para qué lo hizo, salvo que se aburriera y quisiera jugar con los hombres lo mismo que sus hermanas jugaban con sus cuentas y muñecas. Pero a pesar de su intenso deseo tenía que hacer una confesión a Abraham.
– ¿Ili vendrá?
– No.
– Le echaré de menos, a veces pienso que tiene razón para enfadarse conmigo porque no atiendo a sus explicaciones y…
El niño dudó si debía continuar hablando. Abrán no le preguntó y aguardó a que el pequeño se decidiera.
– Soy el que peor escribe de la escuela, mis tablillas de ejercicios tienen errores… Hoy me he equivocado en un ejercicio de cálculo… He prometido a mi padre y a Ili que voy a mejorar, que nunca más tendrán que llamarme la atención, pero tú debes saberlo porque puede que quieras que sea otro el que escriba la historia del mundo, alguien que no cometa errores con el cálamo de caña…
Shamas calló aguardando la sentencia de Abraham. El niño se mordía el labio nervioso, arrepentido de no ser mejor estudiante. Ili le reprochaba que perdiera el tiempo especulando y haciendo preguntas absurdas. Se había quejado a su padre y éste le había regañado, pero lo peor había sido que le dijera que estaba decepcionado. Ahora temía la decepción de Abrán y que éste pusiera fin a su sueño de escribir la historia del mundo.
– No te esfuerzas lo suficiente en la escuela.
– No -respondió temeroso el niño.
– ¿Y aun así crees que si te cuento la historia de la Creación la escribirás sin errores?
– Sí, sí, bueno, al menos lo intentaré. He pensado que es mejor que me la vayas contando poco a poco y luego en casa despacio yo la escribiré, manejando la caña con cuidado. Cada día te enseñaré lo que haya escrito y, si lo hago bien, sigues contándome la historia…
Abraham le miró fijamente. Poco le importaba que la impaciencia del niño le llevara a cometer errores sobre la tablilla o que su mente especulativa le llevara a hacer preguntas que Ili el maestro no sabía responder, o que el ansia de libertad de Shamas le llevara a no prestar atención a las explicaciones del escriba.
Shamas tenía otras virtudes, la principal, que era capaz de pensar. Cuando hacía una pregunta esperaba una respuesta lógica, no se conformaba con las respuestas que se suelen dar a las preguntas que hacen los niños.
Los ojos de Shamas brillaban con intensidad, y Abraham pensó que de cuantos formaban parte de su tribu aquel niño era el que mejor comprendería los designios de Dios.
– Te contaré la historia de la Creación. Empezaré por el día en que Él decidió separar la luz de las tinieblas. Pero ahora regresa a tu casa. Yo te avisaré cuando llegue el momento.
3
Fuera hacía un calor infernal; a esa hora, en Sevilla, el termómetro marcaba cuarenta grados. El hombre se pasó la mano por la cabeza, en la que ya no le quedaba ni un solo cabello. Sus ojos azules, hundidos en las cuencas pero con el brillo duro del acero, estaban clavados en la pantalla del ordenador. A pesar de sus más de ochenta años le apasionaba internet.
El timbre del teléfono le sobresaltó.
– Al habla.
– Enrique, me acaba de llamar Robert Brown. Ha sucedido lo que nos temíamos: la chica habló en el congreso de Roma.
– Y ha dicho…
– Sí…
– ¿Has hablado con Frank?
– Hace un minuto.
– George, ¿qué vamos a hacer?
– Lo que habíamos previsto. Alfred estaba advertido.
– ¿Ya has puesto en marcha el plan?
– Sí.
– ¿Robert lo sabrá hacer?
– ¿Robert? Es listo, ya lo sabes, y obedece bien. Hace lo que le mando y no pregunta.
– De niño eras el que mejor manejaba los hilos de las marionetas que nos regalaron en Navidad.
– Es un poco más complicado manejar los hilos de los hombres.
– No para ti. En todo caso, ha llegado el momento de poner punto final. ¿Y Alfred? ¿No se ha vuelto a poner en contacto contigo?
– No, no lo ha hecho.
– Deberíamos hablar con él.
– Hablaremos, pero es inútil; quiere seguir su propio juego, y eso no lo podemos consentir. Ahora no tenemos más remedio que pegarnos a los talones de su nieta. No podemos permitir que se quede con lo que es nuestro.
– Tienes razón, pero no me gusta que nos enfrentemos con Alfred, tiene que haber algún medio de que entre en razón.
– Después de tantos años ha decidido jugar solo. Lo que se propone es una traición.
– Debemos hablar con él. Intentémoslo.
Acababa de colgar el teléfono cuando el ruido de unos pasos presurosos le alertaron. Como un huracán entró en el cuarto un joven alto, delgado y bien parecido, vestido con traje de montar.
– Hola, abuelo, vengo sudando.
– Ya te veo, no me parece muy inteligente que hayas salido a montar con este calor.
– Álvaro me invitó a ver los chotos que han comprado.
– No habrás estado rejoneando, ¿verdad?