– Señor Robertson -llamó el sargento desde la puerta del dormitorio-, ¿puede usted salir? El FBI quiere verlo.
– Está bien. Ya voy -se oyó al otro lado de la puerta.
Robertson parecía un viajero cansado; delgado, encorvado, salió de su habitación arrastrando las pantuflas; pantalones anchos, la camisa Chambray y una fina chaqueta de punto de color amarillo. Era un tipo de sesenta y seis años que aparentaba más. Las líneas que le surcaban el rostro eran tan profundas que se habría podido colar una moneda de diez centavos entre ellas. El color de su piel era negro puro, sin rastro de marrón, salvo en las palmas de sus manos de largos dedos, que eran pálidas, café con leche. Llevaba el pelo y la barba muy cortos, y tenía el cabello más cano que oscuro.
Vio a los recién llegados.
– Hola, ¿qué tal? -dijo a Will y Nancy-. Siento mucho causar tanto alboroto.
Will y Nancy se presentaron de manera formal.
– No me llamen señor Robertson, por favor -protestó el hombre-. Mis amigos me llaman Clive.
La policía no tardó en despejar la zona. El sol descendía sobre el río Hudson y comenzó a sumergirse y expandirse como un enorme pomelo. Will cerró las cortinas del comedor y bajó las persianas del dormitorio de Clive. En ninguno de los casos había intervenido un francotirador, pero el asesino del Juicio Final no paraba de mezclar las cosas. Nancy y él volvieron a inspeccionar cada palmo del apartamento, y mientras ella se quedaba con Clive, Will hizo un barrido del vestíbulo y el hueco de la escalera.
La entrevista fue rápida, no había mucho que contar. Clive había llegado a la ciudad a media tarde después de una gira por tres ciudades con su quinteto. Nadie tenía llave del apartamento y, por lo que él sabía, no habían tocado nada en su ausencia. Tras un vuelo sin incidencias desde Chicago, había tomado un taxi en el aeropuerto hasta su casa, donde encontró la postal enterrada entre el montón de correo de la semana. La reconoció de inmediato, llamó al 911 y eso era todo.
Nancy le recitó los nombres y las direcciones de las víctimas del Juicio Final, pero Clive sacudió la cabeza con tristeza. No conocía a ninguno de ellos.
– ¿Por qué puede querer ese tipo hacerme daño? -se lamentó con su ronca voz-. Solo soy un pianista.
Nancy cerró su libreta y Will se encogió de hombros. Con eso bastaba. Eran casi las ocho. Quedaban cuatro horas para que terminara el día del Juicio Final.
– Tengo la nevera vacía porque he estado fuera, si no les ofrecería algo de comer.
– Pediremos algo -dijo Will-. ¿Qué hay de bueno por aquí? -Enseguida añadió-: Paga el gobierno.
Clive les aconsejó las costillas del Charley´s, que estaba en Frederick Douglass Boulevard; llamó por teléfono y realizó un complicado pedido con cinco platos diferentes.
– Use mi nombre -susurró Will al tiempo que se lo escribía en mayúsculas.
Mientras esperaban idearon un plan. No perderían de vista a Clive hasta la medianoche. No contestaría al teléfono. Mientras durmiera, velarían su sueño desde el salón, y a la mañana siguiente volverían a evaluar el nivel de amenaza e idearían un nuevo plan de protección.
Se sentaron en silencio. Clive, nervioso, no paraba de moverse en su sillón favorito, enarcaba las cejas, se rascaba la barba. No estaba cómodo ante las visitas, y menos ante mojigatos agentes del FBI que bien podían haber llegado a su salón procedentes de otro planeta.
Nancy estiró el cuello y examinó los cuadros hasta que sus párpados se alzaron de golpe y exclamó:
– Eso no será un De Kooning…
Apuntaba hacia un lienzo de grandes dimensiones con trazos abstractos y manchas de colores primarios.
– Muy bien jovencita, eso es justo lo que es. Conoce el arte de su país.
– Es increíble -dijo entusiasmada-. Debe de valer una fortuna.
Will miró el cuadro de reojo. Le pareció el tipo de cosa que los niños llevaban a casa para colgarlo en la puerta de la nevera.
– Es muy valioso -dijo Clive-. Willem me lo regaló hace muchos años. Yo le puse su nombre a una pieza musical, así que estamos en paz, pero creo que salí ganando.
