– El almirante Hillenkoetter y yo aún estamos discutiendo el tema del transporte. Yo estoy a favor de un convoy de camiones. Él prefiere aviones de cargamento. Cada opción tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
– ¡Qué leches! -dijo Truman soltando un gallo-. Eso es cosa vuestra, chicos. No seré yo quien os condene. Dime solo una cosa más. ¿Cómo vamos a llamar a esta base?
– Su nomenclatura cartográfica oficial es NTS 51, señor presidente. El cuerpo de ingeniería la llama Área 51.
El 28 de marzo del año 1949, James Forrestal dimitió de su cargo como ministro de Defensa. A Truman no le llegó el eco de ningún problema hasta una semana antes, cuando el hombre de repente parecía desquiciado. Su comportamiento se volvió imprevisible, tenía un aspecto desaseado y el pelo alborotado, no comía ni dormía, y no había duda de que no estaba en condiciones de prestar servicio. Se corrió la voz de que había sufrido un auténtico colapso mental por estrés en el trabajo, y el rumor se confirmó cuando le ingresaron en el Hospital Naval Bethesda. Forrestal jamás salió de su confinamiento. El 22 de mayo encontraron su cadáver: suicidio; un muñeco de trapo ensangrentado tirado sobre el tejado de la tercera planta bajo el piso dieciséis de su pabellón. Se las había ingeniado para abrir una de las ventanas de la cocina que había frente a su habitación.
En los bolsillos de su pijama encontraron dos trozos de papel. Uno era un poema de una tragedia de Sófocles, Ayax, escrito con la mano temblorosa de Forrestaclass="underline"
Ante la oscura visión de la tumba abismal
apiádate de la madre cuando su día acabe,
apiádate de su desolado corazón y sus grises sienes
cuando ella tenga que soportar
la historia del que más quiere susurrada en su oído:
«Ay, ay», será el grito.
No hay murmullo más calmo que el tembloroso quejido
del pájaro solitario, el ruiseñor lastimero.
En el otro trozo de papel solo había una línea escrita: «Hoy es 22 de mayo del año 1949, el día en que yo, James Vincent Forrestal, debo morir».
11 de junio de 2009,
Nueva York
Aunque vivía en Nueva York, Will no era neoyorquino. Estaba allí como una nota adhesiva que puedes arrancar sin esfuerzo y pegar en cualquier otro sitio. Nunca se hizo al lugar, no conectaban. Ni sentía su ritmo ni poseía su ADN. Pasaba de todo lo nuevo y lo que estaba de moda: restaurantes, galerías, exposiciones, espectáculos, clubes. Él venía de fuera y no quería estar dentro. Si la ciudad fuera una tela, él sería una hebra deshilachada. Comía, bebía, dormía, trabajaba y de vez en cuando copulaba en Nueva York, pero aparte de eso nada le interesaba. Tenía su bar preferido en la Segunda Ave nida, una buena cena griega en la calle Veintitrés, buena comida china para llevar en la Veinticuatro, una tienda de comestibles y una amable licorería en la Tercera Avenida. Ese era su microcosmos, un insulso cuadrado de asfalto con su propia banda sonora: el constante gemido de las ambulancias luchando contra el tráfico para hacer llegar los restos de la ciudad hasta Bellevue. Catorce meses serían tiempo suficiente para hacerse una idea de dónde quería que estuviese su hogar, pero ya sabía que no sería en Nueva York.
No era extraño que no estuviera al tanto de que Hamilton Heights era un barrio que se estaba poniendo de moda.
– ¡Venga ya! -contestó con desinterés-. ¿En Harlem?
– ¡Sí! En Harlem -afirmó Nancy-. Muchos profesionales se han mudado a la zona norte. Tienen un Starbucks.
El tráfico estaba alborotado, avanzaban a paso de tortuga en hora punta, y ella hablaba por los codos.
– Ahí está el City College de Nueva York -añadió con entusiasmo-. Hay un montón de estudiantes y de profesionales, unos cuantos restaurantes fabulosos, cosas así, y es mucho más barato que la mayoría de los barrios de Manhattan.
