A Churchill, que entraba en ese momento en escena, no le pasó por alto el mensaje, echó un vistazo a su alrededor sin sentimentalismos y dijo:
– ¿Cuál puede ser el motivo para pedirme que vuelva a este lugar olvidado de la mano de Dios?
Bevin se levantó y despidió con un gesto al militar de alto rango que había acompañado a Churchill.
– ¿Estabas en Kent?
– ¡Sí, estaba en Kent! -Churchill hizo una pausa-. Nunca pensé que volvería a poner el pie en este suelo.
– No te pido el abrigo porque hace frío.
– Aquí siempre ha hecho frío -replicó Churchill.
Los dos hombres se dieron un apretón de manos sin mucho entusiasmo y luego se dispusieron a tomar asiento. Bevin condujo a Churchill ante un archivador rojo con el sello del primer ministro.
Se encontraban en el bunker de George Street, en el que Churchill y su gabinete de guerra se encerraron durante la mayor parte de la contienda. Esas salas se habían construido en la cámara subterránea del Ministerio de Obras Públicas, entre el Parlamento y Downing Street. Protegida con sacos de arena, reforzada con cemento armado y hundida bajo tierra, George Street habría podido sobrevivir al ataque directo que nunca tuvo lugar.
Se hallaban frente a frente en aquella gran mesa cuadrada de la sala del Consejo de Ministros en la que Churchill había citado a sus consejeros día y noche. Era una cámara práctica con el aire estanco. Cerca se hallaban la Sala de Mapas, todavía empapelada con los escenarios de la guerra, y la habitación privada de Churchill, que seguía apestando a puro mucho después de que el último se hubiera consumido. Siguiendo el pasillo, en una vieja habitación para las escobas reconvertida, estaba la Sala del Teléfono Transatlántico, donde el aparato de interferencias radiofónicas, cuyo nombre en clave era «Sigsaly», encriptaba las conversaciones entre Churchill y Roosevelt. Por lo que Bevin sabía, el equipo aún funcionaba. Nada había cambiado desde aquel día en que se cerró la Sala de Guerra, el día de la victoria sobre Japón.
– ¿Quieres echar un vistazo? -preguntó Bevin-. Creo que el teniente general Stuart tiene las llaves.
– No, no quiero. -Churchill empezaba a impacientarse. No le gustaba estar allí. Le cortó en seco y dijo-: Oye, ¿te importaría ir al grano? ¿Qué quieres?
Bevin dio voz a la introducción que había ensayado:
– Ha surgido un asunto de lo más inesperado, y de suma importancia. El gobierno debe abordarlo con sumo cuidado y delicadeza. Dado que Estados Unidos está implicado, el primer ministro se pregunta si no harías una excepción y le ayudarías personalmente con el problema.
– Estoy en la oposición -dijo Churchill fríamente-. ¿Por qué iba yo a querer ayudarle en nada que no fuera dejar libre Downing Street y que yo volviera a mi antigua oficina?
– Porque eres el mayor patriota que la nación ha tenido nunca. Y porque al hombre que tengo frente a mí le importa más el bienestar del pueblo británico que sus propias conveniencias políticas. Por eso creo que tal vez quieras ayudar al gobierno.
Churchill, sabedor de que estaban jugando con él, parecía perplejo.
– ¿En qué demonios os habéis metido para tocarme la fibra patriótica? Vamos, sigue, cuéntame el lío que habéis montado.
– Esa carpeta es un resumen de nuestra situación. -Bevin señaló el archivador rojo con la cabeza-. Me preguntaba si podrías echarle un vistazo. ¿Has traído las gafas de leer?
Churchill hurgó en el bolsillo interior de la chaqueta.
– Las he traído. -Se ajustó los endebles alambres a los lados de su enorme cabeza-. ¿Y tú qué? ¿Vas a quedarte ahí sentado rascándote la barriga?
Bevin asintió y se recostó en la sencilla silla de madera. Observó cómo Churchill resoplaba y abría la carpeta. Observó cómo leía el primer párrafo. Observó cómo se quitaba las gafas y le preguntaba:
– ¿Qué es esto, una broma? ¿De verdad esperas que me crea esto?
– No es una broma. Increíble, sí. Falso, no. A medida que avances en la lectura verás el trabajo preliminar que la inteligencia militar ha hecho para la autentificación de estos descubrimientos.
– No es esto lo que esperaba encontrar. Bevin asintió.
Si
Antes de terminar de leer, Churchill encendió un puro. Su antiguo cenicero aún andaba por ahí. De vez en cuando mascullaba algo ininteligible. En una ocasión exclamó: «¡Precisamente en la isla de Wight!». En un momento dado se levantó para estirar las piernas y volver a encender el puro. Cada dos por tres fruncía el ceño y se quedaba mirando a Bevin de manera inquisitiva. Diez minutos después, había acabado. Se quitó las gafas, las guardó y dio una larga calada a su habano.
– ¿Estoy incluido yo en eso?
– Desde luego, pero no conozco los detalles -dijo Bevin con seriedad.
– ¿Y tú? -preguntó Churchill. -No lo he preguntado.
De repente Churchill pareció animarse, como había pasado tantas otras veces en esa misma sala, con la sangre hirviéndole en las venas.
– ¡Esto hay que ocultarlo a la opinión pública! Todavía estamos despertando de nuestra peor pesadilla. Esto solo nos hundiría más en la oscuridad y el caos.
– Eso es justamente lo que nosotros pensamos.
– ¿Quién está al corriente? ¿Con qué precisión se puede controlar?
– El círculo es pequeño. Aparte del jefe de Gobierno, yo soy el único ministro que lo sabe. Hay menos de media docena de militares que saben lo suficiente para conectar los puntos. Y luego, por supuesto, están el profesor Atwood y su equipo.
Churchill soltó un gruñido.
– Ese sí es un problema. Hicisteis bien en aislarlos.
– Y por último -continuó Bevin-, los americanos. Dada la especial relación que tenemos con ellos, hemos creído necesario informar al presidente Truman, pero nos han asegurado que solo un pequeño número de su gente está al corriente.
– ¿Esa es la razón por la que habéis acudido a mí? ¿Los yanquis?
Bevin sintió por fin suficiente calor como para quitarse el abrigo.
– Te seré totalmente sincero. El primer ministro quiere que trates con Truman. Sus relaciones están estancadas. El gobierno desea delegar en ti esta tarea. No queremos estar implicados en esto más allá del día de hoy. Los estadounidenses se han ofrecido a tomar posesión del material, y después de un debate interno nuestra posición es permitir que se lo queden. Nosotros no lo queremos. Al parecer ellos tienen todo tipo de ideas acerca de qué hacer con ello pero, francamente, no queremos conocerlas. Debemos centrarnos en la reconstrucción del país, y no podemos permitirnos la distracción, la responsabilidad (en caso de que hubiera una filtración), ni los costes. Aparte, habrá que tomar algunas decisiones respecto a Atwood y los otros. Te pedimos que te pongas al frente de este asunto no como líder de la oposición ni como figura política, sino a título personal, como líder moral.
Churchill asentía con la cabeza.
– Inteligente. Muy inteligente. Probablemente la idea es tuya. Yo habría hecho lo mismo. Escúchame, amigo, ¿puedes darme garantías de que esto no se usará en mi contra en el futuro? Planeo tenerte a mi lado en las próximas elecciones generales, y estaría feo que quisieras lanzarme un torpedo, tocarme y hundirme.
– Te lo garantizo -respondió Bevin-. Este problema trasciende la política.
Churchill se levantó y dio una palmada en el aire.
– Si es así, lo haré. Si puedes arreglarlo, llamaré a Harry por la mañana. Después me encargaré del rompecabezas de Atwood.
Bevin se aclaró la garganta, se le había quedado seca.
– La verdad es que esperaba que pudieras encargarte del profesor Atwood enseguida. Está al final del pasillo.