A partir de aquí los dos se enzarzaron en una charla atropellada sobre arte moderno, un tema del que Nancy parecía saber bastante. Will se aflojó el nudo de la corbata, miró su reloj y escuchó los rugidos de su estómago. Había sido un día muy largo. De no ser por ese defecto en el corazón de Mueller, estaría en su sofá viendo la televisión y metiéndose unos lingotazos de whisky Cada vez odiaba más a Mueller.
Unos nudillos golpearon la puerta principal. Will desenfundó su Glock.
– Llévalo al dormitorio.
Nancy cogió a Clive por la cintura y se apresuró a quitarle de en medio mientras Will echaba un vistazo por la mirilla.
Era un policía con una bolsa de papel enorme.
– Sus costillas -gritó-. Si no las quieren, los chicos y yo nos las comeremos.
Las costillas estaban buenas… No, estaban deliciosas. Se sentaron los tres alrededor de la pequeña mesa del comedor de Clive y comieron con ganas. Se sirvieron puré de patatas, macarrones con queso, maíz dulce y arroz con judías y acelgas, y masticaron y tragaron en silencio. La comida estaba demasiado buena para estropearla con una conversación banal. Primero acabó Clive y después Will, los dos a punto de reventar.
Nancy siguió a lo suyo durante unos cinco minutos más, siempre con el tenedor cargado. Los dos hombres la miraban con una especie de reservada admiración mientras mataban el tiempo educadamente abriendo unos paquetes con toallitas mojadas y limpiándose la salsa de barbacoa de los dedos de manera escrupulosa.
En el instituto Nancy era pequeñita y atlética. En el equipo de béisbol femenino jugaba de segunda base, y en el equipo de fútbol de la universidad jugaba de extremo. Durante el primer año que pasó fuera de casa sucumbió al síndrome del novato y comenzó a ganar peso. Engordó en la universidad, y siguió engordando en la escuela jurídica, con lo cual acabó bastante rechonchita. A mediados del segundo año de su especialización en Fordham decidió que quería hacer carrera en el FBI, pero su asesor de estudios le dijo que para eso tendría que ponerse en forma. Así pues, con una determinación suicida, siguió una dieta exprés e hizo jogging, hasta que se quedó en cincuenta y cinco kilos.
Que la destinaran a la oficina de Nueva York fue una buena y una mala noticia. La buena noticia era Nueva York. La mala noticia era Nueva York. Su rango como agente GS-10 conllevaba un salario base de unos 38.000 dólares, con un suplemento por disponibilidad absoluta como agente del orden público de 9.500 dólares. ¿Y dónde viviría ella en Nueva York ganando menos de cincuenta de los grandes? La respuesta era volver a su casa de White Plains, lo que incluía su antigua habitación, la cocina de mamá y fiambreras llenas de comida. Sus jornadas eran muy largas, y jamás vio un gimnasio por dentro. En tres años su peso aumentó de nuevo y rellenó su pequeña silueta.
Will y Clive la miraban como si estuviera participando en un concurso de comedores de perritos calientes. Avergonzada, se ruborizó y soltó los cubiertos.
Recogieron la mesa y lavaron los platos como si fueran una pequeña familia. Eran casi las diez de la noche.
Con un dedo, Will apartó las cortinas un par de centímetros. Era noche cerrada. Se puso de puntillas para poder ver lo que había abajo y vio a dos policías en el borde de la acera, donde se suponía que tenían que estar. Dejó que las cortinas se cerraran y comprobó el pestillo de la puerta principal. ¿Cuán decidido era el asesino? Ante un cordón policial, ¿qué haría? ¿Se retiraría y aceptaría la derrota? Al fin y al cabo, había asesinado a una anciana hacía menos de veinticuatro horas. Los asesinos en serie no eran tipos con energías de sobra, pero ese mataba por docenas. ¿Entraría echando abajo el muro del apartamento contiguo? ¿Se colgaría de una cuerda desde el tejado para entrar volando por la ventana? ¿Haría saltar por los aires el edificio para así matar a su víctima? Will no sabía a qué atenerse en cuanto al autor de los asesinatos; su comportamiento era atípico y.el hecho de que fuera impredecible le incomodaba enormemente.