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Glenn Cooper

La Biblioteca De Los Muertos

Traducción de Sergio Lledó

Grijalbo

21 de mayo de 2009,

Nueva York

David Swisher giró la bolita de su BlackBerry hasta que dio con el correo electrónico que le había enviado el director de finanzas de uno de sus clientes. El tipo quería encontrar el momento para ir a Hartford y hablar de cómo financiar una deuda. Pura rutina, la clase de trabajo que dejaba para su viaje de vuelta a casa. Empezó a teclear una respuesta mientras la limusina avanzaba por Park Avenue con continuas paradas debido al embotellamiento.

Una campanita anunció la llegada de un nuevo correo. Era de su esposa: «Tengo una sorpresa para ti».

David contestó: «Estupendo. Me muero de ganas». Al otro lado de la ventanilla de su limusina las aceras estaban llenas de neoyorquinos embriagados por los primeros brotes primaverales. La diáfana luz de la tarde y el aire cálido y liviano animaban sus pasos y exaltaban su espíritu. Los hombres, con la chaqueta al hombro y la camisa remangada, sentían la brisa en sus brazos desnudos; las mujeres, con sus ligeras minifaldas, en los muslos. Desde luego, la libido estaba por las nubes. Las hormonas, encerradas como barcos atrapados en el hielo ártico, empezaban a fluir con libertad gracias al deshielo primaveral. Esa noche la ciudad estaría agitada. En el ático de un bloque de apartamentos alguien había puesto la exuberante pieza de Stravinsky La consagración de la primavera en su equipo de música, y las notas planeaban desde las ventanas abiertas y se fundían con el bullicio de la ciudad.

David, concentrado en su brillante pantalla, no prestaba atención a nada de eso. Y, oculto tras los cristales tintados, nadie le prestaba atención a él, un banquero de treinta y seis años especialista en inversiones, acomodado, con una buena mata de pelo, un fino traje de algodón comprado en Barneys, y ese ceño fruncido que se le quedó un día que no significó nada para su carrera, su ego o su cuenta bancaria.

El vehículo se paró en su edificio de Park Avenue con la Ochenta y uno, y al caminar los cinco metros que separaban la esquina del portal se dio cuenta de que hacía buen tiempo. Como para celebrarlo, inspiró profundamente, se llenó los pulmones de aire y luego hasta sonrió al portero.

– ¿Qué tal va eso, Pete?

– Ya ve, señor Swisher. ¿Qué tal hoy la bolsa?

– Una hecatombe -dijo mientras pasaba junto a él-. Guarde su dinero bajo el colchón. -Su broma de siempre.

Su piso de nueve habitaciones, en una octava planta, le costó algo menos de cinco millones de dólares cuando lo compró, poco después del 11 de septiembre. Un robo. Los mercados financieros y los vendedores estaban de los nervios, aunque lo cierto es que se trataba de una perita en dulce, un edificio del período anterior a la guerra, con techos de cuatro metros de altura, cocina-comedor y chimenea. ¡Y en Park Avenue! Le gustaba bucear en los fondos del mercado sin importarle el tipo de mercancía. Tenía más espacio del que necesitaba una pareja sin hijos, pero era un trofeo que provocaba la admiración de sus familiares, y eso hacía que se sintiera endemoniadamente bien. Por otra parte, ahora le darían por él siete millones y medio, aunque fuera a precio de liquidación, así que, como se recordaba a menudo, había hecho un negocio redondo.

El buzón estaba vacío.

– Eh, Pete, ¿ha llegado ya mi mujer? -gritó por encima de su hombro.

– Hace unos diez minutos.

Esa era la sorpresa.

Su maletín estaba en la mesa del recibidor, sobre un montón de cartas. Cerró la puerta sin hacer ruido e intentó andar de puntillas para acercarse a ella por detrás, ponerle las manos en los pechos y apretarse contra su trasero. Su idea de pasarlo bien. El mármol italiano dio al traste con su plan cuando sus flexibles mocasines lo delataron.

– ¿David? ¿Eres tú?

– Sí. ¡Has vuelto pronto! -gritó él-. ¿Cómo es eso?

– Adelantaron mi declaración -contestó ella desde la cocina.

El perro oyó la voz de David y echó a correr como un loco desde la habitación del fondo; sus patitas resbalaron en el mármol y el caniche acabó estrellándose contra la pared cual jugador de hockey.

– ¡Bloomberg! -exclamó David-. ¿Cómo está mi pequeñín? -Dejó el maletín en el suelo y levantó a la bolita de pelo blanco, que le lamió la cara con su lengua rosada mientras su cola cortada se agitaba enérgicamente-. ¡No te mees en la corbata de papá! No lo hagas. Buen chico, buen chico. Cariño, ¿han sacado a pasear a Bloomie?

– Pete ha dicho que Ricardo lo sacó a las cuatro.

Dejó al perro en el suelo y fue a buscar el correo; lo clasificó en montones, como siempre hacía. Facturas. Comunicados. Basura. Cartas personales. Mis catálogos. Sus catálogos. Revistas. ¿Una postal?

Una postal blanca impoluta con su dirección impresa en letras negras. Le dio la vuelta. Había una fecha escrita: 22 de mayo de 2009. Y junto a ella, una imagen que le perturbó nada más verla: la inconfundible silueta de un ataúd, de unos tres centímetros de largo, dibujado con tinta.

– Helen, ¿has visto esto?

Su esposa fue hacia el recibidor, sus tacones repiqueteaban en el suelo. Tenía un aspecto magnífico: traje Armani de color turquesa claro, doble collar de perlas cultivadas justo encima de la insinuación del escote y pendientes a juego que se balanceaban bajo su peinado de peluquería. Una mujer muy guapa, cualquiera estaría de acuerdo.

– ¿Si he visto qué? -preguntó.

– Esto.

Helen le echó un vistazo.

– ¿Quién la envía?

– No hay remite -contestó David.

– Está timbrada en Las Vegas. ¿A quién conoces en Las Vegas?

– Cielos, yo qué sé. He hecho negocios por allí… pero no se me ocurre nadie.

– Tal vez sea una promoción de algo con publicidad provocadora -opinó ella mientras se la devolvía-. Seguro que mañana recibes algo más que lo explica todo.

Lo convenció. Helen era lista y normalmente tenía intuición. Aun así…

– Es de mal gusto. Un maldito ataúd… Hombre, por favor.

– No dejes que esto te cambie el humor. Estamos los dos en casa a una hora decente. ¿No te parece genial? ¿Y si vamos a Tutti's?

David dejó la postal en el montón Basura y le agarró el trasero.

– ¿Antes o después de que hagamos locuras? -preguntó él, esperando que la respuesta fuera «Después».

La postal estuvo en la cabeza de David toda la noche, aunque no volvió a sacar el tema. Pensó en ello mientras esperaban a que les sirvieran los postres, pensó en ello ya en casa justo después de que se hubiera corrido dentro de Helen y pensó de nuevo en ello cuando sacó a Bloomie para un pis rápido fuera del edificio antes de que se fueran a la cama. Y fue la última cosa en la que pensó antes de quedarse dormido, mientras Helen leía a su lado y el resplandor azulado de su lamparilla de pinza iluminaba tenuemente los oscuros contornos del dormitorio. Los ataúdes le aterrorizaban. Cuando tenía nueve años, su hermano, de cinco, murió de un tumor de Wilm, y la imagen del pequeño ataúd de caoba de Barry apoyado en un pedestal en la capilla funeraria, todavía le perseguía. Quien le hubiera enviado esa postal era un anormal. Así de claro y simple.

Desconectó la alarma del despertador unos quince minutos antes del momento en que habría sonado, a las cinco de la mañana. El caniche saltó de la cama y se puso a hacer la misma tontería de todas las mañanas: correr en círculos.

– Vale, vale -susurró-. ¡Ya voy!

Helen seguía durmiendo. Los banqueros iban a la oficina horas antes que los abogados, así que le tocaba a él sacar al perro por la mañana. Unos minutos más tarde, David saludaba al portero de noche mientras Bloomberg tiraba de la correa hacia el frío matinal. Se subió la cremallera de la chaqueta del chándal hasta el cuello justo antes de empezar su circuito habituaclass="underline" hacia el norte hasta la Ochenta y dos, donde el perro hacía siempre todo lo que tenía que hacer; hacia el este hasta Lexington, donde había un Starbucks de los más madrugadores, y luego la Ochen ta y uno y de vuelta a casa. Park Avenue rara vez estaba desierta; esa mañana había muchos taxis y furgonetas de reparto.