– ¿Has estado allí alguna vez?
Aquí Nancy se desinfló un poco.
– Pues no.
– Entonces, ¿cómo sabes tanto?
– Lo he leído, ya sabes, la revista New York, el Times.
A Nancy, al contrario que a Will, le encantaba la ciudad. Había crecido en las afueras, en White Plains. Sus abuelos todavía vivían en Queens, emigrantes polacos que parecían no haber salido aún del barco, con su marcado acento y las costumbres de su país de origen. El hogar de Nancy era White Plains, pero la ciudad había sido su parque de juegos, el lugar donde había aprendido sobre música y arte, donde había tomado su primera copa, donde había perdido la virginidad en su habitación en la facultad de justicia criminal John Jay, donde había superado el listón tras graduarse como la mejor de su clase en la Facultad de Derecho de la Universidad de Fordham, donde había conseguido su primer trabajo en el departamento después de Quantico. No tenía el tiempo ni el dinero necesarios para vivir la experiencia de Nueva York al máximo, pero estaba decidida a tomarle el pulso a la ciudad.
Cruzaron sobre las turbias aguas del río Harlem y se abrieron paso hasta el cruce de la calle Ciento cuarenta Oeste con Nicholas Avenue, donde el edificio de doce plantas estaba convenientemente rodeado por media docena de coches patrulla de la comisaría 32 de Manhattan Norte. St. Nicholas Avenue era ancha y limpia. Estaba bordeada por una franja de césped verde menta, un cortafuegos entre el vecindario y el City College de Nueva York. La zona tenía un aspecto sorprendentemente próspero. En la cara de satisfacción de Nancy se leía: «Te lo dije».
El apartamento de Lucius Robertson estaba en el ático. Sus amplios ventanales abarcaban todo St. Nicholas Park, el compacto campus de la universidad y, más allá, el río Hudson y el boscoso New Jersey Palisades. En la lejanía, una barcaza color ladrillo, larga como un campo de fútbol, resoplaba hacia el sur arrastrada por un remolcador. El sol brilló en un antiguo telescopio dorado que descansaba sobre un trípode y Will sintió su atracción, ese impulso infantil de poner el ojo en la mirilla.
Se resistió, hizo destellar su placa e informó de su llegada.
– ¡Ha llegado la caballería! -dijo un sargento, un fornido afroamericano deseoso de acabar su jornada.
También los policías de uniforme y los detectives parecieron aliviados. Les habían ampliado el horario y aspiraban a hacer mejor uso de su preciosa tarde de verano. En su lista de prioridades, la cerveza fría y las barbacoas estaban antes que el hacer de niñeras.
– ¿Dónde está nuestro chico? -preguntó Will al sargento.
– En la habitación. Se ha echado. Hemos registrado todo el apartamento. Incluso tiene un perro. Esto está limpio.
– ¿Tienen la postal?
Estaba embolsada y etiquetada: «Lucius Jefferson Robertson, calle Ciento cuarenta Oeste, 384, Nueva York, NY 10030». En la parte de atrás, el ataúd y la fecha: 11 de junio de 2009.
Will se la pasó a Nancy y examinó el lugar. El mobiliario era moderno, caro, un par de adornos orientales bonitos y paredes con pintura mate llenas de óleos del siglo XX de galerías de postín. Había un mural lleno de vinilos y CD enmarcados. Junto a la cocina, un Steinway de cola con algunas partituras. En un armario se apretujaban un equipo de música de lujo y cientos de CD.
– ¿Ese tipo es músico? -preguntó Will.
El sargento asintió.
– Jazz. Yo no había oído hablar de él, pero Monroe dice que es famoso.
– Sí que es famoso, sí -dijo al momento un poli blanco y flacucho.
Tras una breve discusión estuvieron de acuerdo en que en adelante el FBI «custodiaría» al señor Robertson, y lo tendría en observación el tiempo que considerara necesario. Lo único que les quedaba era conocer a la persona que tendrían a su cargo.