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– ¡Está aquí! ¿Y quieres que me ocupe de él ahora? -preguntó Churchill, sin poder dar crédito.

Bevin asintió y se levantó un poco más rápido de lo que debía, como si estuviera huyendo.

– Te dejo; voy a informar personalmente al primer ministro. -Hizo una pausa para darle más énfasis-. El teniente general Stuart te prestará ayuda logística. Te asistirá hasta que el problema esté resuelto y todo el material haya abandonado territorio británico. ¿Te parece bien?

– Sí, por supuesto. Yo me ocuparé de todo.

– Gracias. El gobierno te lo agradece.

– Sí, sí, todo el mundo me lo agradecerá menos mi mujer, que me va a matar por perderme la cena -murmuró Churchill-. Que traigan a Atwood.

– ¿Quieres verlo? No pensaba que fuera estrictamente necesario.

– No se trata de que quiera verlo o no. Me da la sensación de que no tengo alternativa.

Geoffrey Atwood, sentado ante el hombre más famoso del mundo, parecía totalmente desconcertado. Estaba fuerte y en forma después de tantos años de trabajo de campo, pero tenía cara amarillenta y parecía enfermo. Aunque tenía cincuenta y dos años, las circunstancias del momento le hacían parecer una década más viejo. Churchill percibió un pequeño temblor en el brazo cuando aquel hombre levantó la taza de té con leche para llevársela a los labios.

– Llevo retenido contra mi voluntad casi dos semanas -soltó Atwood-. Mi mujer no sabe nada de todo esto. Cinco de mis colegas han sido arrestados, entre ellos una mujer. Con el debido respeto, señor primer ministro, esto es vergonzoso. Un miembro de mi grupo, Reginald Saunders, ha muerto. Todos estamos traumatizados por los acontecimientos.

– Sí -convino Churchill-, es una vergüenza. Y también traumático. Me han informado de lo del señor Saunders. No obstante, estoy seguro de que estará de acuerdo, profesor, en que todo este asunto es de lo más extraordinario.

– Bueno, sí, pero…

– ¿Qué tareas le asignaron durante la guerra?

– Hicieron buen uso de mis habilidades, señor primer ministro. Estaba con un regimiento que se dedicaba a la preservación y catalogación de las antigüedades y obras de arte recuperadas de los saqueos que los nazis hicieron en los museos del continente.

– Ah -intervino Churchill-, eso está muy bien. Y una vez liberado volvió a sus tareas universitarias.

– Sí. Ostento la cátedra Butterworth de Arqueología y Antigüedades de Cambridge.

– ¿Y la excavación de la isla de Wight era su primer trabajo de campo desde la guerra?

– Sí, ya había estado allí antes de la guerra, pero la excavación actual se realizaba en un sector nuevo.

– Ya veo. -Churchill buscó su caja de puros-. ¿Quiere uno? -preguntó-. ¿No? Bueno, espero que no le moleste. -Encendió una cerilla y aspiró vigorosamente hasta que toda la habitación quedó entre brumas-. Usted sabe dónde estamos ahora, ¿no es así, profesor?

Atwood asintió con una mirada inexpresiva.

– Muy pocas personas han visitado este lugar. Yo mismo jamás pensé que volvería a verlo, pero me han citado aquí, sacándome del semirretiro en que me encontraba, para lidiar con esta pequeña crisis.

– Comprendo las implicaciones de mi descubrimiento, señor primer ministro, pero no consigo entender que mi libertad y la de mi equipo estén en juego -protestó Atwood-. Si esto es una crisis, se trata de una crisis elaborada.

– Sí, entiendo su punto de vista, pero tal vez haya otros que difieran -dijo Churchill con una frialdad que inquietó al profesor-. Aquí hay otros problemas más importantes. Hay consecuencias que debemos considerar. ¡No podemos dejar que salga y publique sus hallazgos en una maldita revista!

El humo hizo resollar a Atwood, que tosió unas cuantas veces.

– He pensado en esto día y noche desde que nos pusieron bajo custodia. Le pido que tenga en cuenta que fui yo quien se puso en contacto con las autoridades. No acudí corriendo a Fleet Street a contárselo a la prensa, usted lo sabe. Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo para mantener el secreto, y estoy seguro de que puedo persuadir a mis colegas para que hagan lo mismo. Con eso deberían desaparecer las preocupaciones.

