– No hay problema.
Clive se dio cuenta de que Nancy estaba enfadada.
– ¿Está bien, señorita FBI? Parece mosqueada. No se habrá mosqueado conmigo, ¿no?
– Claro que no.
– Entonces con el jefe.
Clive se balanceó hasta ponerse en posición vertical y enderezó dolorosamente sus artríticas rodillas.
Dio un par de pasos y se paró en seco. Su cara era una mezcla de alarma y sorpresa.
– ¡Por Dios!
Will recorrió rápidamente la habitación con la mirada. ¿Qué estaba pasando?
Descartó un posible tiro en una fracción de segundo.
Ni cristales rotos, ni un impacto sordo, ni chorros de sangre.
– ¡Will! -gritó Nancy al ver que Clive perdía el equilibrio y se estampaba contra el suelo.
El golpe fue tal que se le pulverizaron los huesos de la nariz por el impacto y la moqueta quedó salpicada con un estampado sanguinolento que parecía una pintura de Jackson Pollock. De haber sido un lienzo, a Clive le habría encantado añadirlo a su colección.
Siete meses antes,
Beverly Hills, California
Peter Benedict se vio reflejado y le maravilló cómo su imagen quedaba fragmentada y difuminada por la óptica del cristal. La fachada del edificio era una superficie cóncava que alzaba sus diez pisos de altura sobre Wilshire Boulevard y prácticamente te absorbía desde la acera hasta su vestíbulo oval de dos plantas. Había un austero patio de entrada con suelo de pizarra, frío y completamente vacío excepto por una escultura de bronce de Henry Moore, una estructura angulosa que recordaba a algo humano que se hallaba a un lado. El cristal del edificio era un espejo infalible que capturaba el humor y el color de los alrededores y, tratándose de Beverly Hills, el humor solía ser radiante y el color de un celeste intenso. La concavidad era tan marcada que el cristal recogía también imágenes de otros vidrios y las devolvía cual una ensalada de nubes, edificios, la escultura de Moore, los transeúntes y los coches, todo revuelto. Era maravilloso. Ese era su momento.
Había llegado a la cima. Tenía una cita planeada y confirmada para ver a Bernie Schwartz, uno de los dioses de Artist Talent Inc.
Peter había revisado todo su ropero. Nunca había tenido una cita como esa y le daba demasiada vergüenza preguntar cómo debía ir vestido. ¿Llevaban traje los agentes? ¿Y los escritores? ¿Debería intentar parecer conservador u hortera? ¿De corbata o más natural? Optó por algo intermedio: pantalones grises, camisa blanca, americana azul, mocasines negros. A medida que se acercaba se veía cada vez menos distorsionado y, consciente de su aspecto esquelético y de sus prominentes entradas, que normalmente escondía bajo una gorra, apartó la vista rápidamente. Sabía que cuanto más joven era un escritor, mejor, y le horrorizaba que esa cocorota calva le hiciera parecer demasiado viejo. ¿Por qué tenía que saber el mundo que pronto sería un cincuentón?
Las puertas giratorias lo llevaron hasta el aire frío. El mostrador de recepción era de madera noble pulida y seguía la concavidad del edificio. Incluso el suelo era cóncavo, fabricado con finos tablones de bambú curvado y resbaladizo. El diseño interior era luminoso, espacioso y lujoso. Había un montón de recepcionistas del tipo coristas con auriculares inalámbricos que decían al unísono: «ATI, ¿con quién le pongo? ATI, ¿con quién le pongo?».
Una y otra vez, una y otra vez; parecía que cantaran.
Giró el cuello en torno a aquel espacio acristalado y en lo más alto de las galerías vio a un ejército de jóvenes modernos que se movían con rapidez, y sí, los agentes llevaban traje. Aquello era Armania.
Se acercó al mostrador y tosió para que le prestaran atención. La mujer más hermosa que había visto en su vida le preguntó:
– ¿En qué puedo ayudarle?
– Tengo una cita con el señor Schwartz. Me llamo Peter Benedict.
– ¿Cuál de ellos?
Parpadeó con estupefacción y tartamudeó: -No… no… no sé a qué se refiere. Peter Benedict soy yo.
– ¿A qué señor Schwartz se refiere? -dijo ella con voz gélida-. Tenemos tres.
– ¡Ah, claro! Bernard Schwartz.
– Siéntese, por favor. Llamaré a su ayudante.
Si uno no supiera que Bernie Schwartz era uno de los mejores agentes de talentos de Hollywood, tampoco lo intuiría al ver su despacho en una octava planta. Quizá coleccionista de arte o antropólogo. No había ni carteles de películas, ni fotos junto a estrellas o políticos, ni premios, ni cintas de casete, ni DVD, ni pantallas de plasma ni revistas del sector. Nada salvo arte africano, todo tipo de esculturas de madera, cacharros decorativos, escudos, lanzas, pinturas geométricas, máscaras. Para ser un judío de Pasadena bajito, gordo y entrado en años, lo suyo con el continente negro era algo serio.
– ¿Me recuerdas el motivo de que reciba a este tipo? -gritó desde la puerta a uno de sus cuatro ayudantes.
– Víctor Kemp -dijo una voz de mujer.
Schwartz agitó la mano izquierda.
– Vale, vale. Ya me acuerdo. Dame la carpeta con la portada y entra a interrumpirme dentro de diez minutos como mucho. Mejor cinco.
Cuando Peter entró en la oficina del agente de inmediato se sintió incómodo en presencia de Bernie, a pesar de que el hombrecillo tenía una gran sonrisa y agitaba la mano desde detrás del escritorio como si fuera el oficial de cubierta de un portaaviones.
– Pasa, pasa.
Peter se acercó fingiendo estar contento, asaltado por todos esos primitivos artefactos africanos.
– ¿Qué puedo ofrecerte? ¿Un café, tal vez? Tenemos expreso, café con leche, lo que quieras. Soy Bernie Schwartz. Encantado de conocerte, Peter.
La escuálida mano de Peter quedó espachurrada por una mano pequeña y regordeta que la agitó unas cuantas veces.
– ¿Podría ser agua?
– Roz, ¿te importaría traerle agua al señor Benedict? Siéntate, siéntate allí. Ya me acerco yo al sofá.
En unos segundos, una chica china, otra belleza, se materializó allí con una botella de agua y un vaso. Todo en ese lugar se movía rápido.
– ¿Y qué, has venido en avión, Peter? -le preguntó Bernie.
– No, he venido en coche.
– Listo, muy listo. Te diré una cosa, no pienso volver a volar, al menos en un vuelo comercial. Todavía me parece que fue ayer el 11 de septiembre. Podría haber estado en uno de esos aviones. La hermana de mi mujer vive en Cape Cod. ¡Roz! ¿Me puedes traer un té? Así que eres escritor. ¿Cuánto tiempo llevas haciendo guiones?
– Unos cinco años, señor Schwartz.
– ¡Llámame Bernie, por favor!
– Unos cinco años, Bernie.
– ¿Cuántos tienes?
– ¿Contando solo los que están acabados?
– Sí, sí, proyectos acabados -dijo Bernie con impaciencia.
– El que le envié es el primero.
Bernie cerró los ojos con fuerza, como si se estuviera comunicando telepáticamente con su secretaria: «¡Cinco minutos, no diez!».
– Y bien, ¿eres bueno? -preguntó.
Peter reflexionó. Le había enviado el guión hacía dos semanas. ¿Acaso Bernie no lo había leído?
Para Peter aquel guión era un texto sagrado envuelto en un aura casi mágica. Había puesto el alma en él, y siempre tenía una copia en su escritorio, bien a la vista, un manuscrito con tres anillas doradas resplandecientes. Su primera obra completa. Todas las mañanas, antes de salir de casa, acariciaba la portada como si fuera un amuleto o la panza de Buda. Era su billete hacia otro tipo de vida y estaba ansioso por que se lo validaran. Aún más, el tema que trataba era para él muy importante: un himno a la vida y al destino. Cuando era estudiante le fascinaba El puente de San Luis Rey, aquella novela de Thornton Wilder sobre cinco desconocidos que perecen juntos en un puente que se derrumba. Lógicamente, cuando comenzó su nuevo trabajo en Nevada se puso a divagar sobre los conceptos de sino y predestinación. Había decidido embarcarse en una versión moderna de aquella narración clásica en la que -en su obra- las vidas de esos desconocidos se cruzan en el momento de un ataque terrorista.