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Clive, sentado de nuevo en su sillón favorito, intentaba convencerse de que el tiempo era su mejor amigo. Estaba haciendo buenas migas con Nancy, que parecía entrar en trance con la cadencia lenta y precisa de su voz. Hablaban de música. A Will le daba la impresión de que ella también sabía lo suyo sobre el tema.

– Me está tomando el pelo. ¿Ha tocado con Miles?

– Sí, sí, he tocado con todos esos. Toqué con Herbie, con Dizzy con Sonny, con Ornette. He tenido suerte.

– ¿Cuál le gustaba más?

– Bueno, no podía ser otro sino Miles, jovencita. No necesariamente como ser humano, ya me entiende, pero como músico… ¡por todos los santos! Lo que tenía entre las manos no era una trompeta, era un cuerno de la abundancia enviado por el Señor. No, no, no era de este mundo. No hacía música, hacía magia. Cuando tocaba con él pensaba que las puertas del cielo se abrirían y aparecerían ángeles por todos lados. ¿Quiere que ponga algo de Miles para que vea a qué me refiero?

– Preferiría escuchar algo de su propia música -contestó Nancy.

– ¿Está intentando seducirme, señorita FBI? ¡Pues lo ha conseguido! ¿Sabía que su compañera es una seductora? -le dijo a Will.

– Es nuestro primer día juntos.

– Tiene personalidad. Con eso ya se puede llegar lejos. -Clive se levantó de la silla con esfuerzo y se dirigió hacia el piano. Se sentó en el taburete y abrió y cerró las manos para desentumecer las articulaciones-. A esta hora tendré que tocar algo suave, por los vecinos.

Empezó a tocar. Era una música lenta, fresca, de una rara ternura, cautivadoras melodías solo insinuadas que desaparecían entre la bruma y volvían a aparecer a su debido momento. Tocó durante un buen rato con los ojos cerrados; de vez en cuando tarareaba algún compás de acompañamiento. Nancy estaba embelesada, pero Will permanecía alerta, miraba la hora, buscaba entre las notas de música algún golpe, crujido o ruido nocturno.

Cuando Clive terminó, cuando la última nota se disolvió hasta la nada más absoluta, Nancy dijo:

– Cielo santo, ha sido maravilloso. Muchísimas gracias.

– No, gracias a usted por escuchar y por cuidar de mí esta noche. -Volvió a hundirse en su cómodo sillón-. Gracias a los dos. Hacen que me sienta realmente seguro y se lo agradezco mucho. Oiga, jefe -le dijo a Will-, ¿se me permite una copa antes de dormir?

– ¿Qué quiere? Yo se lo traigo.

– En la cocina, en el armario que hay a la derecha del fregadero hay una buena botella de Jack. No vaya a ponerle hielo…

Will encontró la botella, estaba medio llena. Le quitó el tapón y la olió. ¿Podrían haberla envenenado? ¿Así era como iba a ocurrir? Entonces tuvo una revelación: «Debo proteger a ese hombre y no me vendría mal un trago». Se sirvió un par de dedos y se lo bebió de una vez. Sabía como sabe el bourbon. Sintió un agradable zumbido en la cabeza. «Esperaré un par de minutos para ver si me muero; si no, ese buen hombre podrá tomarse su copita antes de acostarse», pensó, impresionado por su propia lógica.

– Jefe, ¿lo encuentra? -gritó Clive desde el salón.

– Sí, ya voy.

Había sobrevivido, así que sacó un vaso y se lo tendió a Clive, que olió su aliento y dijo:

– Hombre, me alegra ver que ya se ha servido. Nancy lo miró fijamente.

– Control de calidad, como el catador de comidas de los romanos -dijo Will, pero Nancy parecía estupefacta.

Clive comenzó a darle a la bebida y a la lengua.

– ¿Sabe, señorita FBI? Le voy a enviar algunos cedes de mi banda, los Clive Robertson Five. Somos una panda de carcas, pero seguimos dándole caña a lo nuestro, ya me entiende. Seguimos cocinando a fuego lento, y Harry Smiley, el batería, tiene fuego para dar y regalar.

Casi una hora después todavía estaba hablando de la vida en la carretera, de estilos de teclados, del negocio de la música. Se había acabado la copa. Su voz se fue apagando, los ojos se le cerraron de golpe y empezó a roncar suavemente.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Nancy en voz baja.

– Falta una hora hasta la medianoche. Que se quede ahí mientras esperamos.

Will se levantó.

– ¿Adónde vas?

– Al baño. ¿Te parece bien?

Nancy asintió con cara de enfado.

– ¿Qué? -dijo Will-. ¿Te creías que iba a ponerme otra copa? Por el amor de Dios, tenía que estar seguro de que no lo habían envenenado.

– Autosacrificio -comentó ella-. Admirable.

Cuando volvió de cambiarle el agua al canario estaba cabreado. Se esforzó por controlar el volumen de su voz.

– ¿Sabes, socia? Si quieres trabajar conmigo, tendrás que dejar de pontificar. ¿Cuántos años tienes?

– Treinta.

– Bien, cariño, cuando yo empecé a jugar a esto, tú todavía estabas en pañales, ¿vale?

– ¡No me llames «cariño»! -dijo Nancy entre dientes,

– Tienes razón, eso ha sido del todo inapropiado. No conseguirías mi cariño ni en un millón de años.

Ella respondió con una explosión de furia expresada en susurros.

– Pues me alegro, porque la última vez que saliste con alguien de la oficina faltó poco para que te despidieran. Felicidades, Will. Recuérdame que nunca me deje aconsejar por ti acerca de mi carrera.

Clive resopló y se medio estiró. Will y Nancy permanecieron en silencio, mirándose el uno al otro.

A Will no le sorprendió que ella estuviera al tanto de su accidentado pasado, no era lo que se dice un secreto de Estado, pero le impresionó que lo hubiera sacado a relucir tan pronto. Normalmente le costaba más tiempo poner a una mujer a punto de ebullición. La chica los tenía bien puestos, eso había que admitirlo.

Había aceptado el traslado a Nueva York seis años atrás, cuando Hal Sheridan le dio la patada definitiva y lo sacó del nido tras convencer a los de recursos humanos en Washington de que Will sería capaz de desempeñar funciones de dirección. La oficina de Nueva York consideró que era un candidato aceptable para el puesto de inspector del departamento de Robos a Gran Escala y Crímenes Violentos. Volvieron a mandarlo a Quantico para que hiciera un curso de dirección y allí le llenaron la cabeza con todo lo que un inspector moderno del FBI necesita saber. Por supuesto, sabía que no debía hacérselo con las de administración, aunque fueran de otro departamento, pero en Quantico jamás le pusieron una foto de Rita Mather en los manuales.

Rita era tan escultural, olía tan bien, era tan apetitosa, y sobre todo se suponía que era tan buena en la cama que Will no tuvo elección. Ocultaron el lío durante meses, hasta que el jefe de Rita en la oficina de delitos financieros no le concedió el aumento de sueldo que ella esperaba y le pidió a Will que interviniera. Cuando este puso pegas, Rita explotó y cortó con él. Y a continuación el desastre: escuchas disciplinarias, abogados saliendo hasta de debajo de las piedras y los de recursos humanos metiendo la directa. Le faltó poco para que lo despidieran, pero Hal Sheridan intervino y consiguió que solo le degradaran para que pudiera completar sus veinte años de servicio. El viernes Sue Sánchez estaba a las órdenes de Will; el lunes era Will el que estaba a las órdenes de Sue.

Él, por supuesto, se planteó la dimisión, pero, cielos, la pensión tan anhelada estaba tan cerquita… Aceptó su destino, hizo un curso obligatorio sobre acoso sexual, cumplió con su trabajo de manera adecuada y subió un pelín sus índices de alcohol.

Antes de que pudiera replicar, Clive se removió en el sillón y abrió los ojos. Durante unos instantes se sintió perdido hasta que se acordó de dónde estaba. Tenía los labios resecos. Se los humedeció y comprobó, nervioso, que aún llevaba en la muñeca su viejo Cartier.

– Bueno, todavía no estoy muerto. ¿Le parece bien que vaya a hacer un pis yo sólito, sin ayuda federal, jefe?