– Esa, señor, es una propuesta muy útil que sopesaré adecuadamente. Usted sabe que en el curso de la guerra he tomado muchas decisiones difíciles en esta estancia. Decisiones de vida o muerte… -Recordó mentalmente una en particular, la horrible decisión de permitir que la Luftwaffe bombardeara Coventry sin que se hubiera ordenado la evacuación. Hacerlo habría sido un claro indicio para que los nazis se percataran de que los británicos habían roto sus códigos. Murieron cientos de civiles-. ¿Tiene usted hijos, profesor?

– Dos hijas y un hijo. El mayor tiene quince años.

– Bueno, no hay duda de que querrán ver a su padre de vuelta cuanto antes.

Atwood se emocionó y mostró su vena sensible.

– Usted fue una inspiración para todos nosotros, señor primer ministro, un héroe para todos nosotros, y a día de hoy es usted mi héroe personal. Le doy las gracias de todo corazón por haber intervenido. -Estaba llorando.

A Churchill le horrorizó que un hombre permitiera que lo vieran así.

– No piense más en ello. Bien está lo que bien acaba.

Tras esto, Churchill se quedó solo allí sentado, con el puro a medio fumar. Casi podía oír los ecos de la guerra, las voces apremiantes, la electricidad estática de las transmisiones sin cable, el crujido distante del zumbido de las bombas. La columna de humo azul del puro y las espirales que formaba eran como apariciones fantasmagóricas que flotaban en el miasma subterráneo.

El teniente general Stuart, un hombre al que Churchill había conocido durante la guerra, entró en la sala y se detuvo en posición de firmes.

– Descanse, teniente general. ¿Le han contado que este lío está ahora en mis manos?

– Me han informado, señor primer ministro.

Churchill dejó el puro en su viejo cenicero.

– Tienen a Atwood y a los suyos en Aldershot, ¿correcto?

– Correcto, señor. El profesor cree que ha sido liberado.

– ¿Liberado? No. Llévelo con su gente. Estaremos en contacto. Este es un asunto delicado. No podemos precipitarnos.

El general miró a ese hombre corpulento, dio un taconazo y saludó con elegancia.

Churchill recogió su abrigo y su sombrero y salió por última vez de la Sala de Guerra sin mirar atrás.

10 de julio de 1941,

Washington, DC

Harry Truman parecía pequeño ante el enorme escritorio del Despacho Oval. Iba hecho un pinceclass="underline" corbata a rayas blanquiazul anudada con cuidado, traje de verano color marengo abotonado hasta arriba, zapatos de costura inglesa negros relucientes, y cada mechón de su ralo cabello perfectamente peinado.

Estaba en el ecuador de su primer mandato y ya tenía una guerra a sus espaldas. Ningún presidente desde Lincoln había tenido que soportar esa prueba de fuego. Los caprichos de la historia le habían catapultado a una posición inconcebible. Nadie, ni siquiera él mismo, habría apostado por que ese hombre simplón y más bien mediocre llegaría a la Casa Blanca. Ni cuando vendía camisas de seda en Truman & Jacobson en Kansas City veinticinco años atrás; ni cuando, como juez del condado de Jackson, se convirtió en una garra más de la máquina democrática del jefe Pendergast; ni cuando fue senador por Missouri, otra marioneta de apoyo; ni siquiera cuando Franklin Delano Roosevelt lo eligió como candidato a la vicepresidencia, un compromiso sorprendente que se forjó en la pegajosa y caldeada trastienda de la convención de Chicago de 1944.

Pero ochenta y dos días después de que le nombraran vicepresidente Truman era citado con urgencia en la Casa Blanca para ser informado de la muerte de Roosevelt. De repente debía tomar el relevo de un hombre con el que apenas había hablado durante los tres primeros meses del mandato. En el círculo interno del presidente se le había declarado «persona non grata». Le habían dejado fuera del circuito cerrado de la planificación de la guerra. Jamás había oído hablar del Proyecto Manhattan. «Chicos, os pido que recéis por mí», les dijo a un grupo de reporteros que le esperaban, y lo dijo de todo corazón. Cuatro meses más tarde, el ex vendedor de camisas estaba autorizando el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki.